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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (3 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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—También es cierto que el acusado fue puesto en libertad de inmediato por falta de pruebas.

—Mi intuición me dice…

—¡Pruebas, Luna! ¡Necesito pruebas! —atajó el militar, interrumpiéndolo—. Creo en el olfato policial, pero no podemos detener a nadie si no hay un argumento sólido que garantice su culpabilidad.

Fernández-Luna odiaba la simpleza del director general de Seguridad, así como el servilismo que mostraba hacia el discurso y la justicia. Los criminales no solían ser tan éticos en su comportamiento. Ellos se dejaban guiar por el instinto. De ahí que muchos de ellos deambularan por las calles de Madrid, en libertad, creyéndose dioses.

—Señor… para encontrar pruebas debo seguir al frente de las investigaciones. Ahora me va a ser imposible viajar a Barcelona.

—Puedes conducir el caso desde allí —insistió—. Blasco y Heredia se encargarán de todo mientras investigas el asunto de la desaparición del mago.

Comprimiendo los labios, se adelantó hasta alcanzar el sillón que había frente a la mesa de despacho, con el fin de tomar asiento.

—De acuerdo, señor —aceptó la propuesta de su superior—. Esta misma tarde saldré hacia Barcelona. Pero antes necesito conocer todos los detalles.

Ahora sí, el general La Barrera encendió una cerilla, acercándola cuidadosamente a su cigarro habano para no quemarse. Tras aspirar con fuerza exhaló una espesa bocanada de humo.

—Es un asunto bastante inextricable, la verdad. —Torció el gesto, desconcertado—. Hace una semana, la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona fue alertada de un delito gracias a la Mulata, una joven
vedette
de las que actúan ligeras de ropa en el
café-concert
Alcázar Español. María Lorente, verdadero nombre de la susodicha, denunció el robo de una pulsera de platino y brillantes valorada en dos mil quinientas pesetas, regalo personal de un aristócrata cuyo nombre me reservo y al que le une una profunda amistad. Sospechaba del afamado prestidigitador ruso Igor Topolev, conocido también como el Gran Kaspar, con el que había pasado la noche en la habitación de su hotel.

»Pues bien, cuando el inspector de vigilancia y dos de sus hombres se personaron a la mañana siguiente en el Hotel Colón con el propósito de interrogarle, y de paso registrar la habitación con la esperanza puesta en encontrar la joya sustraída, realizaron un hallazgo de lo más truculento. —El general se aclaró la voz antes de proseguir—. En el interior de una de las maletas que el ruso escondía en el guardarropa, una de esas de doble fondo que se suelen utilizar para los números de magia, encontraron la cabeza de una mujer cuya identidad se desconoce hasta ahora. Por supuesto, Topolev fue detenido inmediatamente acusado de asesinato, a pesar de que el muy cínico gritaba a voces su inocencia.

»Sin embargo, no es esa la cuestión que nos preocupa. —Se mantuvo callado unos segundos, prudente, sopesando bien sus palabras—. Verás, Luna… ese mago de pacotilla ingresó hace unos días en la prisión celular de Barcelona. —Hizo un mohín de disgusto—. El problema es que se ha fugado de su celda de forma inexplicable. Según el celador de turno, que fue quien descubrió el suceso al llevar a cabo la primera ronda de inspección, la puerta estaba cerrada con llave y los barrotes de hierro de la ventana seguían intactos. —Frunció el ceño—. Como ves, la desaparición del Gran Kaspar se ha visto envuelta en un aura de misterio.

Fernández-Luna tuvo que reconocer que el asunto tenía su intríngulis. Casos así eran los que ponían a prueba su inteligencia y, además, estimulaban su vena detectivesca.

—La prestidigitación es un arte —argumentó, no sin cierta ironía.

—Puede ser —admitió La Barrera, pero de mala gana—. Aunque te advierto que en esta ocasión no hay trucos que valgan. Resulta prácticamente imposible evadirse de la Modelo de Barcelona. Podrás comprobarlo cuando la visites.

Asintió con la cabeza, reflexionando en silencio.

—¿Quién lleva el caso?

—Ramón Carbonell, jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona. Trabajaréis juntos.

—Una última cuestión, señor… ¿Qué opina de todo esto el director de la penitenciaría?

El general La Barrera se encogió de hombros.

—Tendrás que preguntárselo tú mismo cuando lo tengas delante.

3

Adormilado por el continuo zarandeo del vagón, y con el pensamiento puesto en Eddy Arcos, sospechoso de ser el ladrón de joyas que llevaba de cabeza a la policía de media Europa, Fernández-Luna observaba el paisaje a través de la ventana. Se recreó con la belleza de las colinas plateadas y los oscuros encinares enraizados a orillas del río. El sol resplandecía sobre los campos desnudos de tonos ocres y rojizos, tristes desiertos que se explayaban hasta el horizonte proyectando una increíble sensación de distancia. Alzó la mirada. Las nubes sedosas investían de gloria el cielo donde se reagrupaban las golondrinas antes de emprender su indefectible viaje a tierras más calientes. Aquel escenario de mediados de septiembre entrañaba cierto sentimentalismo, por lo que suspiró dejándose llevar por la nostalgia.

Frente a él, leyendo un libro de poemas de Campoamor, una joven permanecía sentada con la espalda completamente recta. Un sombrero ancho cubría sus cabellos cobrizos peinados al estilo Gibson, según la moda de París. Lucía un vestido de gasa rayada de color rosa y blanco, con un ligero escote rematado en pico y una falda guarnecida de
valenciennes
formando ondulaciones. Un bello corpiño de manga larga, con doble volante en la cintura, cubría la parte superior del cuerpo ocultando sus pechos menudos, todavía virginales. Ceñido al talle llevaba un cinturón de tafetán adornado con guirnaldas de flores. Dejaba al descubierto unos graciosos tobillos de extremada palidez, frivolidad indecorosa para muchos que en ningún caso asumía un carácter reivindicativo o provocador. Simplemente, las mujeres se aferraban con ilusión a las nuevas tendencias del momento.

La acompañaba su madre, una mujer que seguía con rigor las exigencias del luto. Así lo acreditaba el vestido de calle con polisón y el tocado de color negro que ocultaba el cabello y parte de su frente señorial. No debía de tener más de cuarenta años. Era bastante atractiva para su edad, incluso más que su propia hija, la cual parecía haber heredado las rudas facciones de su difunto padre: mandíbula cuadrada, algo de vello sobre el labio superior y las mejillas moteadas de pecas. Por lo demás, apenas si se traía un parecido razonable con su progenitura.

Debido al sofocante calor que se vivía en el compartimento, la viuda abrió el abanico de marfil que llevaba en la mano, batiéndolo después con rapidez y elegancia. Ladeó graciosamente la cabeza. Sus pechos se alzaron unas pulgadas al insuflar de aire los pulmones. Aprovechando que su hija leía fascinada el libro de poemas, le ofreció una tímida sonrisa al elegante caballero que permanecía sentado a la derecha de Fernández-Luna. El petimetre en cuestión, de forma imperceptible, cabeceó a modo de saludo, volviendo luego a releer la página de la revista donde se daba cuenta de la concesión de la Cruz de Isabel la Católica a un intrépido aviador cántabro afincado en la Ciudad Condal: Salvador Hedilla Pineda, que el 2 de junio había conseguido cubrir sobre el Mediterráneo, en su monoplano monocoque, la distancia entre la Volatería de El Prat de Llobregat y Can Suñer, en Mallorca.

El jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid, acostumbrado a analizar el comportamiento de todas aquellas personas que estuviesen a su alrededor, comprendió de inmediato el propósito de la pobre y desconsolada viuda. Por lo pronto, el hecho de que se pusiera a contar las varillas del abanico ocultaba un explícito significado: «Deseo hablar contigo». Era obvio que añoraba el amor de su esposo, o en su defecto, las caricias licenciosas de un hombre que viniera a sofocar la ardiente llamarada que la consumía por dentro ante la diaria perspectiva de un lecho vacío.

Aun a riesgo de que descubrieran la finalidad de su juego, la dama de negro se cubrió el rostro con el abanico; completamente abierto. Con este guiño le estaba diciendo al joven caballero que tenía delante: «Sígueme cuando me vaya». El galán aprobó su decisión entornando los párpados.

—Espérame aquí. Vengo enseguida. He de ir un momento al escusado —le susurró la señora a su hija.

Esta afirmó en silencio, proyectando una mueca desabrida. Le molestaba que su madre la tomase por una idiota.

Tras recoger los pliegues de su falda con una mano, y con la otra sujetándose la toca y el velo, la viuda se disculpó ante los dos varones, quienes en un arranque de cortesía clásica hicieron el amago de levantarse. Salió fuera del compartimento, oliscando un pañuelo perfumado a fin de interpretar correctamente su papel. El arrebol de sus mejillas justificaba de algún modo su necesidad.

Apenas habían transcurrido un par de minutos, cuando el caballero con apariencia de gigoló se levantó de su asiento y fue hacia la puerta batiente. Una vez abierta giró la cabeza hacia la derecha, buscando a la dama. Esbozó una sonrisa de medio lado, lo que venía a indicar que había alguien por allí cerca. Adentrándose en el pasillo desapareció del campo de visión de los demás pasajeros.

La joven dejó de leer. Ella y Ramón intercambiaron sus miradas.

—Ridículo, ¿verdad? —La muchacha rompió el silencio.

—¿Cómo dice?

El policía fingió desconocer la naturaleza de su pregunta. En verdad, la situación no dejaba de ser embarazosa.

—¿No le resulta patética la actitud de mi madre, flirteando con hombres más jóvenes que ella en presencia de su hija, y lo que es peor, de extraños? —puntualizó con firmeza de voz—. Su procacidad no tiene límites. Ni siquiera es capaz de respetar el luto que le debe a mi padre. ¿Sabe usted? Apenas hace seis meses que lo enterramos.

—No soy quién para opinar, señorita.

—¡Pero usted es un hombre! —se quejó enérgicamente—. Debería juzgar su conducta.

—Se lo repito, lo que hagan los demás no es asunto mío, siempre y cuando no incumplan la ley.

—¿Es usted policía?

—Así es —respondió con tiesura militar—. Ramón Fernández-Luna, jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid… para servirla.

—Teresa Escobedo —añadió ella, presentándose.

Extendió la mano. Ramón la sostuvo un instante, inclinando sus labios hacia el dorso aunque sin llegar a besarlo.

—Un placer —susurró.

—Por favor, hábleme de su trabajo. —La joven cerró el libro, dejándolo a un lado—. No sabe usted lo aburrido que es vivir en un pueblo como Chinchón, donde nunca pasa nada de interés.

—La labor de un policía es realmente dura. Créame, señorita… algunos casos resultan escalofriantes. No creo que encuentre divertido ahondar en el alma de un criminal.

—No me impresiona. Tengo suficientes arrestos como para escuchar cualquier historia que esté dispuesto a contarme —se jactó con una frialdad que parecía prestada. Pretendía pasar por alguien mayor, de mente esclarecida. Y sin embargo, al menos en el fondo, seguía siendo una niña.

El tren fue aminorando la marcha hasta detenerse. Instintivamente, Fernández-Luna reviró la mirada hacia la ventana. En el letrero de madera que colgaba de la estructura metálica del andén pudo leer el nombre de un pueblo: ARCOS DE JALÓN.

«¡Jalón!», pensó a la vez que sentía un ligero estremecimiento por todo su cuerpo.

Habían transcurrido tres años desde entonces, pero le era imposible olvidar el horror de aquel crimen.

—¿Ha oído hablar del caso del capitán Sánchez?

Echó mano de la insensibilidad de los Fernández-Luna, con el fin de darle un escarmiento a aquella petulante muchacha que había demostrado un malsano interés hacia su profesión.

—Hum… algo creo recordar. —Entrecerró los párpados, ahondando en la memoria—. ¿No fue el oficial que asesinó a un viudo adinerado por el mero hecho de pretender a su hija?

El policía reprimió una sonora carcajada. Aquella joven no sabía de la misa la media.

—Lo siento, señorita. Nada más lejos de la realidad —se vio en la obligación de corregirla—. ¿En serio desea conocer los detalles del caso? Le advierto que es una historia truculenta donde las haya.

—Me arriesgaré.

A pesar de la expresión bovina de su rostro, y sus ademanes desgarbados, Teresa poseía un gran carácter.

—Pues bien, todo comenzó con la desaparición de ese acaudalado viudo que acaba de mencionar. —Adelantó ligeramente su cuerpo, acercándose a ella—. Se llamaba Rodrigo García Jalón, y la última vez que lo vieron con vida fue en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, situado en el Palacio de la Equitativa. Aquel día iba acicalado como para una cita, lo que venía a indicar que pensaba verse con una mujer. Antes de marcharse cambió cinco mil pesetas por una ficha de juego, un hecho inusual que llamó poderosamente la atención del cajero.

»Transcurridos varios días, una atractiva joven se personó en el Círculo de Bellas Artes, lo que ocasionó un gran revuelo entre los socios, pues está terminantemente prohibida la entrada a las mujeres —matizó con cierta ironía—. Su propósito no era otro que cambiar una ficha de juego de cinco mil pesetas. Acompañada por Antoñito, el botones, atravesó los salones del Círculo sin titubear, con la mirada altiva. Cuando por fin llegaron a la oficina del cajero, este se negó a atenderla. Y lo hizo por dos razones. Primero, porque solo los socios podían canjear las fichas por dinero en efectivo; y segundo, porque sabía que era la misma que le había entregado en mano a Rodrigo García Jalón. La reconoció por una pequeña muesca en el borde.

—¿Y cómo llegó la ficha a manos de esa joven? —quiso saber Teresa, que parecía entusiasmada con la historia.

—A eso voy, si me permite continuar —le dijo él, reprendiéndola por impaciente—. Yo, por aquel entonces, ostentaba el cargo de jefe de la Ronda Especial. El caso me fue asignado por mi superior, don Enrique Maqueda, después de que un reportero de
El Imparcial
nos avisara de la desaparición del viudo, de la inesperada visita de una bella mujer al Palacio de la Intendencia, así como de la exorbitante cantidad de dinero que representaba la ficha que esta llevaba consigo.

»Francisco Serrano, el periodista, nos confesó que había estado investigando por su cuenta. Nos proporcionó la identidad de la joven, una información que resultó decisiva a la hora de efectuar las detenciones. La sospechosa se llamaba María Luisa Sánchez Noguerol, y era la hija primogénita de Manuel Sánchez López, capitán de la reserva destinado en la Escuela Superior de Guerra, el cual andaba arruinado por culpa del juego. Luego estaba, también, el sórdido asunto entre padre e hija…

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