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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (4 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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—¿A qué se refiere? —lo interrumpió de nuevo la joven, abriendo mucho los ojos ante la morbosa perspectiva carnal que se imaginaba.

—Se decía que ambos mantenían una relación incestuosa, incluso que María Luisa había dado a luz a dos hijos de su propio padre, los cuales habrían muerto en extrañas circunstancias. —Ella hizo un gesto de repulsa, por lo que Fernández-Luna insistió—: ¿En serio quiere que continúe?

—Sí, por favor.

Se escuchó el silbido del jefe de estación, y el Expreso de Madrid se puso nuevamente en marcha.

—Bien… —Se aclaró la garganta—. La verdad es que el caso se presentaba peliagudo. La hipótesis con la que trabajábamos era que el viudo, que bebía los vientos por la joven, había sido engañado por el padre y la hija con el fin de hacerle entrar en la casa, para una vez allí, de forma impune, asesinarlo fríamente. En todo caso, no podíamos acusarlos de nada puesto que todavía no habíamos encontrado el cadáver de García Jalón. Imagínese si los llegamos a detener y luego, el viudo, aparecía vivito y coleando. —Sonrió brevemente—. Verá usted, como soy un hombre que se deja llevar por la intuición, le ordené a mis hombres que inspeccionaran el alcantarillado de Madrid, más concretamente los colectores ubicados bajo la plaza Conde de Miranda, donde está situada la Escuela Superior de Guerra. Y lo hicieron de forma tan minuciosa y profesional que pronto encontraron varios fragmentos de huesos descarnados dentro de los desagües.

»Cuarenta y ocho horas después nos presentamos en el domicilio del capitán Sánchez. Registramos a fondo las habitaciones. Tras una pared falsa que había sido levantada con rapidez días atrás, cuyo enlucido aún se mantenía fresco, hallamos la camisa verde con rayas rojas de Jalón, un martillo, un hacha, un machete y unos pocos restos humanos. Como las pruebas eran irrefutables, el juez decidió interrogar de nuevo a los sospechosos. Por supuesto, en un principio lo negaron todo… algo absurdo teniendo en cuenta que la ropa del viudo, manchada de sangre, así como algunas partes de su cuerpo, habían aparecido en casa del capitán.

»Días después, gracias a la conversación privada que mantuvo el magistrado con la acusada pudimos saber la verdad de lo ocurrido. Jalón estaba locamente enamorado de María Luisa, hasta el extremo de que llegó a ofrecerle alojamiento en su casa; a ella y a sus cinco hermanos. Conocía la mala situación que estaba pasando la familia después de que el padre acabara arruinado por culpa de su afición al juego. El ingenuo creyó que si les proporcionaba ayuda, la joven estaría en deuda con él y acabaría aceptando su propuesta de matrimonio.

»Aquella tarde de abril, Jalón acudió al domicilio del capitán para obtener de él su aprobación. Es decir, pensaba pedirle permiso para sustentar a sus hijos, comenzando por su querida María Luisa, claro está —señaló el policía—. Después de que la joven lo invitara a pasar, y lo condujese amablemente hasta el comedor, el viudo tomó asiento a espaldas de la puerta. Ensimismado por la belleza de la joven, y entregado en cuerpo y alma a la conversación, no llegó a percibir los pasos amortiguados del capitán Sánchez acercándose sigilosamente por detrás.

»La muerte debió de sorprenderle de forma súbita, después de que el militar le abriese la cabeza a golpes de martillo. —Se detuvo un instante, para ver qué efecto provocaba en Teresa sus duras palabras. Ella, pálida como una amortajada, trató de contenerse apretando los labios. Fernández-Luna siguió hablando—. Cometido el crimen, y con una excepcional sangre fría, registraron sus bolsillos para robarle todo lo que llevaba encima. En su cartera encontraron veinte duros, así como la ficha de juego de cinco mil pesetas; la misma que María Luisa, días más tarde, intentó canjear en el Círculo de Bellas Artes.

»Suponemos que el capitán Sánchez descuartizó a su víctima, y que posiblemente arrojase la cabeza de Jalón a la hoguera para hacerla desaparecer, después de haber tirado por el desagüe los fragmentos más pequeños de su cuerpo, como los menudillos de los pies y las manos. Perpetrado el horrendo crimen, padre e hija limpiaron todo con mucho esmero.

»Ambos fueron juzgados según sus cargos. El capitán Sánchez fue condenado a muerte en un consejo de guerra, y su hija a veinte años de prisión. —Hizo una breve pausa, mirando fijamente a su interlocutora—. María Luisa acabó loca en la cárcel y a él lo fusilaron al amanecer un día de otoño. Solo nos quedaba averiguar qué había sido del resto del cuerpo.

Guardó un silencio de sepulcro, esperando que la joven formulase una pregunta que se hacía de rogar.

—¿Lo consiguieron? —inquirió ella, finalmente—. ¿Descubrieron dónde habían escondido…?

La interrogante quedó inconclusa. No tuvo fuerzas para terminar. Lo cierto es que comenzaba a sentirse mareada.

—¿Sabe usted qué dijo don Ramón del Valle-Inclán cuando tuvo noticias del crimen? —preguntó con cierto sarcasmo—. Estas fueron sus palabras: «Lo nacional es dárselo de comer a la tropa en un rancho extraordinario, como hizo mi antiguo compañero el capitán Sánchez».

En ese instante regresó la viuda, cuyos pómulos esplendían de felicidad. Se sentó de nuevo junto a su hija, procurando disimular su alborozo. Miró a Teresa. La joven exteriorizaba cierta angustia. Sudaba copiosamente, le castañeteaban los dientes, e incluso temblaba.

El galán hizo su aparición en el compartimento. Una Waterman asomaba por el bolsillo superior de su levita, estilográfica que había aparecido de forma inesperada después de que decidiera levantarse para ir en pos de aquella madura mujer. A la conclusión que llegó el jefe de la BIC de Madrid fue que el caballero, tras concertar una cita con la dama para verse a solas en Barcelona, había anotado la dirección del hotel donde pensaba alojarse, y en un descuido había guardado la pluma en el bolsillo equivocado. Es posible que se besaran a escondidas en el pasillo sin que nadie los viese; nada más. Ni el tren era un lugar seguro para un encuentro amoroso, ni la viuda estaba dispuesta a dejarse seducir en uno de los compartimentos vacíos. Demasiado vulgar, y arriesgado, para una mujer de su posición.

Ante el asombro de todos, Teresa se levantó con tal rapidez que chocó con el recién llegado. A toda prisa, echó a correr por el pasillo cubriendo su boca con la mano.

—¿Puedo saber qué ha ocurrido aquí? —La viuda interrogó a Fernández-Luna con la voz y la mirada, creyendo que este había importunado a la niña en su ausencia.

—Querida señora, ¿y es usted quien me lo pregunta? —El policía esbozó una sonrisa despectiva—. Escuche esto que le digo… Hay conductas capaces de provocar náuseas en las personas, y la suya parece afectar demasiado a su hija.

Ante aquella respuesta, tan espontánea como crítica, la viuda no tuvo más remedio que inclinar la cabeza, avergonzada. Su silencio habría de prolongarse hasta que el convoy ferroviario llegó a la Ciudad Condal.

La pared. La pared de todos los días, como un eterno reflejo de su locura. Unos muros que ceñían su alma con una intensidad solo comparable a la camisa de fuerza que comprimía su cuerpo hasta dejarlo sin respiración. Unos tabiques erigidos por sus detractores con el fin de aislarle de ese mundo adverso que quedaba al otro lado de la puerta. Un reloj sin manecillas, cuyos engranajes se habían detenido al alcanzar el límite del tiempo.

Su mente enferma se sentía agobiada por la monotonía de las horas análogas y letárgicas. Siempre la misma rutina.

Observó con interés el recorrido de una cucaracha por el suelo. La vio deslizarse pegada a la pared, correteando por los mugrientos rincones de la celda. Sonrió al descubrir que el insecto de cuerpo aplanado demostraba una especial atracción hacia las heces que cubrían el pavimento. Se estaba comiendo su mierda. Le alegró saber que no era el único que se alimentaba de los residuos metabólicos de su cuerpo.

Y sin embargo, ¿una curiana, un animal sin problemas de conciencia, era capaz de comerse a otra, a alguien de su misma especie?

Se olvidó de ella. No tenía ningún sentido prestarle más atención. Buscaba respuestas a sus preguntas, pero no habría de encontrarlas en la conducta primaria de aquel asqueroso bicho, sino ahondando en sus pensamientos, y también en su alma atormentada.

Se recostó sobre el hediondo camastro. Delirantes escenas giraban en espiral en lo más profundo de su mente. Carne. Sangre vertida, debilitada por los estertores, deshecha como coágulos de tierra ensangrentada, como gusanos que germinaban y retrocedían bajo la luz del sol, larvas que batallaban en inhóspitas cloacas.

Se armó de paciencia. No podía hacer otra cosa que esperar. Tarde o temprano se entregaría al gaudeamus de los omnipotentes.

Sí, todo a su tiempo.

El diablo cumpliría su promesa…

4

Tras despedirse efusivamente de Pablito, el mozo encargado del compartimento de equipajes, con el que había hecho buenas migas después de que este le enseñase algunos trucos de magia, Fernández-Luna se apeó del Expreso de Madrid entre el bullicio de los pasajeros, el sonido de los silbatos y las voces apresuradas de quienes trabajaban descargando la mercancía de los vagones de transportes especiales. Extrajo el reloj del interior del bolsillo de su chaleco. Las manecillas señalaban las seis y diez minutos de la tarde de aquel lunes, 11 de septiembre de 1916. Como era de esperar, el tren había llegado con retraso.

Observó con atención profesional a todos aquellos que iban de un lado a otro ocupados en sus quehaceres. Los viajeros, reagrupados en círculos a la espera de que el familiar de turno viniese a buscarlos en automóvil de alquiler o en carruaje de caballos, departían animadamente en el andén mientras los mozos se encargaban de transportar sus baúles y maletas, hasta la salida, con las carretillas que les proporcionaba la empresa ferroviaria. Creyó descubrir a algún que otro carterista y descuidero camuflado de forma anónima entre los auténticos ganapanes de la estación. Distinguía sus miradas de acecho, sus movimientos bien sincronizados y las muecas y guiños que utilizaban para comunicarse entre sí, actuando en complicidad: un ligero tropiezo con el panoli de turno y la cartera pasaba de un bolsillo a otro con extrema rapidez.

Estaban en todas partes. Eran una auténtica plaga.

Se olvidó por completo de aquellos maestros del hurto menor y la pillería, cuando vio que tres individuos, luciendo espléndidos mostachos sobre el labio superior, se acercaban a él decididos a abordarlo. Iban ataviados con chaqueta cruzada, pantalones oscuros —con la raya planchada a media pernera—, pajarita de seda y bombín. Al instante los reconoció como agentes de la Brigada de Investigación Criminal.

Fieles a la cita, venían a recibirlo.

—¿Ramón Fernández-Luna? —preguntó el más adelantado de los tres, brindándole un cordial gesto de bienvenida.

—El mismo. Y usted debe de ser Ramón Carbonell. Por cierto… —enarcó una ceja—, su dicción es diferente a la de los catalanes. ¿Valenciano? —reflexionó unos segundos, rectificando al instante—. No, yo diría más bien mallorquín, ¿verdad?

El otro se sorprendió de la perspicacia de su homólogo.

—Así es. Soy natural de Mallorca —admitió—. A pesar de los años que llevo aquí no consigo dejar atrás el acento propio de las islas. —Extendió su brazo diestro y ambos estrecharon las manos—. Es un placer tener con nosotros al hombre que resolvió el caso del capitán Sánchez. ¿Sabe que dicen de usted que es el Sherlock Holmes español?

Fernández-Luna afirmó en silencio con un gesto de cabeza, orgulloso de ostentar aquel sobrenombre y, a la vez, un tanto ruborizado por escuchárselo decir a uno de sus colegas. Con el propósito de poner fin a tan incómoda situación, pues no era de ese tipo de personas que les gustaba alardear, encontró en la camaradería y en la sencillez una fórmula efectiva de acercamiento.

—Ya que vamos a trabajar de forma conjunta, creo que deberíamos tutearnos. O mejor aún, llamarnos por nuestros apellidos. ¿No te parece, Carbonell? —solicitó su opinión—. El hecho de que ambos ostentemos el mismo nombre puede resultar cansino. «¡Oye, Ramón!» «¡Dime, Ramón!» —Alzó las palmas de las manos, proyectando una mueca un tanto graciosa—. Lo dicho, todo un suplicio.

—Te lo iba a proponer, Luna. —Estuvo de acuerdo con él. Luego se giró hacia los dos hombres que le acompañaban—. Y ahora, déjame que te presente a Luis Salcedo, comisario de Vigilancia… —el de Madrid se acercó a él para saludarlo—, y al inspector Eugenio Pons. —De forma protocolaria, estrechó igualmente su mano.

Finalizadas las salutaciones, que eran de rigor, Carbonell lo invitó a caminar hacia el lugar donde les aguardaba un automóvil de color verde, un Hotchkiss doble faetón con capota, situado frente a la salida del Apeadero del Paseo de Gracia.

Apenas habían comenzado a andar cuando Fernández-Luna, que atendía las palabras de su homólogo pero andaba atento a todo lo que ocurría a su alrededor, vio acercarse a un jovenzuelo vestido con camiseta a rayas, pañuelo blanco anudado alrededor del cuello y una gorra de paño ocultando sus largos cabellos. Iba directo hacia el inspector Pons, aprovechando que este conversaba de forma distendida con Salcedo. Pretendía sorprenderle.

Antes de que se produjese la colisión previamente estudiada por el «apache», el madrileño se adelantó con premura a fin de interponer su bastón entre ambos. El golfillo se quedó helado, mirando con los ojos muy abiertos al desconocido caballero que había descubierto su artimaña.

—Lárgate ahora mismo si no quieres que te abra la cabeza de un bastonazo —le advirtió Fernández-Luna, abriendo su chaqueta para mostrarle el arma que guardaba en la funda sobaquera.

Al comprender que aquellos tipos eran policías, y que acababa de cometer el mayor error de su vida, el muchacho echó a correr como alma que lleva el diablo. Pons hizo el amago de ir tras él, pues había estado a punto de convertirse en la víctima de un vulgar carterista. Y ello, evidentemente, afectaba su orgullo.

Carbonell lo retuvo a tiempo, sujetándolo por el antebrazo.

—¡Déjalo! No merece la pena. —Al ver que el inspector fruncía el ceño, extrañado, tuvo que ofrecerle una explicación razonable—. El otro día lo vi en Jefatura hablando con el sargento Jiménez. Es un pillastre francés llamado Antoine, un descuidero de poca monta. —Chasqueó la lengua—. Pero además es uno de nuestros confidentes.

—Pues parece ser que es bastante torpe, ¿no te parece?

El sincero razonamiento de Fernández-Luna les arrancó una sonrisa a sus compañeros. Olvidando por completo el leve incidente, siguieron caminando hacia el automóvil de servicio, que permanecía aparcado junto a una hilera de tartanas tiradas por caballos destinadas al transporte de pasajeros.

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