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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (8 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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El mallorquín le lanzó una mirada inquisitiva, reflexionando en silencio mientras se acariciaba el mentón.

—Si quieres que te diga la verdad, admito que su historia resulta un tanto inconcebible —opinó, muy pensativo—. Aunque, por otro lado… ¿Por qué iba a querer engañarnos?

—Eso es algo a lo que podré responderte cuando haya leído los informes referentes al caso. Como apenas llevo unas horas en Barcelona, todavía no he estudiado a fondo el asunto.

Una pareja de policías a caballo, de las que hacía la ronda nocturna, pasó junto a ellos. Tras saludarles cortésmente les pusieron sobre aviso para que extremaran las precauciones. Se había producido un tiroteo en el Alcázar Español, por lo que cabía la posibilidad de que el terrorista anduviese todavía por los alrededores. Después de cumplir con su obligación, los uniformados se perdieron calle abajo escudriñando a ambos lados de la calle.

—Mañana mismo iremos a ver al inspector general de Seguridad —anunció Carbonell, invitándole a seguir caminando—. El señor Riquelme guarda en sus archivos una copia de las declaraciones efectuadas hasta el momento.

—De acuerdo. Pero antes de hablar con él me gustaría hacerle una visita al director de la prisión. Por supuesto, interrogaremos de nuevo a los celadores y guardianes, e incluso a algunos de los presos.

Pasaron frente a la Fonda España, cuyos salones decorados al estilo modernista eran obra del arquitecto Lluís Domènech i Muntaner. Elegantes caballeros, en compañía de alegres señoritas relacionadas con el mundo del espectáculo, charlaban y reían abiertamente en la puerta. En sus ojos encendidos de pasión se vislumbraba la complacencia y el deseo, intensificados por las cualidades espiritosas del vino y el
champagne
.

—Entiendo que desees formarte tu propia opinión con respecto a la fuga del ruso, aunque ya te advierto, de antemano, que no hallarás ninguna pista. En cuanto al personal y a los reclusos, nadie sabe nada… nadie ha visto nada.

—¿Y no te parece extraño?

Carbonell asintió, conforme a su pregunta.

—Más que extrañarme, su desaparición me resulta sobrenatural —contestó al fin, deteniéndose frente a la puerta de un café—. ¡Bueno! Ya hemos llegado.

Fernández-Luna alzó la mirada hacia el letrero luminoso situado justo encima de la entrada. Pudo leer:
CAFÉ MARSELLA
.

—Es curioso. La baronesa viuda de Bonet deseaba venir aquí, después de la función, para que terminara de contarle la historia de Eddy Arcos. —Le lanzó una mirada inquisitiva—. ¿Crees en la casualidad?

—Doña Carmen y Lolita nos aguardan dentro. Nos tomaremos unos vinos y charlaremos hasta que ambas se aburran. —Al entrever el mohín de disgusto del madrileño, Carbonell terminó diciendo—. ¡Vamos! No hay nada de malo en ello.

—¿Lolita? —inquirió su interlocutor, en un arranque de comicidad.

—Qué quieres que te diga, Luna. —Se encogió de hombros—. A ella le gusta que la llame así.

—Dime, Carbonell… ¿Amarías a Dolores si fuese una pobre costurera del Clot, una mujer sin ningún recurso económico?

—Bueno… —fluctuó unos segundos, sonriendo de forma irónica—. Sí, la querría mucho. Aunque he de reconocer que perdería todo su encanto.

—Carbonell…

—¿Sí…?

—Eres un gran cínico.

Ambos rompieron a reír.

Protegidos por la oscuridad, y envueltos por la bruma misteriosa que corría por toda la calle San Pablo, entraron en el café dispuestos a vivir la noche más bohemia de la Ciudad Condal.

7

Aquella mañana de últimos de verano, que anunciaba una bochornosa jornada con alto grado de humedad, Fernández-Luna desayunaba en la terraza del bar La Lune, situado en la esquina de plaza de Cataluña con la Rambla de Canaletas. Estaba exhausto. Le dolía terriblemente la cabeza debido a la francachela de la noche anterior.

«Creo que bebí demasiado. Aunque para mal trago, la conversación que mantuve con la baronesa mientras la otra pareja de tortolitos cuchicheaba entre sí palabras de amor al oído», se dijo a sí mismo en un acto de sincera contrición.

Aprovechándose de la cortesía del madrileño, y de su interés por la tertulia, la aristócrata había iniciado su particular flirteo halagando el ingenio policial de este y su fascinante modo de vivir. Fernández-Luna adivinó de inmediato las intenciones de doña Carmen: una vez enviudado el cuerpo y el alma, lo único que pretendía era reconquistar el cariño de un hombre que pudiese compartir con ella la soledad de los años; o en su defecto, disfrutar de un efímero instante de pasión carnal en brazos de un atractivo caballero. Gracias a su habilidad para sortear situaciones difíciles, evitó que la cosa fuera a más sin que la baronesa se sintiera ofendida. Solo tuvo que hablarle de Ana, de sus hijos y del afecto que les tenía, para que el fuego abrasador que consumía las entrañas de aquella mujer fuese disminuyendo hasta quedar reducido a simples rescoldos. Ante todo, se consideraba un caballero.

Acercó la taza a los labios, bebiendo a pequeños sorbos. La dejó de nuevo sobre la mesa. Estaba demasiado caliente. Y no solo el café, también Barcelona hervía por cada una de sus calles.

La manifestación convocada la tarde anterior, que tuvo que ser suspendida debido a la presencia de la Guardia Civil y la Policía en las inmediaciones de la Rambla, emergía aquella mañana como una oleada de aire caliente desde el barrio de Atarazanas hasta la plaza de Cataluña. La gran mayoría de los obreros que gritaban sus áridas consignas de «¡Pan y trabajo!» y «¡Abajo la burguesía!» eran mujeres. Denunciaban las malas condiciones en las que se veían obligadas a trabajar ellas y sus cónyuges, querellándose a un mismo tiempo contra la inflación, la carestía de la vida y la aguda crisis agraria, que había originado una incipiente oleada emigratoria de obreros hacia el sur de Francia.

Un grupo de violentos asaltó una tahona ante la mirada atónita de los transeúntes. Se abastecían de pan para sus hijos, un alimento considerado básico, aprovechando la oportunidad que les brindaba aquel tumulto. Otros habían colocado diversas carretas y tartanas en los raíles del tranvía con el fin de obstaculizar su recorrido. A causa de las barricadas, el conductor no tuvo más remedio que frenar en seco para evitar la colisión. Tras realizar la arriesgada maniobra, se asomó por la ventana para increpar duramente a los enloquecidos proletarios que al igual que un tornado arrasaban con todo lo que se interponía en su camino. Los obreros le devolvieron los insultos a la vez que golpeaban los vagones con sus puños y con palos, causándoles un gran temor a los inocentes pasajeros.

La cosa se puso más fea aún —y así lo pudo atestiguar Fernández-Luna desde la terraza donde desayunaba—, cuando hizo su aparición la Policía a caballo y la Milicia Auxiliar de Orden Público destinada a proteger los intereses de los acaudalados empresarios: el Somatén. Sus miembros, generalmente, solían comportarse de un modo bastante violento en nombre de la paz social.

Presagiando un duro enfrentamiento entre los indignados manifestantes, las Fuerzas de Orden Público y el grupo armado de autoprotección civil, Ramón cogió con cuidado la taza de café y el plato, y tras abrir la puerta del bar se acercó a la barra. El camarero, un joven esbelto con chaleco a rayas y pantalón negro, lo acomodó en una de las mesas situadas junto a la ventana. Desde allí podría seguir de cerca el desarrollo de la protesta sin poner en peligro su seguridad.

A lo largo de toda la avenida se podían escuchar las voces encrespadas de quienes se oponían enérgicamente al sistema social establecido. Varios de los huelguistas comenzaron a arrancar los adoquines del suelo, con el fin de lanzarlos sobre los policías que cargaban contra ellos. Otros, bastante más exaltados, le prendieron fuego a una de las carretas que obstaculizaban el paso del tranvía, obligando a los pasajeros a abandonar el vagón a toda prisa ante el temor de ser consumidos por las llamas. Las quejas se tornaron en gritos, y los lamentos en agudos gemidos de dolor e impotencia.

Los esbirros del Somatén se empleaban a fondo, según pudo apreciar Fernández-Luna a través de la ventana. Actuaban con excesiva brutalidad, golpeando indiscriminadamente a hombres y mujeres sin ninguna consideración. Cuando un grupo de obreros, impelidos por la rabia, se atrevió a presentarles cara, los ultraconservadores recurrieron a las armas de fuego sin importarles que cayesen muertos o heridos.

Sonaron varios disparos. Los alborotadores comenzaron a disolverse ante la extrema violencia esgrimida por los sicarios de la patronal, dejando en el centro de la plaza de Cataluña los cuerpos sin vida de tres manifestantes, dos de ellos mujeres. Yacían en el suelo con la mirada fija en ningún lugar.

Según se iba recrudeciendo la contienda, la sangre corría por toda la Rambla como un mar de lava roja.

Fernández-Luna era de ideas liberales, y todo aquello le dejaba un mal sabor de boca. Y aunque a veces apoyaba las medidas de represión cuando la plebe, enaltecida, se tomaba la justicia por su mano tirando por tierra los valores del civismo y la ética, no creía necesario el uso de las armas para hacerles entrar en razón. Le gustase o no, acababa de asistir a una ejecución en toda regla.

A partir de entonces se desentendió de lo que ocurriese de puertas para fuera. Intentando olvidar el dramático episodio que se vivía en las calles del quinto distrito, cogió prestado el periódico que había sobre la mesa. Bajo los titulares de la portada pudo ver una fotografía de la estatua erigida en honor de Rafael Casanova, monumento que se hallaba situado en la barcelonesa calle San Pedro. Alrededor del pedestal se congregaban militares, diputados y demás personajes del mundo de las finanzas y la política. La tarde anterior se había celebrado el aniversario del asalto borbónico a la ciudad —acaecido el 11 de septiembre de 1714—, la defensa obstinada y feroz del pueblo llano, así como la actitud heroica del comandante de los seis batallones que formaban la Coronela de Barcelona.

«Una manifestación en contra de la oligarquía y un acto público conmemorando una fecha histórica. ¡Y en apenas veinticuatro horas! Creo que Madrid se está quedando anticuada como ciudad», reflexionó mordazmente después de pasar la página del periódico.

Una nueva imagen en el diario contrastaba con la anterior. En la fotografía se podía apreciar el austero semblante de don Antonio Maura pronunciando un discurso en la localidad asturiana de Beranga. Haciendo gala de su exaltación y facundia, quien fuera presidente del Consejo de Ministros por dos veces, en la primera década del nuevo siglo, profería un categórico discurso que abogaba por la neutralidad de España en la Gran Guerra. Las palabras del estadista iban dirigidas a sus amigos de Bilbao y Santander.

Transcurridos unos diez minutos de larga espera, tiempo que había empleado en leer las noticias mientras terminaba de desayunar, comenzó a impacientarse: Carbonell se retrasaba.

Extrajo el reloj del bolsillo de su chaleco. Eran las nueve y media. Farfulló por lo bajo. Admiraba la puntualidad. Su padre solía decir que llegar a tiempo era uno de los pilares básicos de la educación, y además, la más honesta virtud de un hombre. Con el paso de los años, también él fue adquiriendo la sana costumbre de presentarse a la hora establecida.

Se abrió al fin la puerta del bar y entró Carbonell acompañado del comisario Salcedo. Pidieron unos cafés en la barra, con nervio. Ya se encargaría el camarero de llevárselos a la mesa donde les aguardaba Fernández-Luna.

—¿Has visto lo de ahí fuera? —inquirió el mallorquín, tomando asiento frente a él—. Se está germinando una huelga. Y esta vez derivará en trágicas consecuencias… Es que lo presiento —concluyó, en tono lapidario.

—Los madrileños Basteiro y Largo Caballero, del sindicato socialista de la UGT, ya han comenzado a dialogar con los anarcosindicalistas de Barcelona, Salvador Seguí y Ángel Pestaña. —Le puso al corriente de las noticias que acababa de leer en
La Vanguardia
—. Si prosperan las conversaciones, temo que habremos de enfrentarnos a nuevos disturbios en todo el país.

—Si es que hay quienes piensan que el Estado y la sociedad es una entelequia, una invención de la burguesía. Solo hay que leer los críticos comentarios del director de
Solidaridad Obrera
para adivinar sus pretensiones de debate entre el Sindicato Único y los poderes públicos. Y eso lo ha escrito un tipo que ejerce de hipnotizador en un cabaret. —Se lamentó Salcedo, conservador acérrimo, añadiendo su granito de arena a la conversación—. Esos muertos de hambre, como Borobio, odian a los empresarios que, a la postre, son los únicos que con su esfuerzo y sus proyectos han engrandecido la ciudad de Barcelona.

Se enzarzaron en un polémico debate sobre la inminente movilización obrera, una huelga general y revolucionaria que habría de estallar en los próximos meses si el Gobierno no solucionaba antes la crisis social e institucional que vivía la nación. Discutieron sobre la proximidad a la que se iban acercando ambos sindicatos —CNT y UGT—, de las ilegalizadas Juntas de Defensa —movimiento sindical militar, que al margen de defender los intereses de los oficiales del Ejército pretendía intervenir en la política—, y finalmente terminaron hablando de la Guerra de Marruecos, de la que se libraba en Europa y, por supuesto, de la repercusión de ambas en la economía española.

Después de los cafés, Fernández-Luna pidió unas copas de brandy. Para entonces, los ánimos se habían templado bastante.

—¿Has avisado de nuestra llegada al director de la prisión? —preguntó el madrileño, saboreando el aguardiente.

—Lo he telefoneado a primera hora de la mañana, desde Jefatura. Esto me recuerda que el señor Riquelme desea entrevistarse contigo en la mayor brevedad posible, sin demora.

Es cierto que La Barrera le había aconsejado presentarse en el despacho del inspector general de Seguridad nada más llegar a Barcelona. Pero a Fernández-Luna le gustaba desenvolverse a su modo, incumplir las reglas de vez en cuando, tensar la cuerda al límite. Si estaba allí era por expreso deseo del gobernador civil de Madrid, quien pretendía echarles una mano a los catalanes a petición del conde de Güell. La Ciudad Condal, le gustase o no a sus superiores, no entraba dentro de su competencia. No podían obligarle a seguir una pauta de conducta idéntica a la que tendría que ejercer en la capital de España.

—Lo veré cuando crea conveniente —dijo con voz firme—. Una charla insustancial con el señor Riquelme podría interferir en la investigación, aunque te resulte extraño. Además, capaz lo creo de darme algún que otro consejo. Y eso es algo que no soporto.

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