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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (9 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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Carbonell, perplejo ante la soberbia respuesta de su colega, abrió los ojos y expandió hacia atrás sus labios.

—Me has dejado boquiabierto. No sé qué os dan en Madrid, pero con esa verborrea que te gastas bien podrías ostentar la Presidencia del Consejo de Ministros.

—Mira quién vino a hablar… —Dejó caer la frase como una sentencia.

—¿Eso es por lo de anoche?

—Ayer me engañaste, Carbonell. Me utilizaste de «carabina» —le reprochó, aunque con cierta dosis de indulgencia—. Lo único que espero es que Lolita supiera apreciar tus pretenciosos flirteos. Por lo menos, me quedará la satisfacción de saber que mi sacrificio no fue en vano.

—Pues ahora que lo mencionas, se me ha olvidado decirte que el domingo estamos invitados a la fiesta que piensa ofrecer el marqués de Comillas en el Parque Güell. —Fernández-Luna torció el gesto ante aquella novedad—. No me mires así, hombre. Ha sido la baronesa quien se ha empeñado. Desea presentarnos al marqués de Olérdola, alcalde de Barcelona, y a su viejo amigo don Francisco de Paula, barón de Romana. Te diré que incluso es posible que coincidamos con el arquitecto Antoni Gaudí.

—Ya hablaremos de ello otro día. —Se puso en pie—. Ahora, si no te importa, será mejor que vayamos a la cárcel Modelo.

—Cuando quieras —terció el comisario Salcedo, quien había permanecido callado el tiempo que duró la conversación entre ambos jefes de Brigada—. He aparcado el coche en la calle Vergara para evitar la manifestación. Andaremos un poco.

Dispuestos a marcharse, cogieron sus sombreros y bastones. Después de dejar una peseta sobre la mesa, se despidieron del camarero al tiempo que salían por la puerta.

Fuera, la Policía a caballo patrullaba a lo largo de toda la Rambla, evitando de este modo que los manifestantes volvieran a reagruparse. Los sicarios del Somatén instaban a los vecinos del quinto distrito para que siguiesen circulando, pues los más osados, llevados por su enfermiza curiosidad, se detenían para observar de cerca los cuerpos de las tres nuevas víctimas del pistolerismo patronal. Los cadáveres de los obreros asesinados seguían en el suelo en mitad de un charco de sangre, con la cabeza descerrajada de un certero disparo. Parte de la materia gris aparecía desperdigada por los adoquines del suelo.

A pesar de sus férreos ideales, Fernández-Luna se avergonzó de tanta indolencia.

Carbonell y Salcedo, situados en los asientos delanteros del coche, hablaban animadamente de la expectación que habían originado las veladas de boxeo, en Iris Park, entre los adversarios Frank Hoche y Auguste Robert.

Las peleas se venían sucediendo desde hacía más de un año en distintos lugares de Barcelona, desde el Frontón Condal hasta la Bohemia Modernista, pasando por la plaza de toros y el Turó Park. Y todo gracias al interés mostrado por la prensa deportiva, que después de mucho insistir consiguió el levantamiento de la prohibición. La Peña Pugilística, sus promotores, se estaban embolsando grandes cantidades de dinero debido a la afluencia masiva de curiosos que acudían al
ring
llevados por el morboso interés de ver a dos hombres romperse los dientes y las narices. Aunque, bien es cierto que solo unos pocos privilegiados estaban en condiciones de pagar el encarecido precio de las entradas. Lo que muchos desconocían era que los combates estaban amañados de antemano.

Mientras sus compañeros de profesión intercambiaban opiniones con respecto a la fuerza física de uno y otro contrincante, Fernández-Luna aprovechó la ocasión para analizar en frío el caso policial que había abandonado en Madrid: el asunto del Fantôme. Algo tramaba Eddy Arcos en la capital de España, nada bueno en todo caso. Preparaba un gran «golpe». Así se lo decía su instinto. Sin duda, lo llevaría a efecto gracias a la ayuda que recibía de su compañera sentimental, Leonor Fioravanti, una atractiva genovesa que vivía con sus padres en Argentina, a la que había conocido en una exhibición aérea llevada a cabo en el aeródromo de Villa Lugano. Debido a la relación que ambos delincuentes mantenían con la nobleza madrileña, todo eran dificultades a la hora de investigar. Fernández-Luna sabía muy bien que el general La Barrera obviaba los informes policiales que le presentaba a diario en su despacho. Su indiferencia era debida a la amistad que unía a Eddy Arcos con el actor de moda Ernesto Vilches, el cual había tenido la deferencia de presentarle a la infanta Isabel, tía del rey Alfonso XIII.

Para poder atraparle iba a necesitar pruebas fehacientes, o en su defecto, una confesión en toda regla. Llamaría a Blasco y Heredia para que lo siguiesen a todas horas, incluso de noche si hiciera falta. Sus hombres tenían órdenes precisas de detenerles a ambos en el momento que se cometiera un robo en alguno de los hoteles de Madrid, aunque solo fuera para interrogarles. Ya se le ocurriría algo mientras se formalizaba la primera audiencia con el juez.

Salcedo redujo la velocidad al ver que el tranvía se cruzaba en su camino. De forma abstraída, Fernández-Luna miró a través de la ventana. En ese mismo instante vio a Miguel Lorente entre la muchedumbre que deambulaba por la calle Tarragona, a la altura del Matadero. Estaba apoyado en una esquina, hablando con un sujeto rubio y esbelto como una torre, alguien que por su indumentaria —pañuelo anudado alrededor del cuello, chaquetón oscuro con botones dorados, camiseta azul y blanca, además de gorra ceñida hasta los ojos— debía de ser un marinero de otro país. Este último hacía aspavientos con las manos, irritado por alguna extraña razón. Miguel, que iba vestido como un auténtico
sportman
, no se dejaba amilanar. También él parecía alterado.

Los perdió de vista cuando el automóvil giró a la derecha, incorporándose en los Campos Elíseos Alfonso XIII. Trató de encontrar un motivo por el cual el cubano y aquel otro individuo estuviesen litigando en mitad de la calle como dos energúmenos, pero le fue imposible dar con la respuesta. Tal vez se tratara de una simple riña callejera, de las tantas que solían producirse entre personas de distinta nacionalidad cuando sus pensamientos, credos o costumbres no coincidían. Puede que solo se tratara de eso, de un enfrentamiento entre culturas.

Seguía pensando en ello cuando, a través de la luna delantera del vehículo, vislumbró los altos muros de la penitenciaría celular de Barcelona.

8

Debido a las austeras medidas económicas de la penitenciaría, llevadas a efecto desde que Ceferino Ródenas ocupara el cargo de director de la Modelo, los goznes solo se engrasaban una vez al año a fin de ahorrarse unas pesetas. De ahí que rechinaran cuando se abrió el portón de la celda 512.

Santini apartó sus ojos de la pared: su único pasatiempo durante los últimos tres años. Viró el rostro hacia la entrada, indiferente a todo. Vio la sombra de dos hombres apoyados en el quicio de la puerta. Se le escapó una risita sardónica, virulenta, demencial. Los había reconocido. Eran el diablo y uno de sus sicarios.

Con cuidado de no pisar las heces que el preso deponía en cualquier lugar menos en el agujero del escusado, el más corpulento de los dos entró en la celda caminando en zigzag con el fin de esquivar toda aquella inmundicia. El otro permaneció en la puerta. Cubría su nariz con un pañuelo. El hedor resultaba inaguantable.

—Escucha, Maurizio. Es posible que unos señores vengan a hacerte unas preguntas —le advirtió el tipo de robustas espaldas, deteniéndose a un metro del siciliano—. Si se te ocurre contarles alguna de tus delirantes historias me veré obligado a castigarte, ¿me oyes bien? Cien varazos no serán suficientes. —El recluso se estremeció al escuchar sus palabras. Conocía bien el cuidado que ponía el secuaz del diablo cuando se trataba de torturar a una persona—. Pero si te portas bien, y mantienes la boca cerrada, sabremos recompensar tu silencio. Ya sabes a lo que me refiero.

—Sí… sí…
capito
. Eso no se hace…
quello non si fa… quello non si fa
—repitió sistemáticamente, balanceando el cuerpo hacia delante y hacia atrás mientras negaba con la cabeza—. El diablo cuida de mí…
il diabolo é il mio amico
, Eso no se hace…
quello non si fa… non devo mangiare i miei somiglianti
.

—¡Idiota! —bramó el individuo que había quedado atrás.

Le hizo un significativo gesto a su acompañante. Este abofeteó a Santini.

—¡Mantén cerrada la boca si no quieres que te corte la lengua! —amenazó luego con voz grave—. ¡Tú estás loco! ¿Me oyes? —Aprovechando que la camisa de fuerza lo imposibilitaba de mover los brazos, lo agarró por el mentón—. Nadie te hará caso, estúpido. Por tu bien, te aconsejo que sigas mirando esa pared y que te olvides de responder ninguna pregunta.

—Sí… sí…
quello non si fa
.

El siciliano hundió la cabeza entre sus hombros, cohibido por la arenga. Se recostó de lado sobre el viejo camastro, cuya manta estaba salpicada de lamparones de orina. Después de murmurar unas palabras en voz baja, recogió sus piernas hasta conseguir que el cuerpo adquiriera la apariencia de un feto en el vientre de la madre.

Los visitantes se marcharon de nuevo, cerrando la puerta tras de sí. El eco de sus pasos, alejándose por la deprimente galería, reverberó en el cerebro del enajenado Santini.

Temía a aquella gente.

Jamás haría nada que pudiera ofenderles.

La primera impresión que tuvo, nada más entrar en la cárcel Modelo de Barcelona, fue sentir que alguien les estaba acechando. La arquitectura radial del edificio ayudaba a crear ese efecto.

La planta baja estaba destinada a las zonas administrativas. Allí se encontraban las habitaciones, el portero, los dormitorios de los guardias, las oficinas, el horno y la cocina, así como los almacenes de la ropa, la comida y otras provisiones. En el primer piso se hallaba la sala de vistas del Tribunal Superior, el Salón para la Junta Auxiliar de Cárceles y los dormitorios del director, el sacerdote, el médico y el administrador. En cuanto a las zonas dedicadas a la prisión preventiva, las galerías formaban una cruz. El panóptico, ubicado estratégicamente en el centro, servía de nexo de unión. Desde la torre de control, con tan solo girar el cuerpo 360 grados, el vigilante era capaz de divisar cada una de las puertas de las celdas, e incluso de controlar el paso de los celadores y los encarcelados de confianza que deambulaban de un lado a otro barriendo y fregando el suelo de los corredores. Su visión orbicular lo abarcaba todo. Y sin embargo, nadie lo veía a él. Los presos se sabían continuamente vigilados, lo que acentuaba el temor y contribuía al fiel cumplimiento de las normas. Porque allí, dentro de la penitenciaría, donde nadie podía escuchar los gritos desesperados de los reclusos, saltarse las reglas promovidas por la Dirección General de Prisiones suponía un terrible castigo.

Otro detalle fue el silencio: no se escuchaba ni el vuelo de una mosca; solamente, de vez en cuando, el sonido metálico de los pasadores con que se aseguraban las puertas una vez cerradas con llave. Aquel lugar, para nada civilizado o reformista, resultaba tan execrable como los delitos cometidos por sus desafortunados «huéspedes». Tanta represión devenía en una estúpida venganza social basada en el rigor y la disciplina. Era fácil adivinar cierta mordacidad punitiva del poder en cada una de las galerías, en los angostos «galápagos» y en las celdas de ínfimas dimensiones.

Un ligero escalofrío recorrió la espalda de Fernández-Luna mientras caminaba por el gélido corredor de la cárcel en compañía de sus colegas. Los acompañaba Honorato Pellicer, teniente de la Guardia Civil, a la sazón oficial de prisiones y jefe de los guardianes y celadores, el cual les fue poniendo al corriente de las normas disciplinarias de la penitenciaría.

—La gran mayoría de los reclusos que cumplen condena en la celular son peligrosos criminales que han optado por incumplir las leyes de nuestra sociedad, estableciendo de forma anárquica el terror en las calles de Barcelona y en los hogares de la gente honrada. —Cada vez que abría la boca para hablar, los huesos maxilares se le acentuaban en los pómulos—. La indulgencia no es la mejor fórmula para que estos miserables se regeneren. Se lo digo yo, que los conozco bien. —Se aclaró la garganta, antes de continuar—: Aquí se les instruye en la rigurosidad y en la penitencia. El aislamiento no solo les ayuda a comprender las terribles consecuencias de sus actos, hemos de inculcar en ellos el sentimiento cristiano haciéndoles partícipes de los actos religiosos oficiados a diario por fray Agustín, el capellán, cuya lucha reside en erradicar el pecado y la blasfemia en el interior de la cárcel. —Después de haber dejado atrás las habitaciones de los funcionarios de guardia, se detuvo frente al despacho del director. De manera ampulosa, terminó diciendo—: Este es el programa que hemos de mantener para la absoluta corrección de su naturaleza delictiva.

Golpeó la puerta con los nudillos de la mano derecha.

—¡Adelante! —se oyó una voz recia al otro lado.

Pellicer entró después de recibir el beneplácito del director. Se echó a un lado para que pudiesen entrar los miembros de la Brigada de Investigación Criminal. Fernández-Luna se quitó el bombín de la cabeza, sujetándolo con la misma mano que aferraba el bastón. Sus compañeros lo imitaron. El oficial de prisiones, finalizado su trabajo, se retiró discretamente cerrando la puerta al salir.

—Buenos días, caballeros —les dijo Ródenas, poniéndose en pie—. Agradezco el interés que demuestra la Policía al hacernos una nueva visita. Espero que pronto se esclarezca la verdad de lo ocurrido —determinó de un modo preciso—. Por desgracia, tras la fuga del recluso la prensa se ha cebado con la noticia. El semanario satírico, republicano y anticlerical,
L'Esquella de la Torratxa
, dice de mí que soy un inútil… un sandio. —Torció el gesto, con evidente enojo—. Ya me gustaría a mí verlos en la delicada posición en la que me encuentro. —Haciendo un esfuerzo por sonreír, les indicó la pareja de butacones dispuestos ante la mesa de caoba donde se apreciaba un maremágnum de papeles en completo desorden—. Pero, por favor… siéntense.

Los agentes de la BIC aceptaron la invitación. Una vez que se hubo acomodado, Fernández-Luna analizó en profundidad las facciones del director. Tenía la impresión de haber visto antes ese rostro.

Ródenas rondaba los cuarenta años de edad. Iba vestido con elegancia. Su cabello de color negro, peinado con estilo hacia atrás, comenzaba a canear por ambos lados. Poseía un tono de voz grave, pero hablaba de forma segura y calmada, sin prisas. Sus ojos eran especialmente expresivos, como si se comunicara con los demás a través de ellos. Su comportamiento resultaba ejemplar, arquetípico. No parecía esconder ningún secreto. Y sin embargo, había algo en él que no terminaba de gustarle. Tal vez estuviese equivocado y aquel individuo, en verdad, fuera una persona anodina y superficial deseosa de recobrar su prestigio, arrastrado por los suelos desde que el Gran Kaspar conjurara al genio de la magia y desapareciera misteriosamente de su celda.

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