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Authors: Diana Wynne Jones

Tags: #Fantasia, Infantil y juventil, Aventuras

El Castillo en el Aire (10 page)

BOOK: El Castillo en el Aire
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—Sí, bueno, ya es un nuevo día, oh, malva magnificencia, y yo soy tu nuevo dueño —dijo Abdullah—. Y mi deseo es simple. Deseo que desaparezcan estas cadenas.

—Qué modo de malgastar un deseo —dijo el genio irrespetuosamente, y menguó con rapidez, introduciéndose de nuevo en la botella. Abdullah iba a protestar que, por trivial que pareciese el deseo a los ojos del genio, estar sin cadenas era importante para él, cuando advirtió que podía moverse libremente y sin más ruidos. Miró hacia abajo y vio que las cadenas se habían desvanecido.

Colocó cuidadosamente el corcho de vuelta en la botella y se levantó. Estaba terriblemente entumecido. Para poder moverse, se obligó a pensar en una flota de soldados montados en camellos que corrían a toda velocidad, acercándose al oasis, y en lo que le pasaría si los bandidos dormidos se despertasen y lo encontrasen allí de pie, sin sus cadenas. Aquello le hizo moverse. Se tambaleó como un viejo y se dirigió a la mesa del banquete. Muy cuidadosamente, para no despertar a un grupo de bandidos que dormía con la cara pegada al mantel, recogió comida y la puso en una servilleta. Tomó un frasco de vino y se lo ató al cinturón, junto con la botella del genio, usando otro par de servilletas. Luego cogió una última servilleta para cubrirse la cabeza en caso de insolación (los viajantes le habían contado que este era uno de los peligros del desierto) y se marchó cojeando, tan rápidamente como pudo, fuera del oasis, en línea recta hacia el norte.

Conforme caminaba, el entumecimiento fue desapareciendo. Caminar se volvió casi placentero y, durante la primera mitad de la mañana, Abdullah se alejó con determinación, dando grandes zancadas, pensando en Flor-en-la-noche, comiendo suculentos pasteles de carne y bebiendo tragos del frasco de vino mientras caminaba. La segunda mitad de la mañana no fue tan buena. El sol colgaba sobre su cabeza. El cielo se puso de un blanco brillante y todo destellaba. Abdullah deseó haber tirado el vino y haber rellenado el frasco en el estanque embarrado. El vino no ayudaba con la sed, de hecho la empeoraba. Mojó de vino la servilleta y se la colocó en la nuca, pero se secó rápidamente. A mediodía pensó que iba a morir. El desierto oscilaba frente a sus ojos, y la potente y deslumbrante luz le hacía daño. Se Sentía como una brasa humana.

—¡Parece que el destino ha decretado que todas mis fantasías se hagan realidad! —gruñó.

Hasta ese momento, creía que se había imaginado su huida del bandido Kabul Aqba con todo detalle, pero ahora sabía lo poco que se había acercado en su mente a lo horrible que es caminar bajo un calor chillón, siempre a punto del desplome, con el sudor metiéndose en los ojos. No había llegado a imaginar el modo en que la arena consigue colarse por todos lados, incluyendo la boca. Ni había tenido en cuenta en sus sueños la dificultad de guiarse por el sol cuando el sol se halla justo sobre la cabeza. El diminuto charco de sombra bajo sus pies no le servía de guía para orientarse. Continuamente tenía que girarse para mirar hacia atrás y comprobar que la línea de sus huellas era recta. Lo cual le preocupaba porque era tiempo perdido.

Tiempo perdido o no, al final se vio forzado a detenerse a descansar, agachándose en un hueco de las arenas en donde había un pequeño trozo de sombra. Se sentía como un pedazo de carne en la parrilla de carbón de Jamal. Mojó la servilleta con el vino y la estrujó sobre su cabeza, viendo cómo sus mejores ropas se llenaban de manchas rojas. Lo único que le convencía de que no iba a morir era la profecía de Flor-en-la-noche. Si el destino había decretado que ella y él se casarían, era seguro que sobreviviría, puesto que no se habían casado todavía. Después pensó en su propia profecía, la que había puesto por escrito su padre. Puede que tuviese más de un significado. De hecho, podría haberse hecho realidad ya, pues, ¿no se había alzado sobre todos los demás hombres de la tierra volando en la alfombra mágica? O quizá se refería a la estaca de veinte metros.

Este pensamiento lo obligó a levantarse y ponerse de nuevo a caminar.

La tarde fue todavía peor. Abdullah era joven y delgado, pero la vida de un mercader de alfombras no incluye largos paseos. Le dolía todo, desde los talones a la punta de la cabeza (sin olvidar los dedos de los pies, que parecían estar en carne viva). Además, una de sus botas le hacía rozaduras con el monedero. Sus piernas estaban tan cansadas que apenas podía moverlas. Pero sabía que tenía que poner el horizonte entre él y el oasis antes de que los bandidos empezaran a buscarlo o apareciese la flota de camellos. Puesto que no estaba seguro de lo lejos que estaba el horizonte, siguió adelante.

Al atardecer, todo lo que le hacía continuar era el convencimiento de que vería a Flor-en-la-noche por la mañana. Ese sería el siguiente deseo que le pediría al genio. Aparte de eso, hizo voto de dejar de beber vino y juró no volver a ver un grano de arena.

Cuando cayó la noche, se desplomó en un banco de arena y se durmió.

Al amanecer, sus dientes rechinaban y no podía dejar de pensar en la congelación. El desierto era tan frío de noche como caliente de día. Aun así, Abdullah sabía que sus problemas casi habían acabado. Se sentó en la parte más cálida del banco de arena, mirando el dorado arrobamiento del amanecer en el este, y se reanimó con los restos que le quedaban de comida y el trago final del odioso vino. Sus dientes dejaron de rechinar, pero su boca sabía como si perteneciera al perro de Jamal.

Ahora. Sonriendo anticipadamente, Abdullah quitó con cuidado el corcho de la botella del genio.

El humo malva brotó y se desenrolló hacia arriba hasta formar la antipática forma del genio.

—¿De qué te ríes? —preguntó la voz tenebrosa.

—Mi deseo, oh, amatista entre los genios, de colores más bellos que los de los pensamientos... —respondió Abdullah—. Que las violetas perfumen tu aliento. Deseo que me transportes al lado de mi prometida, Flor-en-la-noche.

—Así que eso... —El genio se cruzó de brazos y se volvió a mirar en todas las direcciones, lo que, para fascinación de Abdullah, transformó en un nítido sacacorchos la parte de él que lo unía a la botella—. ¿Dónde está esa joven? —dijo con irritación el genio, mirando cara a cara a Abdullah de nuevo—. Parece que no puedo localizarla.

—Fue raptada de noche por un demonio en el jardín del palacio del sultán de Zanzib —expuso Abdullah.

—Eso lo explica —dijo el genio—. No puedo concederte tu deseo. Ella no está en la Tierra.

—Entonces estará en el reino de los demonios —añadió ansiosamente—. Seguramente tú, oh, príncipe púrpura entre los genios, conoces ese reino como la palma de tu mano.

—Eso muestra lo poco que sabes —dijo—. Todo genio confinado en una botella es excluido de los reinos de los espíritus. Si tu chica está en uno de ellos, yo no te puedo llevar. Te aconsejo que pongas el corcho en mi botella y sigas tu camino. Una buena tropa de camellos está llegando por el sur.

Abdullah subió de un salto a la cima del banco de arena. Efectivamente, allí estaba la temida fila de camellos, acercándose a velocidad constante, con grandes zancadas. Si bien, en la distancia, los jinetes sólo eran visibles como sombras de color índigo, podía jurar que iban armados hasta los dientes.

—¿Lo ves? —dijo el genio, inflándose hasta alcanzar la altura a la que estaba Abdullah—. Tal vez se confundan de camino y no te encuentren, pero lo dudo. —La idea le satisfacía claramente.

—Deprisa, debes concederme otro deseo —dijo Abdullah.

—Oh, no —dijo—. Un deseo al día. Tú ya has pedido uno.

—Es cierto, lo he hecho, oh, esplendor de los vapores de lilas —aceptó Abdullah con la rapidez de la desesperación—. Pero no has sido capaz de realizarlo. Y los términos, como escuché claramente cuando te referiste a ellos en primer lugar, eran que estás forzado a conceder un deseo diario a tu dueño. Y hoy no lo has hecho todavía.

—¡Que el cielo me asista! —dijo el genio disgustado—. El joven es un picapleitos.

—¡Naturalmente que lo soy! —dijo Abdullah algo acalorado—. Soy ciudadano de Zanzib, donde cada niño aprende a defender sus derechos puesto que nadie los defenderá por él. Y yo denuncio que hoy aún no me has concedido un deseo.

—Una objeción —dijo el genio balanceándose graciosamente por detrás de él con los brazos cruzados—. Sí ha habido un deseo.

—Pero no se ha concedido —dijo Abdullah.

—Yo no tengo la culpa de que pidas cosas imposibles —dijo el genio—, hay un millón de chicas maravillosas que podría traerte en lugar de esa. Si te gusta el pelo verde podrías tener una sirena. ¿O no sabes nadar?

La veloz línea de camellos estaba ahora mucho más cerca. Abdullah dijo rápidamente:

—Piensa, oh, rojiza perla de magia, y suaviza tu corazón. Seguramente, los soldados que se acercan me arrebatarán tu botella. Si te llevan de vuelta al sultán, él te forzará a realizar poderosas hazañas cada día, haciendo que le lleves batallones y armas y que conquistes agotadoramente a todos sus enemigos. Por otra parte, si te guardan para ellos mismos, y puede que lo hagan puesto que no todos los soldados son suficientemente honestos, pasarás de mano en mano y te pondrán a conceder deseos a diario, uno por cada hombre del escuadrón. Sea como sea, tendrás que trabajar mucho más duro que si lo haces para mí, que sólo quiero algo muy pequeño.

—¡Qué elocuencia! —dijo el genio—. Aunque lo cierto es que tienes razón. Pero ¿has pensado las oportunidades de sembrar el caos que me darán el sultán o sus soldados?

—¿Caos? —preguntó Abdullah con los ojos ansiosamente ocupados en los veloces camellos.

—Nunca dije que mis deseos tuvieran que hacer ningún bien —contestó el genio—; de hecho, juro que siempre harán el mayor daño posible. Los bandidos, por ejemplo, van ahora camino de la prisión, o de algo peor, por haberle robado la fiesta al sultán. Los soldados los capturaron anoche.

—Me causas mayor trastorno a mí por no concederme un deseo y, al contrario que los bandidos, yo no merezco eso.

—Considérate desafortunado —dijo el genio—. Ya somos dos. Tampoco yo merezco estar encerrado en esta botella.

Los jinetes se habían acercado ahora lo suficiente como para ver a Abdullah, que podía escuchar disparos en la distancia y ver armas desenfundadas.

—Concédeme entonces el deseo de mañana —dijo con urgencia.

—Esa podría ser la solución —convino el genio para sorpresa de Abdullah—. ¿Qué deseo, pues?

—Transpórtame junto a la persona más cercana que pueda ayudarme a encontrar a Flor-en-la-noche —contestó Abdullah, y descendió corriendo el banco de arena y alzó la botella—. Deprisa —dijo al genio que ahora ondulaba sobre él.

El genio parecía un poco confundido.

—Esto resulta enojoso —dijo el genio—. Normalmente, mis poderes de adivinación son excelentes, pero lo que veo no tiene ni pies ni cabeza.

No demasiado lejos de donde estaban, una bala hizo un surco en la arena. Abdullah corrió, llevando al genio como la vasta llama ondulante de una vela malva.

—Sólo llévame junto a esa persona —gritó.

—Supongo que será lo mejor —dijo el genio—. Quizá tú puedes darle algo de sentido a todo esto.

La tierra parecía dar vueltas bajo los veloces pies de Abdullah. De pronto, parecía estar dando inmensas zancadas a través de tierras que se arremolinaban delante de él, ansiosas por encontrarle. Aunque la combinación de sus pies vertiginosos con el mundo que giraba lo convertía todo en un borrón (a excepción del genio, que se bamboleaba plácidamente en su mano, fuera de la botella), Abdullah supo que los veloces camellos se quedarían atrás al instante. Sonrió y siguió dando zancadas, sintiéndose tan plácido como el genio, regocijándose en el aire frío. Durante bastante tiempo le pareció correr al galope. Después, todo paró.

Abdullah estaba de pie en el campo, en medio de un camino, recobrando el aliento. Le llevó un tiempo acostumbrarse a este nuevo lugar. Era frío, como la primavera de Zanzib, y la luz era diferente. Aunque el sol brillaba radiantemente en un cielo azul, la luz que producía era más débil y más triste que aquella a la que estaba acostumbrado Abdullah. Quizá esto era debido a la gran cantidad de árboles frondosos que se alineaban en el camino y que derramaban una cambiante sombra verde sobre todas las cosas. O podía deberse a la hierba verde que crecía en los márgenes. Abdullah esperó a que sus ojos se acostumbraran y después buscó en derredor a la persona que supuestamente le ayudaría a encontrar a Flor-en-la-noche.

Todo cuanto podía ver era lo que parecía ser una fonda en una curva del camino, situada entre los árboles. A Abdullah le dio la impresión de que era un lugar espantoso. Era de madera enlucida con yeso blanco, como la más pobre de las moradas de Zanzib, y parecía que sus dueños sólo habían podido permitirse un tejado de hierba muy compactada. Alguien había tratado de embellecer el lugar plantando flores amarillas y rojas cerca de la carretera. El cartel de la fonda, que se balanceaba en un poste clavado entre las flores, era el intento de pintar un león por parte de un mal artista.

Ahora que finalmente había llegado, Abdullah miró la botella del genio con la intención de ponerle de nuevo el corcho. Pero se disgustó al descubrir que parecía haberlo tirado, quizá en el desierto o durante el viaje. «Oh, bueno», pensó. Levantó la botella a la altura de su rostro.

—¿Dónde está la persona que puede ayudarme a encontrar a Flor-en-la-noche? —preguntó.

Un rastro de vapor, que parecía mucho más azul que antes a la luz de esta extraña tierra, humeó de la botella.

—Dormido en un banco frente al León Rojo —susurró irritado, y se volvió a meter en la botella. La profunda voz del genio venía de su interior—: Me interesa. Brilla con deshonestidad.

En el que Abdullah se encuentra con un viejo soldado

Abdullah caminó hacia la fonda. Cuando llegó, comprobó que realmente alguien dormitaba en uno de los asientos de madera situados fuera del lugar. También había mesas, lo que sugería que, además, se servían comidas. Abdullah se deslizó hasta un asiento y miró dubitativamente al hombre dormido.

Parecía un auténtico rufián. Ni en Zanzib, ni cuando estuvo entre los bandidos, había visto Abdullah jamás tales marcas de deshonestidad como las que tenía la cara tostada de aquel hombre. De primeras, el enorme morral que había en el suelo junto a él hizo pensar a Abdullah que, quizá, se dedicaba a hacer chapuzas; pero estaba bien afeitado y, aparte de este, los únicos hombres que Abdullah había visto sin barba ni bigote eran los soldados del norte, los mercenarios del sultán. Tal vez se trataba de un mercenario. Sus ropas parecían los restos ajados de una especie de uniforme, y llevaba el pelo trenzado sobre su espalda, a la manera de los soldados del sultán. Una moda que los hombres de Zanzib encontraban bastante desagradable, pues se rumoreaba que los soldados nunca deshacían ni lavaban su trenza. Y a la vista de esta trenza, caída sobre el respaldo de la silla donde dormía, Abdullah podía creer que era cierto. Pero no era sólo la trenza, no había nada limpio en él. Aun así, se le veía fuerte y sano, si bien no era joven. Su pelo bajo la suciedad era de color gris hierro.

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