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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (95 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Ahora, veamos, joven, confesaos…

—¿A quién?

—A vuestro padre; decidle algo acerca del estado de vuestro bolsillo.

—¡Ah!, ¡diablo!, tocáis la cuerda sensible.

—¿Oís, mayor? —dijo Montecristo.

—Desde luego, señor.

—Sí; ¿pero comprendéis?

—A las mil maravillas.

—Vuestro querido hijo dice que necesita dinero.

—¿Qué queréis que yo le haga?

—Pues, sencillamente, que se lo deis.

—¿Yo?

—Vos.

Montecristo se colocó entre sus dos interlocutores.

—Tomad —dijo a Andrés deslizándole en la mano un paquete de billetes de Banco.

—¿Qué es esto?

—La respuesta de vuestro padre.

—¿De mi padre?

—Sí. ¿No decíais que necesitabais dinero?

—Sí. ¿Y bien?

—¡Y bien!, me encarga os entregue esto.

—¿A cuenta de mi renta?

—No; para vuestros gastos de instalación.

—¡Oh, querido padre!

—Silencio —dijo Montecristo—, ya lo veis, no quiere que diga que esto viene de su mano.

—Estimo infinitamente esa delicadeza —dijo Andrés, metiendo sus billetes de Banco en el bolsillo del pantalón.

—Está bien —dijo Montecristo—, ahora podéis retiraros.

—¿Y cuándo tendremos el honor de volver a ver al señor conde? —preguntó Cavalcanti.

—¡Ah, sí! —inquirió Andrés—, ¿cuándo tendremos ese honor?

—Si queréis…, el sábado, sí…, eso es…, el sábado. Doy una comida en mi casa de Auteuil, calle de la Fontaine, número 25, a muchas personas, y entre otras al señor Danglars, vuestro banquero; os presentaré a él, es necesario que os conozca a los dos para entregaros después el dinero…

—¿De gran etiqueta…? —preguntó a media voz el mayor.

—¡Psch…! Sí. Uniforme, cruces, calzón corto.

—¿Y yo? —preguntó Andrés.

—¡Oh!, vos, vestido con sencillez, pantalón negro, botas de charol, chaleco blanco, frac negro o azul, corbata larga; dirigíos a Blin o a Veronique para vestiros. Si no sabéis las señas de su casa, Bautista os las dará. Cuantas menos pretensiones afectéis en vuestro traje, siendo rico como sois, mejor efecto causará. Si compráis caballos, tomadlos en casa de Dereux; si compráis tílburi, id a casa de Bautista.

—¿A qué hora podremos presentarnos? —preguntó el joven.

—A eso de las seis y media.

—Está bien, no dejaremos de ir —dijo el mayor tomando su sombrero.

Los dos Cavalcanti saludaron al conde y salieron.

El conde se acercó a la ventana y los vio atravesar el patio cogidos del brazo.

—En verdad —dijo—, los dos Cavalcanti… son de los mayores miserables que he conocido… ¡Lástima que no sean padre a hijo…!

Y tras un instante de sombría reflexión, exclamó:

—Vamos a casa de Morrel. ¡Oh!, la repugnancia y el asco me afectan doblemente que el odio.

Capítulo
IV
La Pradera cercada

P
ermítanos el lector que le conduzcamos a la pradera próxima a la casa del señor de Villefort, y detrás de la valla rodeada de castaños, encontraremos algunas personas conocidas.

Maximiliano había llegado esta vez el primero. También esta vez fue él quien se asomaba a las rendijas de las tablas, quien acechaba en lo profundo del jardín una sombra entre los árboles y el crujir de un borceguí sobre la arena.

Por fin oyó el tan deseado crujido, y en lugar de una sombra, fueron dos las que se acercaron. La tardanza de Valentina había sido ocasionada por la señora Danglars y Eugenia, visita que se había prolongado más de la hora en que era esperada Valentina. Entonces, para no faltar a su cita, la joven propuso a la señorita Danglars un paseo por el jardín, con la intención de mostrar a Maximiliano que su tardanza no había sido culpa suya.

El joven lo comprendió todo al punto, con esa rapidez de penetración particular a los amantes, y su corazón fue aliviado de un gran peso. Por otra parte, sin acercarse mucho, Valentina dirigió su paseo de modo que Maximiliano pudiese verla pasar, una y otra vez; y cada vez que lo hacía, una mirada hacia la valla, que pasó inadvertida a su compañera, pero captada por el joven, le decía:

—Tened un poco más de paciencia, amigo, bien veis que no es culpa mía.

Y Maximiliano, en efecto, tenía paciencia, admirando el contraste que había entre las dos jóvenes, entre aquella rubia de ojos lánguidos y de cuerpo esbelto como un hermoso sauce, y aquella morena de mirada altanera y cuerpo erguido como un álamo: además, en esta comparación entre dos naturalezas tan opuestas, toda la ventaja, en el corazón del joven por lo menos, estaba por Valentina.

Por fin, al cabo de media hora larga de paseo, las dos jóvenes se alejaron. Maximiliano comprendió que la visita de la señorita Danglars iba a terminarse.

En efecto, pocos momentos después se presentó sola Valentina, que, temiendo que la espiase alguna mirada indiscreta, andaba lentamente, y en lugar de dirigirse a la valla, fue a sentarse en un banco, después de haber mirado con naturalidad cada calle de árboles.

Tomadas estas precauciones, corrió a la valla.

—Buenos días, Valentina —dijo una voz.

—Buenos días, Maximiliano; os he hecho esperar, ¿pero habéis visto la causa?

—Sí, he reconocido a la señorita Danglars; ignoraba que estuvierais tan relacionada con esa joven.

—¿Quién os ha dicho que fuésemos muy amigas, Maximiliano?

—Nadie; pero me lo ha parecido así, por el modo con que le dabais el brazo y con que hablabais; parecíais dos compañeras de colegio confesándose mutuamente sus secretos.

—Es cierto, nos confesábamos nuestros secretos —dijo Valentina—; ella me decía su repugnancia por su casamiento con el señor de Morcef, y yo que miraba como una desgracia el casarme con el señor Franz d’Epinay.

—¡Querida Valentina!

—Por esto, amigo mío —continuó la joven—, habéis visto esa especie de intimidad entre Eugenia y yo; porque al hablarle yo del hombre que no puedo amar, pensaba en el que amo.

—Cuán buena sois en todo, y poseéis lo que la señorita Danglars no tendrá jamás; ese encanto indefinible que es en la mujer lo que el perfume en la flor, lo que el sabor en la fruta; porque no todo en una flor es el ser bonita, ni en una fruta el ser hermosa.

—El amor que me profesáis es el que os hace ver las cosas de ese modo, Maximiliano.

—No, Valentina; os lo juro. Mirad, os estaba mirando a las dos hace poco, y os juro por mi honor, que haciendo justicia también a la belleza de la señorita Danglars, no concebía cómo un hombre pudiera enamorarse de ella.

—Es que como vos decíais, Maximiliano, yo estaba allí y mi presencia os hacía ser injusto.

—No; pero, decidme…, respondedme a una pregunta que proviene de ciertas ideas que yo tenía respecto a la señora Danglars.

—¡Oh!, injustas, desde luego, lo digo sin saberlo. Cuando nos juzgáis a nosotras, pobres mujeres, no debemos esperar ninguna indulgencia.

—¡Como si las mujeres fueseis muy justas las unas con las otras!

—Porque casi siempre hay pasión en nuestros juicios. Pero volvamos a vuestra pregunta.

—¿La señorita Danglars ama a otro, y por eso teme su casamiento con el señor de Morcef?

—Maximiliano, ya os he dicho que yo no era amiga de Eugenia.

—¡Oh!, pero sin ser amigas, las jóvenes se confían sus secretos, convenid en que le habéis hecho algunas preguntas sobre ello! ¡Ah!, os veo sonreír.

—Si es así, Maximiliano, no vale la pena de tener entre nosotros esta separación…

—Veamos, ¿qué os ha dicho?

—Me ha dicho que no amaba a nadie —dijo Valentina—; que tenía horror al matrimonio; que su mayor alegría hubiera sido llevar una vida libre e independiente, y que casi deseaba que su padre perdiese su fortuna para hacerse artista como su amiga la señorita Luisa de Armilly.

—¡Ah…!, ya comprendo.

—¡Y bien…!, ¿qué prueba esto? —inquirió Valentina.

—Nada —dijo Maximiliano sonriendo.

—Entonces —preguntó Valentina—, ¿por qué sois ahora vos quien se sonríe?

—¡Ah! —dijo Maximiliano—, tampoco a vos se os escapa detalle, Valentina.

—¿Queréis que me aleje?

—¡Oh!, no, no; pero volvamos a vos.

—¡Ah!, sí, es verdad, porque apenas tenemos diez minutos para pasar juntos.

—¡Dios mío! —exclamó Maximiliano consternado.

—Sí, Maximiliano, tenéis razón —dijo con melancolía Valentina—; y en mí tenéis una pobre amiga. ¡Qué vida os hago llevar, pobre Maximiliano, a vos, tan digno de ser feliz! Bien me lo echo en cara, creedme.

—Y bien, ¿qué os importa, Valentina, si yo me considero feliz así? Si este esperar eterno me parece pagado con cinco minutos de poder veros, con dos palabras de vuestra boca, y con esa convicción profunda, eterna, de que Dios no ha creado dos corazones tan en armonía como los nuestros, y que no los ha reunido milagrosamente, sobre todo, para separarlos.

—Bien, gracias, esperad por los dos, Maximiliano, siempre es esto una felicidad.

—¿Por qué me dejáis hoy tan pronto, Valentina?

—No sé; la señora de Villefort me ha suplicado que vaya a su habitación para decirme algo, de lo cual depende mi suerte. ¡Oh! ¡Dios mío!, que se apoderen de mis bienes, yo soy bastante rica, y después que me dejen tranquila y libre: vos me amaréis también aunque sea pobre, ¿no es cierto, Morrel?

—Yo os amaré siempre, sí: ¿qué me importa la riqueza o la pobreza, si mi Valentina no se ha de apartar de mi lado? ¿Pero no teméis que vayan a comunicaros algo concerniente a vuestro casamiento?

—No lo creo.

—Sin embargo, escuchadme, Valentina, y no os asustéis, porque mientras viva no seré jamás de otra mujer.

—¿Creéis tranquilizarme diciéndome eso, Maximiliano?

—Perdonad, tenéis razón. ¡Pues bien!, quería decir que el otro día encontré al señor de Morcef.

—¿Y qué?

—El señor Franz es su amigo, como vos sabéis.

—Sí, bien, ¿qué queréis decir con ello?

—Pues…, que ha recibido una carta de Franz en la que le anuncia su próximo regreso.

Valentina palideció, y tuvo que apoyarse en la valla.

—¡Ah! ¡Dios mío! —dijo—, ¡si así fuese!, pero no, porque entonces no sería la señorita de Villefort la que me habría avisado.

—¿Por qué?

—Porque… no sé…, pero me parece que a la señora de Villefort, sin oponerse a él francamente, no le agrada este casamiento.

—¡Oh!, voy a adorar a la señora de Villefort en lo sucesivo.

—¡Oh!, esperad, Maximiliano —dijo Valentina con triste sonrisa.

—En fin, si ve con malos ojos esa boda, aunque no fuera más que por desbaratarlo, admitiría tal vez alguna otra proposición.

—No lo creáis, Maximiliano; no son los maridos lo que rechaza la señora de Villefort, es el casamiento.

—¡Cómo!, ¡el casamiento! Si tanto detesta el casamiento, ¿por qué se ha casado?

—No me entendéis, Maximiliano; cuando hace un año hablé de retirarme a un convento, a pesar de las observaciones que me hizo antes, ella había adoptado mi proposición con gozo, mi padre también lo hubiera consentido, estoy segura: sólo mi abuelo fue el que me detuvo. No podéis figuraros, Maximiliano, qué expresión hay en los ojos de ese pobre anciano, que a nadie ama en el mundo sino a mí; y que Dios me perdone, si es una blasfemia, tampoco es amado de nadie más que de mí. ¡Si vierais cómo me miró cuando supo mi resolución, cuántas quejas había en aquella mirada, y cuánta desesperación en aquellas lágrimas que rodaban por sus inmóviles mejillas! ¡Ah!, Maximiliano, entonces experimenté una especie de remordimiento, me arrojé a sus pies gritando: ¡perdón, perdón, padre mío!, harán de mí lo que quieran, pero no me separaré de vos. Levantó entonces los ojos al cielo; Maximiliano, mucho puedo sufrir, pero aquella mirada de mi abuelo me ha pagado con creces por todos mis sufrimientos.

—¡Querida Valentina!, sois un ángel, y en verdad, no sé cómo he merecido la confianza que me dispensáis. Pero, en fin, veamos; ¿qué interés tiene la señora de Villefort en que no os caséis?

—¿No habéis oído hace poco que os dije que yo era rica, muy rica? Tengo por mi madre 50.000 libras de renta; mi abuelo y mi abuela, el marqués y la marquesa de Saint-Merán, deben dejarme otro tanto. El señor Noirtier tiene al menos intenciones visibles de hacerme su única heredera. De esto resulta que, comparado conmigo, mi hermano Eduardo, que no espera ninguna fortuna de parte de su madre, es pobre. Ahora bien, la señora de Villefort ama a este niño con locura, y si yo me hubiese hecho religiosa, toda mi fortuna recaía en su hijo.

—¡Oh!, ¡qué extraña es esa codicia en una mujer joven y hermosa!

—Habéis de daros cuenta que no es por ella, Maximiliano, sino por su hijo, y que lo que le censuráis como un defecto, es casi una virtud, mirado bajo el punto de vista del amor maternal.

—Pero, veamos —dijo Morrel—, ¿y si vos dejaseis gran parte de vuestra fortuna a vuestro hermano?

—¿Pero cómo se hace tal proposición, y sobre todo a una mujer que tiene sin cesar en los labios la palabra desinterés?

—Valentina, mi amor ha permanecido sagrado siempre, y como todo lo sagrado, yo lo he cubierto con el velo de mi respeto, lo he encerrado en mi corazón; nadie en el mundo lo sospecha, ni siquiera mi hermana. ¿Me permitís confíe a un amigo este amor que no he confiado a nadie en el mundo?

Valentina se estremeció.

—¿A un amigo? —dijo—. Oh, ¡Dios mío! ¡Maximiliano, me estremezco sólo al oíros hablar así! ¡A un amigo! ¿Y quién es ese amigo?

—¿No habéis experimentado alguna vez por alguna persona una de esas simpatías irresistibles, que hacen que aunque la veis por primera vez, creáis conocerla después de mucho tiempo, y os preguntéis a vos misma dónde y cuándo la habéis visto, tanto que, no pudiendo acordaros del lugar ni del tiempo, lleguéis a creer que fue en un mundo anterior al nuestro, y que esta simpatía no es más que un recuerdo que se despierta?

—Sí, ¡oh!, sí.

—¡Pues bien!, eso fue lo que yo experimenté la primera vez que vi a ese hombre extraordinario.

—¿Un hombre extraordinario?

—Sí.

—¿Le conocéis desde hace mucho tiempo?

—Apenas hará unos ocho días.

—¿Y llamáis amigo vuestro a una relación de sólo ocho días? ¡Oh!, Maximiliano, os creía más avaro de ese hermoso nombre de amigo.

—Tenéis razón, Valentina; pero, decid lo que queráis, nada me hará cambiar este sentimiento instintivo. Yo creo que este hombre ha de intervenir en todo lo bueno que envuelva mi porvenir, que parece leer su mirada profunda y su poderosa mano dirigir.

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