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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #narrativa

El coronel no tiene quien le escriba (7 page)

BOOK: El coronel no tiene quien le escriba
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Hizo una corta siesta. Cuando se incorporó, el coronel estaba sentado en el patio.

—Y ahora qué haces —preguntó ella.

—Estoy pensando ——dijo el coronel.

—Entonces está resuelto el problema. Ya se podrá contar con esa plata dentro de cincuenta años.

Pero en realidad el coronel había decidido vender el gallo esa misma tarde. Pensó en don Sabas, solo en su oficina, preparándose frente al ventilador eléctrico para la inyección diaria. Tenía previstas sus respuestas.

—Lleva el gallo —le recomendó su mujer al salir—. La cara del santo hace el milagro.

El coronel se opuso. Ella lo persiguió hasta la puerta de la calle con una desesperante ansiedad.

—No importa que esté la tropa en su oficina —dijo—. Lo agarras por el brazo y no lo dejas moverse hasta que no te dé los novecientos pesos.

Van a creer que estamos preparando un asalto.

Ella no le hizo caso.

—Acuérdate que tú eres el dueño del gallo —insistió—. Acuérdate que eres tú quien va a hacerle el favor.

—Bueno.

Don Sabas estaba con el médico en el dormitorio. «Aprovéchelo ahora, compadre», le dijo su esposa al coronel. «El doctor lo está preparando para viajar a la finca y no vuelve hasta el jueves.» El coronel se debatió entre dos fuerzas contrarias: a pesar de su determinación de vender el gallo quiso haber llegado una hora más tarde para no encontrar a don Sabas.

—Puedo esperar —dijo.

Pero la mujer insistió. Lo condujo al dormitorio donde estaba su marido sentado en la cama tronal, en calzoncillos, fijos en el médico los ojos sin color. El coronel esperó hasta cuando el médico calentó el tubo de vidrio con la orina del paciente, olfateó el vapor e hizo a don Sabas un signo aprobatorio.

—Habrá que fusilarlo —dijo el médico dirigiéndose al coronel—. La diabetes es demasiado lenta para acabar con los ricos.

«Ya usted ha hecho lo posible con sus malditas inyecciones de insulina», dijo don Sabas, y dio un salto sobre sus nalgas fláccidas. «Pero yo soy un clavo duro de morder.» Y luego, hacia el coronel:

—Adelante, compadre. Cuando salí a buscarlo esta tarde no encontré ni el sombrero.

—No lo uso para no tener que quitármelo delante de nadie.

Don Sabas empezó a vestirse. El médico se metió en el bolsillo del saco un tubo de cristal con una muestra de sangre. Luego puso orden en el maletín. El coronel pensó que se disponía a despedirse.

Yo en su lugar le pasaría a mi compadre una cuenta de cien mil pesos, doctor —dijo—. Así no estará tan ocupado.

Ya le he propuesto el negocio, pero con un millón —dijo el médico—. La pobreza es el mejor remedio contra la diabetes.

«Gracias por la receta», dijo don Sabas tratando de meter su vientre voluminoso en los pantalones de montar. «Pero no la acepto para evitarle a usted la calamidad de ser rico.» El médico vio sus propios dientes reflejados en la cerradura niquelada del maletín. Miró su reloj sin manifestar impaciencia. En el momento de ponerse las botas don Sabas se dirigió al coronel intempestivamente.

—Bueno, compadre, qué es lo que pasa con el gallo.

El coronel se dio cuenta de que también el médico estaba pendiente de su respuesta. Apretó los dientes.

—Nada, compadre —murmuró—. Que vengo a vendérselo.

Don Sabas acabó de ponerse las botas.

—Muy bien, compadre —dijo sin emoción—. Es la cosa más sensata que se le podía ocurrir. —Yo ya estoy muy viejo para estos enredos —se justificó el coronel frente a la expresión impenetrable del médico—. Si tuviera veinte años menos sería diferente.

—Usted siempre tendrá veinte años menos —replicó el médico.

El coronel recuperó el aliento. Esperó a que don Sabas dijera algo más, pero no lo hizo. Se puso una chaqueta de cuero con cerradura de cremallera y se preparó para salir del dormitorio.

—Si quiere hablamos la semana entrante, compadre —dijo el coronel.

—Eso le iba a decir —dijo don Sabas—. Tengo un cliente que quizá le dé cuatrocientos pesos. Pero tenemos que esperar hasta el jueves.

—¿Cuánto? —preguntó el médico.

—Cuatrocientos pesos.

—Había oído decir que valía mucho más —dijo el médico.

—Usted me había hablado de novecientos pesos —dijo el coronel, amparado en la perplejidad del doctor—. Es el mejor gallo de todo el Departamento.

Don Sabas respondió al médico.

«En otro tiempo cualquiera hubiera dado mil», explicó. «Pero ahora nadie se atreve a soltar un buen gallo. Siempre hay el riesgo de salir muerto a tiros de la gallera.» Se volvió hacia el coronel con una desolación aplicada:

—Eso fue lo que quise decirle, compadre.

El coronel aprobó con la cabeza.

—Bueno —dijo.

Los siguió por el corredor. El médico quedó en la sala requerido por la mujer de don Sabas que le pidió un remedio «para esas cosas que de pronto le da a uno y que no se sabe qué es». El coronel lo esperó en la oficina. Don Sabas abrió la caja fuerte, se metió dinero en todos los bolsillos y extendió cuatro billetes al coronel.

—Ahí tiene sesenta pesos, compadre —dijo—. Cuando se venda el gallo arreglaremos cuentas.

El coronel acompañó al médico a través de los bazares del puerto que empezaban a revivir con el fresco de la tarde. Una barcaza cargada de caña de azúcar descendía por el hilo de la corriente. El coronel encontró en el médico un hermetismo insólito.

—¿Y usted cómo está, doctor?

El médico se encogió, de hombros. —Regular —dijo—. Creo que estoy necesitando un médico. —Es el invierno —dijo el coronel—. A mí me descompone los intestinos. El médico lo examinó con una mirada absolutamente desprovista de interés profesional. Saludó sucesivamente a los sirios sentados a la puerta de sus almacenes. En la puerta del consultorio el coronel expuso su opinión sobre la venta del gallo.

—No podía hacer otra cosa —le explicó—. Ese animal se alimenta de carne humana.

—El único animal que se alimenta de carne humana es don Sabas —dijo el médico—. Estoy seguro de que revenderá el gallo por novecientos pesos.

—¿Usted cree?

—Estoy seguro —dijo el médico—. Es un negocio tan redondo como su famoso pacto patriótico con el alcalde.

El coronel se resistió a creerlo. «Mi compadre hizo ese pacto para salvar el pellejo», dijo. «Por eso pudo quedarse en el pueblo.»

«Y por eso pudo comprar a mitad de precio los bienes de sus propios copartidarios que el alcalde expulsaba del pueblo», replicó el médico. Llamó a la puerta pues no encontró las llaves en los bolsillos. Luego se enfrentó a la incredulidad del coronel.

—No sea ingenuo —dijo—. A don Sabas le interesa la plata mucho más que su propio pellejo.

La esposa del coronel salió de compras esa noche. Él la acompañó hasta los almacenes de los sirios rumiando las revelaciones del médico.

—Busca enseguida a los muchachos y diles que el gallo está vendido —le dijo ella—. No hay que dejarlos con la ilusión.

—El gallo no estará vendido mientras no venga mi compadre Sabas —respondió el coronel.

Encontró a Álvaro jugando ruleta en el salón de billares. El establecimiento hervía en la noche del domingo. El calor parecía más intenso a causa de las vibraciones del radio a todo volumen. El coronel se entretuvo con los números de vivos colores pintados en un largo tapiz de hule negro e iluminados por una linterna de petróleo puesta sobre un cajón en el centro de la mesa. Álvaro se obstinó en perder en el veintitrés. Siguiendo el juego por encima de su hombro el coronel observó que el once salió cuatro veces en nueve vueltas.

Apuesta al once —murmuró al oído de Álvaro—. Es el que más sale.

Álvaro examinó el tapiz. No apostó en la vuelta siguiente. Sacó dinero del bolsillo del pantalón, y con el dinero una hoja de papel. Se la dio al coronel por debajo de la mesa.

—Es de Agustín —dijo.

El coronel guardó en el bolsillo la hoja clandestina. Álvaro apostó fuerte al once.

—Empieza por poco —dijo el coronel.

«Puede ser una buena corazonada», replicó Álvaro. Un grupo de jugadores vecinos retiró las apuestas de otros números y apostaron al once cuando ya había empezado a girar la enorme rueda de colores. El coronel se sintió oprimido. Por primera vez experimentó la fascinación, el sobresalto y la amargura del azar.

Salió el cinco.

—Lo siento —dijo el coronel avergonzado, y siguió con un irresistible sentimiento de culpa el rastrillo de madera que arrastró el dinero de Álvaro—. Esto me pasa por meterme en lo que no me importa.

Álvaro sonrió sin mirarlo.

—No se preocupe, coronel. Pruebe en el amor.

De pronto se interrumpieron las trompetas del mambo. Los jugadores se dispersaron con las manos en alto. El coronel sintió a sus espaldas el crujido seco, articulado y frío de un fusil al ser montado. Comprendió que había caído fatalmente en una batida de la policía con la hoja clandestina en el bolsillo. Dio media vuelta sin levantar las manos. Y entonces vio de cerca, por la primera vez en su vida, al hombre que disparó contra su hijo. Estaba exactamente frente a él con el cañón del fusil apuntando contra su vientre. Era pequeño, aindiado, de piel curtida, y exhalaba un tufo infantil. El coronel apretó los dientes y apartó suavemente con la punta de los dedos el cañón del fusil.

—Permiso —dijo.

Se enfrentó a unos pequeños y redondos ojos de murciélago. En un instante se sintió tragado por esos ojos, triturado, digerido e inmediatamente expulsado. —Pase usted, coronel.

VII

No necesitó abrir la ventana para identificar a diciembre. Lo descubrió en sus propios huesos cuando picaba en la cocina las frutas para el desayuno del gallo. Luego abrió la puerta y la visión del patio confirmó su intuición. Era un patio maravilloso, con la hierba y los árboles y el cuartito del excusado flotando en la claridad, a un milímetro sobre el nivel del suelo.

Su esposa permaneció en la cama hasta las nueve. Cuando apareció en la cocina ya el coronel había puesto orden en la casa y conversaba con los niños en torno al gallo.

Ella tuvo que hacer un rodeo para llegar hasta la hornilla.

—Quítense del medio —gritó. Dirigió al animal una mirada sombría—. No veo la hora de salir de este pájaro de mal agüero.

El coronel examinó a través del gallo el humor de su esposa. Nada en él merecía rencor. Estaba listo para los entrenamientos. El cuello y los muslos pelados y cárdenos, la cresta rebanada, el animal había adquirido una figura escueta, un aire indefenso.

—Asómate a la ventana y olvídate del gallo —dijo el coronel cuando se fueron los niños—: En una mañana así dan ganas de sacarse un retrato.

Ella se asomó a la ventana pero su rostro no reveló ninguna emoción. «Me gustaría sembrar las rosas», dijo de regreso a la hornilla. El coronel colgó el espejo en el horcón para afeitarse.

—Si quieres sembrar las rosas, siémbralas ——dijo.

Trató de acordar sus movimientos a los de los de la imagen.

—Se las comen los puercos —dijo ella.

—Mejor —dijo el coronel—. Deben ser muy buenos los puercos engordados con rosas.

Buscó a la mujer en el espejo y se dio cuenta de que continuaba con la misma expresión. Al resplandor del fuego su rostro parecía modelado en la materia de la hornilla. Sin advertirlo, fijos los ojos en ella, el coronel siguió afeitándose al tacto como lo había hecho durante muchos años. La mujer pensó, en un largo silencio.

—Es que no quiero sembrarlas —dijo.

—Bueno —dijo el coronel—. Entonces no las siembres.

Se sentía bien. Diciembre había marchitado la flora de sus vísceras. Sufrió una contrariedad esa mañana tratando de ponerse los zapatos nuevos. Pero después de intentarlo varias veces comprendió que era un esfuerzo inútil y se puso los botines de charol. Su esposa advirtió el cambio.

—Si no te pones los nuevos no acabarás de amasarlos nunca —dijo.

—Son zapatos de paralítico —protestó el coronel—. El calzado debían venderlo con un mes de uso.

Salió a la calle estimulado por el presentimiento de que esa tarde llegaría la carta. Como aún no era la hora de las lanchas esperó a don Sabas en su oficina.

Pero le confirmaron que no llegaría sino el lunes. No se desesperó a pesar de que no había previsto ese contratiempo. «Tarde o temprano tiene que venir», se dijo, y se dirigió al puerto, en un instante prodigioso, hecho de una claridad todavía sin usar.

—Todo el año debía ser diciembre —murmuró, sentado en el almacén del sirio Moisés—. Se siente uno como si fuera de vidrio.

El sirio Moisés debió hacer un esfuerzo para traducir la idea a su árabe casi olvidado. Era un oriental plácido forrado hasta el cráneo en una piel lisa y estirada, con densos movimientos de ahogado. Parecía efectivamente salvado de las aguas.

—Así era antes —dijo—. Si ahora fuera lo mismo yo tendría ochocientos noventa y siete años. ¿Y tú?

«Setenta y cinco», dijo el coronel, persiguiendo con la mirada al administrador de correos. Sólo entonces descubrió el circo. Reconoció la carpa remendada en el techo de la lancha del correo entre un montón de objetos de colores. Por un instante perdió al administrador para buscar las fieras entre las cajas apelotonadas sobre las otras lanchas. No las encontró.

—Es un circo —dijo—. Es el primero que viene en diez años.

El sirio Moisés verificó la información. Habló a su mujer en una mescolanza de árabe y español. Ella respondió desde la trastienda. Él hizo un comentario para sí mismo y luego tradujo su preocupación al coronel.

—Esconde el gato, coronel. Los muchachos se lo roban para vendérselo al circo.

El coronel se dispuso a seguir al administrador.

—No es un circo de fieras —dijo.

—No importa —replicó el sirio—. Los maromeros comen gatos para no romperse los huesos.

Siguió al administrador a través de los bazares del puerto hasta la plaza. Allí lo sorprendió el turbulento clamor de la gallera. Alguien, al pasar, le dijo algo de su gallo. Sólo entonces recordó que era el día fijado para iniciar los entrenamientos.

Pasó de largo por la oficina de correos. Un momento después estaba sumergido en la turbulenta atmósfera de la gallera. Vio su gallo en el centro de la pista, solo, indefenso, las espuelas envueltas en trapos, con algo de miedo evidente en el temblor de las patas. El adversario era un gallo triste y ceniciento.

El coronel no experimentó ninguna emoción. Fue una sucesión de asaltos iguales. Una instantánea trabazón de plumas y patas y pescuezos en el centro de una alborotada ovación. Despedido contra las tablas de la barrera el adversario daba una vuelta sobre sí mismo y regresaba al asalto. Su gallo no atacó. Rechazó cada asalto y volvió a caer exactamente en el mismo sitio. Pero ahora sus patas no temblaban.

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