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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (10 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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—Entra en la celda, Warmack —ordenó
El Coyote
—. Y usted, señor Cárdenas, registre a ese pájaro por si llevase algún arma escondida.

Warmack no llevaba ningún arma, y Cárdenas sólo encontró un par de recias esposas.

—Muy bonitas —declaró
El Coyote
, examinándolas—. Tenga la bondad de buscar la llave.

La llave de las esposas estaba en un bolsillo de la camisa de franela que vestía el
sheriff. El Coyote
la observó y dijo:

—Sospecho que en toda California no se encuentran otras esposas como éstas, ¿verdad,
sheriff
?

—No…, son inglesas. Me las trajo el capitán de un barco…

—Comprendo —interrumpió
El Coyote
, que no parecía tener prisa alguna—. Amigo Warmack, tiéndame los brazos por entre los barrotes de la celda. No…, no por ahí, sino por donde cierra la puerta. Así.

Warmack había pasado los brazos por entre los barrotes de la puerta inmediatos a la cerradura, de forma que el brazo izquierdo pasaba por el barrote que hacía de quicio, y el derecho por el último del batiente.
El Coyote
cerró las esposas en las muñecas de Warmack, se aseguró bien de que no podían ser abiertas, y luego, apartándose un poco, cual si quisiera disfrutar del espectáculo que ofrecía el preso con los brazos asomando al exterior, dijo:

—Sospecho que dos cosas van a resultar muy difíciles. Primero, que puedan abrir la puerta, pues tú haces de pestillo; y segundo, que logren abrir las esposas. Veo que son de buen acero y creo que en Los Ángeles no se podrá hallar ningún instrumento capaz de abrirlas ni cortarlas. Cuando venga tu amigo el capitán, podrás pedirle otra llave, pues, no sé por qué, me parece que ésta la voy a perder. Adiós, Warmack. Cuídate la oreja; estás sangrando cómo un buey.

Guardando la llave de las esposas en un bolsillo,
El Coyote
hizo seña a Cárdenas para que le siguiese y salió de la prisión, llevándose la lámpara de petróleo que la iluminaba.

Telesforo Cárdenas le siguió, mal convencido aún de la realidad de su salvación y sin comprender cómo el famoso
Coyote
había aparecido tan a tiempo, confirmando cuanto se decía de él y mucho más.

La llegada del
Coyote
hasta su celda quedó explicada para Cárdenas cuando pasaron por el puesto de guardia y vio durmiendo profundamente a cuatro soldados, visión que se repitió en todos los puntos donde existían centinelas.

—Alguien les regaló un barril de ron —explicó
El Coyote
—. Y no era ron puro, sino con una mezcla muy oportuna.

Cruzaron la abierta puerta del Fuerte Moore, entre dos dormidos centinelas, y salieron al exterior. Junto a la puerta se veían dos caballos. Señalando uno de ellos,
El Coyote
indicó:

—Monta en seguida y dirígete a la misión de San Juan de Capistrano. Enseña a fray Carlos esta medalla. —Al decir esto, el enmascarado entregó a Cárdenas una medallita de plata con la imagen de San Juan. En un lado veíase una melladura—. No hará falta que le digas quién te envía. Fray Carlos comprenderá en el acto. Te dará refugio y protección hasta que vuelvas aquí. No creo que tardes mucho en poderlo hacer. No necesitas dinero, pero toma diez dólares por si te hiciesen falta por el camino. Lo que te sobre deposítalo en el cajón de las ánimas de la misión.

Cárdenas vaciló un momento.

—¿Cómo podré pagarle…? —tartamudeó.

—No lo he hecho para que me pagues. Date prisa. Los soldados despertarán dentro de dos horas, y si alguien te ve podrían alcanzarte antes de que llegaras a Capistrano.

El recién salvado reo guardó la moneda de oro que le tendía El Coyote, montó en uno de los caballos y partió en dirección al Sur, pasando junto al cadalso, que se destacaba claramente en la oscuridad y que debía haber constituido la meta de su viaje por el mundo.

Cuando el batir de los cascos del caballo de Cárdenas se hubo apagado, El Coyote montó en el suyo y al pasar junto a la horca tiró sobre ella el farol de petróleo que, al romperse, derramó el incendiado combustible sobre la madera, en la que prendió en seguida. Descendiendo del Fuerte Moore
El Coyote
cruzó Los Ángeles hasta llegar a la plaza, deteniéndose frente a la Posada Internacional, en cuyo interior se oían aún voces y risas de los que esperaban el nacimiento del día para asistir a la ejecución de Telesforo Cárdenas.

Capítulo X: Buenas noches, caballeros bebedores

El Coyote desmontó de su caballo, lo dejó junto a la entrada de la Posada Internacional, y acercándose a los doce caballos que aguardaban pacientemente la salida de sus amos, sacó un cuchillo de recia y afilada hoja y fue de animal en animal, realizando una rápida y misteriosa operación. Luego, sonriendo, guardó el cuchillo, se pasó los dedos por el bigote, como alisándolo, y, desenfundando el revólver que ya había utilizado una vez, fue hacia la entrada de la taberna. Abrió sigilosamente y echó una mirada al interior.

Junto al viejo mostrador hallábanse reunidos unos diez hombres. Otros dos, vestidos con el uniforme de la Caballería estadounidense, se sentaban a una mesa y no parecían tan animados como los otros.

El Coyote
volvió la cabeza hacia los caballos, los contó, comprobó que su número correspondía al de clientes y, acentuando su sonrisa, penetró en la taberna, colocándose a un lado, evitando dar la espalda a la puerta, pero encañonando con el revólver a los que estaban junto al mostrador.

Los hombres no se dieron cuenta de la aparición del enmascarado hasta que éste se anunció a sí mismo con un sonoro:

—Buenas noches, caballeros bebedores.

Volviéronse todos hacia el que hablaba y, al verle a la luz de las numerosas lámparas de petróleo, quedaron inmóviles, como transformados en piedra. Las miradas de los reunidos se fijaron en el negro revólver que empuñaba el tardío visitante, y también en el que llevaba enfundado muy cerca de la mano izquierda. De todos los labios brotó el mismo nombre.

—¡
El Coyote
!

—Yo mismo —sonrió el enmascarado, llevándose la mano izquierda al borde del sombrero—. Creo que la alegría de vernos no es tan grande en ustedes como en mí; pero tengo el convencimiento de que, tan pronto como termine de hablar, habrá dos caballeros, por lo menos, que se alegrarán de mi visita.

Saludó con un leve movimiento de cabeza a los dos oficiales y continuó:

—En cambio, el señor Douglas Moore no se alegrará tanto, porque debo comunicarle que he venido a matarle… ¡No, no, señor Moore! No se precipite en buscar su revólver, pues entonces morirá antes de tiempo. Su suerte está echada y si hace alguna tontería como la que ha estado a punto de cometer, se jugará totalmente los pocos segundos de existencia que le restan.

Douglas Moore tragó saliva y contuvo el movimiento de su mano en dirección al revólver que pendía de su costado derecho.

—Veo que es prudente, amigo Moore, que sabe cuándo las cartas están en contra —rió
El Coyote
—. No diré que lamento mucho tenerle que matar, pues el hacerlo será muy agradable para mí. Además convencerá a los caballeros presentes (que también lo estuvieron hace unos días, cuando usted, señor Moore, se permitió hacer el valiente con ese pobre borrico de César de Echagüe) de que, frente a un revólver, la valentía de un hombre sufre una alteración muy notable. Entonces usted se portó como un hombre terrible porque tenía ese revólver al alcance de la mano y el pobre chico no llevaba ni un mal cortaplumas. Ahora, señor león, tiene usted enfrente a otro león que lo va a matar si usted no hace algo por salvar la vida.

—¿Lo va usted a asesinar? —preguntó uno de los oficiales.

—Matar al señor Moore no es cometer ningún asesinato, caballeros. Si tuviera que luchar con ustedes, a quienes respeto profundamente por el uniforme que honradamente visten y porque sé que son caballeros, les ofrecería las máximas posibilidades de defensa; pero ustedes no han hecho nada que merezca ser castigado por
El Coyote
, por lo cual les suplico que permanezcan al margen de esta cuestión. Como dije, hace unos días el señor Moore se permitió bravuconear con un muchacho que no tiene ninguna culpa si Dios no le ha hecho un héroe. La cosa llegó a mis oídos, junto con otras, y he venido a saludar al señor Moore y decirle que tanto aquel día como hoy, es, ha sido y será hasta que muera un cobarde.

La desesperación, el miedo, el odio o una fuerza superior empujó a Moore a llevar la mano a la culata de su revolver; pero antes de que terminara de desenfundarlo sonó una detonación y Moore retiró la mano derecha del arma, que volvió a quedar dentro de la funda, a la vez que el hombre se llevaba la mano izquierda a la oreja, medio destrozada por un balazo que, al mismo tiempo, hizo añicos una botella de licor.

—¡La marca del
Coyote!
—exclamó alguien.

—Sí. Es la segunda oreja que señalo esta noche —sonrió
El Coyote
—. Ahora —continuó— te voy a matar, Douglas Moore. Lo voy a hacer porque mereces cien veces la muerte; pero, sobre todo, porque intentaste asesinar a Edmonds Greene y cargar las culpas sobre el infeliz Cárdenas. Por eso sólo mereces la muerte. He venido de muy lejos para llegar a tiempo de impedir la ejecución de un inocente. Ahora podrías ser tú quien compareciese ante el juez Clarke, si tuvieras valor para confesar tu culpa; pero no lo harás, porque eres un cobarde y, por lo tanto, te mataré. Si crees en Dios, encomienda tu alma a Él. No deseo privarte de ese consuelo.

Mientras hablaba,
El Coyote
levantó el percutor de su revólver. El cilindro giró y una cámara cargada ocupó su puesto ante la recámara del arma.

—¡Por Dios, no me mate! —suplicó Moore, cayendo de rodillas—. ¡Lo diré todo! Sí, yo quise matar a Greene…, yo disparé sobre él… Que me juzguen. Yo demostraré que fue un accidente y que luego me arrepentí…

—¿Es verdad eso?

—Es verdad —aseguró Douglas Moore—. Se me disparó la pistola…

—¿Heriste al señor Greene?

—Sí.

—¿Lo dices de veras? ¿No hablas creyendo que así salvarás la vida? Piensa que el juez Clarke te condenará a morir ahorcado.

—No importa. Es la verdad. Cárdenas es inocente.

—Recuerda que te escuchan dos oficiales del Ejército que repetirán tus palabras ante el tribunal.

—Dirán la verdad. Yo soy culpable de la herida del señor Greene.

—Entonces te dejo en sus manos y te advierto que si el tribunal te absuelve, Douglas Moore, yo te buscaré hasta el último rincón de la tierra y daré cuenta de ti aunque te escondas detrás de unos muros más sólidos que los de la fortaleza que lleva tu mismo nombre.

Después de esto,
El Coyote
se volvió hacia los oficiales y les dijo:

—Pongo en sus manos a ese hombre. Espero que sabrán hacer cumplir la Justicia.

Saludándoles con un movimiento de revólver,
El Coyote
fue retrocediendo hacia la puerta, sin dejar de encañonar a los clientes del local. Cuando faltaban unos dos metros para alcanzar la salida, ordenó:

—Vuelvan todos la espalda, señores. Ustedes, también, oficiales. Es sólo un momento.

Los clientes obedecieron y un segundo después oyeron abrir y cerrarse la puerta y se volvieron en seguida.
El Coyote
no se encontraba ya allí.

Lanzando gritos de ira, los diez clientes del bar se precipitaron hacia la puerta. El primero en empuñar su revólver fue Douglas Moore; pero, antes de que pudiera salir, los dos oficiales avanzaron hacia él y le arrancaron el arma de la mano, anunciándole:

—Quedas detenido, Moore. Hemos oído tu confesión…

—¡Qué confesión ni qué diablos! —rugió Douglas Moore—. Si hablé lo hice porque me amenazaban con un arma…

—Eso deberá decirlo el general Clarke —interrumpió uno de los oficiales—. Ponte algo en la oreja. Está sangrando demasiado.

Moore iba a decir algo, pero le interrumpió una algarabía' de juramentos e imprecaciones.

Eran los que trataban de perseguir al
Coyote
. Al ir a montar sus caballos se encontraron con que todos tenían las cinchas casi partidas y viéronse precipitados al suelo en medio de un terrible escándalo, mientras los animales, asustados por aquellos gritos y golpes, se espantaban y pisoteaban violentamente a sus amos, para acabar, al fin, huyendo por todos los lados de la plaza.

A la salida de Los Ángeles,
El Coyote
volvió la cabeza y, viendo que nadie le perseguía, soltó una carcajada, que llegó hasta los que se debatían en el suelo, aumentando su indignación. Luego, picando espuelas, miró hacia la cumbre donde se levantaba el Fuerte Moore, iluminado en aquel momento por la hoguera de la incendiada horca. Entonces soltó una nueva carcajada. Al cruzar el vado de río que más tarde se llamaría de Los Ángeles, sacó la llave de las fuertes esposa del
sheriff
y la tiró al agua. En seguida volvió a picar espuelas y partió en dirección al rancho de San Antonio.

Capítulo XI: ¿Eres tú
El Coyote
?

El templado aire del desierto convertía en primaveral la noche de enero. El puro y transparente aire acentuaba el metálico brillar de las estrellas. Beatriz de Echagüe no podía dormir. Habíase levantado de la cama y, cubriéndose con una bata de lana, abrió la ventana y sumióse en la contemplación del paisaje. Desde aquella ventana, su tía, la hermana de don César, soñó también con el amado que partió un día hacia Méjico, a combatir la insurrección de la Nueva España contra la vieja. Partió para no volver y, hasta la fecha de su muerte, Elena de Echagüe hizo de aquella ventana y de aquella habitación su santuario de recuerdos.

Quizá algo de la mucha angustia que vibró entre aquellas paredes quedaba aún latente en ellas, y aprovechando un ambiente propicio, habíase contagiado a la joven, inundándola de una inquietud para la cual no encontraba explicación alguna.

Llevaba más de una hora sentada en el mirador, envuelta en la oscuridad, pensando en sus vagas inquietudes, intentando, en vano, reírse de ellas y alejarlas cuando, de pronto, el lejano batir de los cascos de un caballo que llegaba al galope la devolvió a la realidad. Pero, al mismo tiempo, aquel galope que en otros momentos le hubiera parecido lógico, la inquietó tanto más cuanto menos debía haberla preocupado. Cuando cerca de la entrada del rancho cesó el galope, Beatriz sintió aumentarse su inquietud. El que llegaba debía dirigirse al rancho de San Antonio, y el hecho de que hubiera interrumpido el galope a la entrada del mismo sólo podía significar su deseo de pasar inadvertido a los centinelas armados que durante la noche patrullaban por las tierras del San Antonio.

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