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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (18 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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Cuando hubo terminado, encendió un cigarro habano que César le ofreció.

—¿Sabe algo de su cuñado? —preguntó el juez.

—Sí; recibí carta esta mañana. Pronto tendré un sobrino o sobrina.

—¿Tardará mucho en conocerle? —preguntó Salters.

—Si no me decido a ir a verle a Washington, tardaré casi un par de años.

Salters tuvo dificultad en disimular la alegría que estas palabras le producían.

—¿Quiere decir que el señor Greene no vuelve a Los Ángeles como representante del Gobierno? —inquirió.

—No. El Estado de California es ya mayor de edad y no necesita que el gobierno federal cuide de él. Tenemos nuestros buenos jueces, nuestro gobernador en Sacramento y nuestros
sheriffs
. No necesitamos más.

Si Salters advirtió la ironía que vibraba en las palabras de César, logró disimularlo y, después de encender su cigarro, comentó, dirigiendo una mirada a su alrededor.

—Vive usted bien, don César.

—Mis abuelos y mis padres se afanaron por dejarme una gran fortuna. Además, me casé bien y si algún día tengo un hijo heredera un montón de fortunas.

Lanzando al techo una columna de humo, el juez siguió:

—Es usted de los pocos californianos inteligentes. Se ha dado cuenta de que es mejor nuestra amistad que nuestra enemistad.

—En efecto. Conozco los Estados Unidos. Son poderosos y lo serán mucho más; sobre todo si logran que el Norte y el Sur se entiendan. En cuanto pase el peligro de una división entre los estados industriales y los agrícolas, no habrá nación más poderosa. ¿Qué podemos intentar nosotros contra semejante coloso? Es preferible ser amigos suyos. Por cierto, ahora que hablamos de amistad, que hay en usted algo que me ha extrañado siempre mucho, señor Salters.

—¿A qué se refiere, don César? —preguntó el juez.

—Al hecho de que no tenga usted un carricoche para ir por estas tierras. El montar a caballo no debe de serle cómodo.

—Pero un carricoche es caro —replicó Salters.

—¿De veras? —César fingió asombro—. Si a usted no le importara usar uno algo viejo… Venga, señor Salters. ¿Nos permite un momento, amigo Covarrubias?

El abogado aseguró que no le importaba quedarse solo, y Cesar guió al juez hasta una de las cuadras, donde le mostró un carricoche en perfecto estado y que sólo necesitaba una ligera capa de pintura.

Los ojillos del juez se iluminaron, codiciosos.

—No está mal —dijo—. Algo arreglado podrá servir… Pero es un regalo demasiado bueno.

—¡Oh, no! No es un regalo, señor Salters. Yo nunca me atrevería a regalarle otra cosa que un puro o una copa de licor. Este carricoche me lo entregó un amigo que me debía diez dólares. Una deuda de juego. Él se marchaba hacia Méjico, no tenía tiempo de vender el carricoche y como yo, en realidad, no lo necesitaba… En fin, me lo dio como pago de los diez dólares. Si usted quiere comprarlo por el mismo precio…

—Lo haré, convencido de que le robo mil dólares —rió Salters, sacando una abultada bolsa, de la que extrajo una moneda de a diez dólares, que entregó a César. Éste la guardó distraídamente, diciendo:

—El coche es suyo, señor juez.

—No sólo ha vendido un coche, sino que, además, ha ganado un amigo.

César miró a Salters y dijo, con una sonrisa:

—El adquirir amigos es lo más importante del mundo. Sobre todo en una época como la actual.

Mientras regresaban al rancho, César siguió:

—No creo que el
sheriff
pueda acusarme de nada, ¿verdad? Quiero decir que no verá nada ilegal en el hecho de haber apresado a Luis María. ¿No creerá que me entrometo en sus atribuciones?

—No. Yo le convenceré.

En efecto, cuando llegó Koster, Salters no tuvo dificultad alguna en convencerle de que no sólo debía dar las gracias a don César, sino que, además, era muy conveniente que el preso llegara vivo a la cárcel, pues conservando el señor Echagüe el recibo firmado por el
sheriff
y siendo cuñado de una persona tan importante como el señor Greene, un linchamiento podría ser acogido con gran desagrado por el gobernador del Estado de California.

Koster aseguró que no ocurriría nada semejante, firmó el documento reconociendo recibir vivo y esposado de manos de César de Echagüe a Luis María Olaso, y colocando al preso sobre un caballo partió hacia Los Ángeles.

—Creo que ya pueden ustedes marcharse —dijo César, dirigiéndose a Salters y a Covarrubias.

Éste fue el primero en partir, pues el juez necesitó un buen rato para enganchar su caballo al carricoche, que en California no habría podido comprar por menos de mil quinientos dólares.

Leonor desde la ventana de su cuarto vio cómo se alejaba el juez en el carricoche y, llena de curiosidad, olvidando la escena de unas horas antes, bajó al salón, donde César acababa de fumar su puro.

—¿Por qué se marcha Salters en el coche de Zabala? —preguntó.

—Se lo he vendido —contestó César agregando—: Por diez dólares.

—¿Cómo? —Leonor desorbitó los ojos—. ¿Estás bromeando?

—No —replicó César, sacando la moneda que le había entregado el juez—. Me dio estos diez dólares y llevóse el coche.

—Pero… Zabala dejó aquí el carruaje para que lo vendieras por quinientos dólares o lo que pudieses obtener. Encargó a Julián de la venta. ¿Qué le dirás cuando escriba?

—Que lo he vendido por mil dólares —sonrió César.

—¿Y le enviarás ese dinero?

—Sí; le enviaré mil dólares.

—¿Perdiendo novecientos noventa?

—Soy lo bastante rico para ello. Buenas noches, Leonor. Ya he encargado a Julián que cuide del entierro de Julia Ibáñez. ¡Pobre mujer!

Leonor salió del salón y mientras subía a su dormitorio sintióse asaltada por distintas emociones. Por dos veces estuvo a punto de volver sobre sus pasos y entrar de nuevo en el salón.

Mas aunque lo hubiera hecho no habría podido hablar con su marido; porque en aquellos momentos César de Echagüe no estaba ya allí, sino en una de las bodegas del rancho, frente a un arcón de roble. Lo había abierto y estaba contemplando un rico traje mejicano, un sombrero de cónica copa y un cinturón canana, del que pendían dos fundas de revólver. Una de las fundas estaba vacía. La otra contenía un Colt de largo cañón y de modelo ya anticuado, a pesar de que era como la mayoría de los usados por los hombres del Oeste.

César retiró aquel revólver y después de contemplarlo un momento lo dejó en el fondo del arcón. Del suelo cogió dos revólveres de pavonada superficie y llenos de incrustaciones de oro y los colocó en las fundas. Uno de aquellos revólveres era el mismo que poco antes había examinado en el comedorcito y que había estado en el buró. El otro procedía del mismo lugar.

Con una triste sonrisa, y dirigiéndose al traje, César murmuró:


Coyote
, vas a tener que resucitar.

Capítulo V: Las órdenes del
Coyote

La bodega tenía una salida secreta al jardín. Un tío del joven César de Echagüe la había utilizado para guardar oro y armas cuando la lucha de California contra los Estados Unidos. Incluso se habían guardado allí varios caballos, y tanto la entrada del jardín como la del interior eran prácticamente invisibles, y sólo Julián y César conocían su existencia.

—¿Va usted a volver, don César? —preguntó Julián, que había estado arreglando uno de los pesebres, preparándolo para el caballo que pronto debería ocultarse en la bodega.

—Sí, Julián —replicó el joven—. Tenemos que resucitar al
Coyote
.

—Yo esperaba… —empezó el fiel servidor.

—También lo esperaba yo, Julián; pero las cosas no ocurren siempre como nosotros esperamos o deseamos.

—¿Piensa rescatar a Luis María?

—No. Para eso no le hubiera dejado detener.

Mientras hablaba, César iba vistiéndose el traje que dos años antes creyera abandonar para siempre. Cuando, ayudado por Julián, se hubo ceñido la faja, cogió el cinturón y retirando de él las dos fundas las colocó en otro cinturón en el que podían colocarse hasta cincuenta cartuchos.

—Los tiempos cambian, Julián —sonrió César, mientras iba llenando de cartuchos los departamentos de la canana—. Hace dos años, el poder disparar seis tiros seguidos era algo casi maravilloso. Ahora, en cambio, la idea de perder diez minutos volviendo a cargar el revólver resulta cómica. Los cartuchos metálicos me hubieran sido muy necesarios en mis tiempos de bandido generoso.

Cuando se hubo ceñido el cinturón y sujetado las fundas a las piernas, César se puso la chaquetilla, los guantes de fina piel y antes de ponerse el sombrero se colocó el antifaz de negra tela.

Durante unos segundos, Julián estuvo contemplando a su amo.

—Hubiera querido que el señor no hubiese tenido jamás que ponerse de nuevo ese disfraz —dijo.

—Yo también; pero no puedo rehuir por más tiempo ese deber. Hoy no tardaré mucho en volver. Sólo quiero visitar a unos antiguos servidores.

Saliendo de la bodega por una pequeña rampa que conducía al jardín y que se hallaba disimulada bajo un falso plantel de flores,
El Coyote
montó de un salto en el negro caballo que le aguardaba. Un momento después salía del rancho y emprendía la marcha hacia Los Ángeles.

No llegó a entrar en la población. En vez de ello dirigióse hacia el barrio habitado por las familias indias y se detuvo frente una casa de aspecto algo mejor que las vecinas. Con la culata de uno de sus revólveres dio tres golpes espaciados y dos seguidos en la puerta. Al cabo de un par de minutos repitió la llamada.

—¿Quién llama? —preguntó una voz de mujer.


El Coyote
, Adelia.

Abrióse la puerta y hombre y caballo aparecieron en el interior de la casa.

Una india muy gruesa sostenía un candil de aceite y miraba, asombrada, a su visitante.

—No esperabas volverme a ver, ¿verdad, Adelia? —preguntó
El Coyote
, avanzando hacia ella.

—No, señor, no esperaba —replicó la mujer.

La luz del candil se reflejaba en sus ojos. A primera vista, Adelia parecía una mujer sin ninguna inteligencia; pero en seguida se podía advertir que ese aspecto era falso, era, en realidad, una máscara que encubría una inteligencia maravillosamente desarrollada.

—¿Estás dispuesta a ayudarme?

—Desde hace dos años he recibido todas las semanas el pago de un trabajo que no he hecho —respondió la india—. Estoy en deuda con el señor y deseo saldarla.

—¿Sigues encargada de la limpieza del tribunal?

—Sí, don
Coyote
.

—¿Has aprendido a leer el inglés?

—Sí.

—Han detenido a Luis María Olaso.

—Lo sé, señor.

—¿Sabes por qué lo han detenido?

—Porque el canalla de don César de Echagüe lo ha traicionado.

—Don César recibió una orden mía y la obedeció. No es ningún canalla.

—Está bien, señor.

—A Luis María lo detuvieron por matar a un tal Clymer, que asesinó a Julia Ibáñez. Ahora está en la cárcel. No lo lincharán. Será juzgado dentro de una semana. ¿Sabes quién elegirá el jurado?

—El juez Salters.

—Sí. El juez y el
sheriff
y quizá Perkins, que está en muy íntimas relaciones con esos dos canallas. Pasado mañana decidirán quiénes deben ser los miembros del jurado… Salters anotará sus nombres y guardará la lista en su mesa de trabajo en el despacho que tiene en el tribunal. Al otro día, bien de mañana, limpiarás el despacho de Salters, abrirás el cajón sin dejar ninguna señal, copiarás la lista de nombres de los miembros del jurado y me la entregarás.

—Bien, señor. ¿Qué más?

—Si ocurriera algo más, ya sabes lo que debes hacer. Igual que antes. ¿Recuerdas?

—Sí. Debo encender una luz en la ventana alta y luego dejar una nota en el árbol…

—Bien. Veo que no has olvidado nada. Advierte a los amigos que
El Coyote
ha vuelto.

Adelia fue a abrir la puerta y, después de asegurarse de que nadie podía ver al misterioso jinete, dio la señal para que
El Coyote
saliese.

Este picó espuelas a su caballo y salió al galope, cruzando las desiertas calles y dirigiéndose al centro de la ciudad. Metióse por una calleja y llegó junto a un viejo muro. Colocándose de pie sobre la silla de su caballo saltó aquel muro y avanzó entre los arbustos de un bien cuidado jardín. Encaramóse por una pared, asiéndose a la recia yedra que la cubría y llegó a la galería que se extendía por tres de los cuatro lados de la casa.

Avanzando con cauteloso andar llegó hasta una puerta de cristales, a través de los cuales se filtraba una amarillenta luz. Un breve vistazo permitió al
Coyote
ver a José Covarrubias sentado frente a su mesa de trabajo, estudiando un grueso volumen de leyes.

El Coyote
sonrió. Examinó un momento la puerta y vio que estaba entornada. Desenfundando uno de sus revólveres empujó la puerta y entró en el despacho del abogado.

Éste, al oír los pasos de su inesperado visitante, levantó la cabeza y alargó la mano hacia una pistola de dos cañones que tenía sobre la mesa.

—Quieto, don José —ordenó
El Coyote
, levantando el percutor de su revólver—. Vengo como amigo.

—¿Quién es usted? —preguntó Covarrubias.

—¿No ha oído hablar de mí? —replicó César—. Más de un hombre anda por California con una oreja destrozada por un balazo disparado por mí.

—¡
El Coyote
!

—El mismo.

—Pero… todos decían que había muerto.

—He resucitado.

—¿Y qué quiere de mí?

—Darle un consejo.

—¿Cuál?

—¿Va a defender a Luis María Olaso?

—Sí.

—Perfectamente. Si quiere ahorrarse un disgusto, a partir de mañana vaya todas las noches a la taberna de Fawcet. Esté en ella hasta el momento de cerrar, o sea hasta casi las dos de la madrugada.

—No tengo nada que hacer en semejante lugar.

—Lo sé, señor Covarrubias; pero quizá sea conveniente que muchos testigos puedan probar que usted no he dejado de acudir ninguna noche allí. Es un consejo que le doy en su propio beneficio.

—¿Y si no hago caso de él?

—Podría exponerse a graves consecuencias, la menor de las cuales sería que le ahorcasen confundiéndole conmigo.

Covarrubias palideció.

—¿Es una broma? —preguntó.

—No, es una realidad. Aunque algo desagradable, es verdad. Además, una de las noches que usted pasará en la taberna de Fawcet verá y oirá algo muy útil para la defensa de Olaso.

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