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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (3 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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La carta continuó largamente, tratando de otros y variados asuntos; pero lo principal de ella estaba al principio.

Capítulo II: «Me han dicho que tu vida está en peligro…»

En las orillas del río Porciúncula, un numeroso grupo de gente aguardaba. No era un desembarcadero ideal; pero resultaba el mejor de que podía disponerse en Los Ángeles. El buque esperado había sido visto al amanecer y no tardaría mucho en llegar. Procedía de La Paz y traía, como pasajero más importante, al tercer César de Echagüe. En la familia de los Echagüe, el nombre de César había figurado siempre; pero como esto había ocurrido en la dinastía española, en California se llamaba al nieto del fundador el tercer Echagüe. Al fin y al cabo era el tercero de la dinastía californiana, y allí nadie tenía en cuenta que la familia Echagüe hubiese adquirido títulos de nobleza en la batalla de Calatañazor. Sólo se sabía que los Echagüe eran muy nobles, cosa que se advertía con sólo mirar al viejo César, erguido, firme y recio como una espada toledana. En cambio, los que recordaban al César tercero movían la cabeza y pronosticaban muchos males para la casa de Echagüe.

—La culpa la tuvo su madre —solían decir los mejor intencionados—. Quería una hija, y hasta que la tuvo trató a su hijo como a una niña. Y luego, también.

Cesar de Echagüe había horrorizado a todo el mundo con sus largas melenas, con su sonrisa tímida, con el cuidado que ponía en no pisar los infinitos charcos de agua y fango que se interponían en su camino. Había sido un niño desesperante. Al fin, el viejo César lo envió a Méjico y de allí a Cuba, para que aprendiese a ser hombre. A los veinticinco años, después de larga ausencia, César de Echagüe volvía con los suyos. ¿Cómo? Desde don César hasta el último peón, todos se hacían esta pregunta. Pero la curiosidad principal estaba en Edmonds Greene, novio casi desconocido de Beatriz de Echagüe, hermana del César que iba a llegar, dieciocho años llenos de sol, de belleza y de ese encanto que las españolas arrebataron a las moras y que, a su vez, cedieron a las mejicanas. Acostumbrado a las pálidas
misses
de Washington y Nueva York, no resulta extraño que Edmonds Greene se sintiese atraído por Beatriz. Tampoco es extraño que en unas tierras donde los yanquis eran tenidos por el exponente máximo de la incultura e incorrección, Greene destacara lo suficiente para que Beatriz se fijara en él. Y como se vivían tiempos de grandes cambios y, además, Greene habíase demostrado un gran amigo de los californianos, cuyo idioma hablaba a la perfección, tampoco tiene nada de extraño que el viejo don César consintiera un noviazgo que treinta años antes se hubiera considerado incorrecto y deshonroso. El único pero que opuso fue el de la religión; pero al saber que por su permanencia en Alicante y luego en Malta, Edmonds profesaba la religión católica, el caballero se dio por satisfecho.

Otra de las personas que esperaban llenas de curiosidad era Leonor de Acevedo.

Los Acevedo sólo eran superados en riqueza y poderío por los Echagüe. Leonor era hija única y, por lo tanto, heredera del patrimonio de sus padres. Éstos decidieron, desde que se convencieron de que no podían esperar otro heredero mejor, que Leonor y César se unieran. Al hacerlo se unían dos sangres a cuál más noble, dos fortunas a cuál mayor, y se aseguraba a los futuros Echagüe Acevedo una fortuna inmensa, que admitiría infinitas divisiones.

Leonor de Acevedo era casi alta, de cabello negrísimo, epidermis levemente bronceada, ojos grandes y expresivos, boca pequeña, nariz fina, rostro ovalado y brazos perfectamente formados. Lo demás, oculto por el rico traje, debía de corresponder, forzosamente, a la belleza que se dejaba al descubierto.

Educada a la antigua, Leonor no soñaba ni remotamente en desobedecer a sus padres. El autor de sus días había muerto unos años antes. Su madre era enérgica…, tan enérgica que se impuso a la Comisión que debía reconocer la legalidad de los títulos de propiedad de los hacendados, y no sólo obtuvo el reconocimiento de sus tierras, sino que incluso las aumentó en varios acres más, ya que al hacer la demanda, temiendo que cercenaran en algo sus fincas, declaró poseer más de lo que tenia. Claro que malas lenguas afirmaban que la pasión del general Clarke por la bella Leonor no era ajena a la sumisión de los comisionados. No obstante, era indudable que la energía de la madre pesó mucho en la Comisión.

A pesar de que Leonor, como decimos, no soñaba en desobedecer las últimas órdenes de su padre, y su madre tampoco se lo hubiera permitido, su curiosidad por ver en qué se había convertido el joven César era muy grande y muy justificada. Cuando César y ella jugaban juntos se profesaban un odio tan mortal que difícilmente se puede imaginar. Leonor era una muchacha para quien la audacia era el ideal supremo. «No subas a ese árbol», le había dicho una tarde su madre, al verla ante una vieja higuera. Diez minutos después Leonor caía de lo alto de la higuera, al partirse una rama que ella había juzgado bastante fuerte. No se abrió la cabeza porque ese Ángel de la Guarda que indudablemente protege a los niños debió de tomarla en brazos. Habíase peleado con todos los muchachos de su edad, y aún mayores; tiró a una acequia al que debía ser su novio, le insultó por su cobardía, lo despreció infinidad de veces por preferir la lectura a la acción, los sueños a las realidades. Cuando marchó hacia La Paz le había dicho: «¡Ojalá se hunda el barco y se te coman los caimanes!». No estaba muy segura de si los caimanes eran
peces
de mar o de río; pero, en cambio, estaba convencidísima de que deseaba el total exterminio de César de Echagüe.

Pero César, como esos seres débiles que hallan la fuerza en su propia debilidad —recordemos, si no, la fábula de la caña y el roble—, había sobrevivido a la travesía, a la revolución con que fue recibido en Méjico, a la travesía del Caribe, a las fiebres cubanas y a su propia estupidez. Y ahora, dentro de unos minutos, iba a desembarcar.

Leonor esperaba, sin grandes ilusiones, que su futuro marido volviera convertido en todo un hombre. Y mentalmente repetía los párrafos de la carta recibida un mes antes:

Amada mía. La más amada bajo los rayos diurnos de Helios y bajo su plateado y nocturno reflejo en la ancha y redonda losa de mármol de Selene. Vuelvo a ti después de mucho tiempo de vagar por la preciosa superficie de la tierra. Mi alma, conmovida por nuestro próximo encuentro, eleva un himno de gloria a los Manes supremos que decidieron nuestra unión. Tu recuerdo ha sido la estrella refulgente que ha guiado mis cansados ojos y ha puesto en mis labios la dulzura de la poesía. ¡Cuánto ansío estar bajo tu enrejada ventana! ¡Cuánto anhelo que mi pobre voz eleve hasta ti sus ecos envueltos en melodía! ¡Cuánto añoro la paz de nuestra tierra! ¡Cuánto deseo vivir en apacible dulzura a tu lado, oyendo el tañido de las campanas de San Gabriel, de Santa Bárbara o de San José, nuestras queridas misiones! Tú no sabes, vida de mi vida, amor de mi amor, sueño de mis sueños, ideal de mis ideales, esperanza de mis ilusiones, paz de mi inquietud, agua fresca que ha de calmar mi sed, cómo he vivido sin vivir porque estaba lejos de ti. Ahora vuelvo y creo resucitar de una doloroso pesadilla. Odio a los hombres agitados por la avaricia, por el afán de trabajar, como si el trabajo fuera lo que ha de elevarnos. Sé que a tu lado, en esa paz, en ese mundo que no conoce las bajas pasiones, mi espíritu recobrará la paz que dejó prendida bajo las palmeras de San Antonio

—Sospecho que se va a llevar una desilusión —suspiró Leonor—. Y yo también.

Y la joven volvió a fijar en el mar su cansada mirada, esperando, sin esperar, un milagro que sabía imposible.

La curiosidad de Edmonds Greene había abandonado hacía rato al barco que se aproximaba a las playas de California. Beatriz, aprovechando el hecho de que la atención de todos se halla fija en el velero que llegaba, le hablaba animadamente.

—Debes tener cuidado, Edmonds —le decía—. Me han dicho que tu vida está en peligro. Tus compatriotas te odian.

—Recuerda que somos compatriotas —sonrió Greene—. Ahora esta arena es tan norteamericana como la de Boston.

—Quizá nuestros sucesores formen el lazo de unión entre californianos y yanquis —replicó Beatriz—; pero mientras vivamos nosotros seremos extraños a vosotros.

—¿A mí también?

—Para ti no soy ninguna extraña. Ya lo sabes. Te ha admitido mi padre y yo también. Has vivido en España y conoces nuestra manera de ser. Tú no eres extranjero. Además —aquí Beatriz soltó una carcajada—, tú no tienes la culpa de haber nacido norteamericano.

—¿Qué tal es tu hermano? —preguntó Greene, después de apretar fuertemente la mano de Beatriz.

—Yo era muy niña cuando él se marchó; pero sospecho que no es lo que se necesita en estos momentos. Es un muchacho romántico, suave. Adora la poesía y odia la violencia. Mamá lo educó como una niña. Quizá la culpa no sea toda de él.

—En estos momentos los Echagüe necesitarían un hombre enérgico. Una especie de
El Coyote
.

—¿Le conoces? —preguntó Leonor de Acevedo, atraída por la mención de aquel nombre que estaba firmemente grabado en los corazones de todos los californianos.

—Le vi una vez —replicó Greene, volviéndose hacia la novia de don César—. Asaltó la diligencia en que yo venía aquí. En ella viajaban dos vendedores y compradores de tierras. Les despojó de todo el dinero que llevaban encima y luego los hizo azotar por el conductor de la diligencia, que cumplió a las mil maravillas su cometido.

—¿Es un bandido? —preguntó Leonor.

—No es precisamente un bandido; pero si las autoridades americanas lo detienen, le ahorcarán. Está metido desde hace varios años en un juego peligroso. Trata de conseguir por la violencia el respeto de los norteamericanos hacia sus compatriotas.

—¿Es californiano? —preguntó Beatriz.

—Dicen que sí. Tal vez sea mejicano. En todo caso, maneja las armas con una maestría inigualable; es un verdadero centauro, y como le apoya toda la población indígena de la Alta y Baja California, se escurre de las manos de sus perseguidores con una facilidad que se califica de diabólica. Si no estuviera en tan buenas relaciones con los padres de las misiones, creeríamos que es el mismo Satanás.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Leonor.

—Parece joven. Viste a la moda mejicana, usa guantes muy finos, que no le impiden manejar el revólver, y, además, lleva el rostro cubierto por un antifaz negro. Sólo se sabe que lleva bigote. Es el único detalle característico en él. Un bigote muy bien cuidado, pequeño, negro. Con el antifaz y el traje forma un conjunto inolvidable.

—¿Le odias? —preguntó Leonor.

—No puedo odiarle; porque si fuese verdad que mata a todos los yanquis, me hubiese matado a mí. Me desarmó, y al saber cuál era mi misión me devolvió las armas y el dinero y me dijo que me apoyaría, si le necesitaba.

—Parece un personaje de novela —suspiró Leonor—. Es una pena que al fin tenga que caer en manos de los soldados. ¿Tiene cómplices?

—Todo California es cómplice suyo; pero él trabaja solo. Es un coyote solitario.

—¿Es cierto que marca a sus enemigos? —inquirió, ansiosamente, Leonor.

—Sí. Dicen que a todo aquel a quien ataca le deshace de un disparo la oreja izquierda. A aquellos dos hombres los señaló así antes de hacerlos azotar.

—¡Qué romántico! —exclamó Leonor, olvidando el desprecio que sentía por el romanticismo—. ¿Dónde está ahora?

—¿Quién puede saberlo? —replicó Greene—. Suele operar por las regiones de la costa del Pacífico; pero lo hace intermitentemente. Aparece en cualquier sitio entre Trinidad y San Diego. Durante un mes o dos impone su ley y luego desaparece. A veces no vuelve a vérsele hasta cuatro o cinco meses más tarde, cuando ya todo el mundo cree que ha muerto. Si su última aparición fue en Mendocino, la siguiente tiene lugar en San Juan de Capistrano o en San Luis Rey. Más tarde reaparecerá cerca de San Francisco o en Monterrey. Es el bandido generoso de los romances hispanoamericanos. Todo cuanto roba lo reparte entre los pobres, para que puedan pagar los impuestos y conservar sus ranchos. Es un caballero andante que ha sustituido la espada por el revólver de seis tiros. Algún día, California lo considerará uno de sus héroes; pero entretanto se le busca para ahorcarle y han ofrecido cinco o diez mil dólares por su cabeza.

—¿Tanto? —preguntó Leonor—. ¿Y si algún indígena lo denuncia?

—Hubo uno, sólo uno, que lo intentó. Mejor dicho, lo hizo; pero
El Coyote
, advertido misteriosamente, logró escapar hacia Méjico. Al día siguiente, el autor de la denuncia apareció destrozado a cuchilladas. Por lo menos cien indios californianos se entretuvieron sometiéndolo a uno de esos martirios en que tan maestros son los pieles rojas. Fue una lección que todos aprendieron. Nadie más se ha atrevido a denunciar al
Coyote
.

—¿Cuándo se le vio por última vez?

—Hace mes y medio. Descendía hacia aquí; pero nadie le vio llegar. Se rumorea que ha muerto.

—¿De veras? —preguntó, decepcionada, Leonor.

—Siempre que
El Coyote
desaparece se dice que ha muerto. No creo que esta vez los rumores se confirmen mejor que las demás veces. En realidad es el mismo
Coyote
quien hace correr la voz de su muerte.

Ante los ojos de Leonor pasó la bella visión del moderno caballero andante. Se lo imaginó como un Cid armado de Colts de seis tiros, cargando contra la morería, que, en este caso, eran los desagradables norteamericanos que, como plaga de langosta, caían sobre las ricas tierras de California.

De sus ensueños la arrancó el vocerío que saludaba el anclaje del
Santa Inés
. El barco, recogiendo sus velas a la desembocadura del río, acababa de botar una lancha en la cual tomó asiento un hombre alto, joven, vestido como un figurín.

—No cabe duda —suspiró Leonor—. ¡Es él!

En efecto, era el tercero de los Césares de Echagüe trasplantados a California. A juzgar por el cuidado con que se metió en la lancha, por cómo limpió el banco en que se sentó, y por cómo apoyó las manos y la barbilla en el bastón de puño de marfil, era indudable que el heredero del rancho de San Antonio volvía peor de lo que se fue.

Un alto y peludo sombrero de copa protegía su cabeza de los rayos de Helios —vulgo sol—, y sus suspiros debían de estar llenos de poesía o de aburrimiento.

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