Read El Coyote / La vuelta del Coyote Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (5 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
8.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Quizá si hubiera puesto en explotación las minas sería usted lo bastante poderoso para asustar a sus enemigos e impedir que le arrebaten lo que es suyo.

—Me asustan las consecuencias que puede tener el descubrimiento de que en California el oro abunda tanto. De todo el mundo vendrían hombres empujados por el ansia de riqueza. Y no serían los mejores, sino los peores de cada país los que se verterían por estas tierras. Mientras me sea posible no tocaré esos yacimientos de oro.

—No puedo criticarle, ni negar que apruebo su manera de ver las cosas, don César. Y en cuanto a su hijo, no se entristezca antes de tiempo. Quizás aquí cambie. Esto no es Méjico, ni La Habana.

—Donde quiera que se plante una caña, por muy buena que sea la tierra, nunca se convertirá en abeto o en roble. Esta vez, la semilla de los Echagüe ha fructificado en algo que me avergüenza.

Edmonds no se atrevió a replicar. Dejó que el caballero marchara a sus habitaciones y regresó junto al joven César de Echagüe.

Capítulo IV: Odio las luchas y las emociones violentas

En aquellos momentos, el hijo del dueño del rancho estaba diciendo plácidamente:

—Odio las luchas y las emociones violentas. La violencia es destrucción, atraso, salvajismo. Las cosas más bellas del mundo se han hecho suavemente, sin prisa, sin dureza, con melosidad, incluso. Los cuadros más hermosos han sido pintados lentamente, fijándose el pintor en los menores detalles. Leonardo da Vinci pintó
La Gioconda
en un montón de años. Siete u ocho, creo. Lo hizo con el alma llena de paz. En cambio, la destrucción anuló en unas horas la labor de varios siglos, al quemar la biblioteca de Alejandría.

—Sin embargo, César, en estos momentos los verdaderos patriotas tenemos que luchar —declaró Beatriz.

—¿Para qué? —preguntó, sonriendo, el joven.

Al ver entrar a Edmonds Greene le saludó y prosiguió:

—El señor Greene me dará la razón de lo inútil que resulta la violencia. ¿Qué conseguiríamos levantándonos en armas contra los poderosos opresores actuales? Nada. Enviarían tropas, artillería, barcos de guerra, y al fin nos vencerían. En cambio, si nos dejamos dominar, si hacemos lo que ellos quieren, o sea olvidar la sangre caliente que circula por nuestras venas, y nos dedicamos a la poesía, a las artes bellas, a levantar edificios hermosos, a cultivar tierras feraces, acabaremos venciéndoles. Se enamorarán de lo que les ofrecemos, tan distinto de lo que ellos poseen, y no os quepa duda de que dentro de treinta años hablarán español, dirán que California es lo mejor del mundo y se considerarán más descendientes de los españoles de Colón que de los ingleses del
Mayflower
.

—Supongo que eso lo has aprendido en Cuba y en Méjico, ¿no? —preguntó, despectiva, Leonor.

—No. Es una nueva filosofía que se está apoderando del mundo. Es una filosofía lógica…

—Despreciable —interrumpió la señorita de Acevedo.

—Todo lo lógico es despreciable —sonrió César. Luego, encogiéndose de hombros, prosiguió—: Pero eso no impide que lo lógico se imponga.

Recordando sus palabras con Clarke, Greene intervino:

—A los hombres prácticos no se les levantan monumentos. En cambio, todos los idealistas los tienen. O por lo menos los tienen aquellos idealistas más destacados.

César de Echagüe soltó una estrepitosa carcajada.

—Es usted muy divertido, señor Greene. Me va a hacer creer que me dice lo que realmente opina. ¿Es posible que un norteamericano, la raza práctica por excelencia, hable como usted lo hace?

—¿No está de acuerdo conmigo? —preguntó Greene.

—No, desde luego, no puedo estar de acuerdo con una tontería (y perdone la expresión) semejante. Usted dice que sólo los idealistas, o sea los románticos, tienen monumentos. De acuerdo. Sólo ellos los poseen en cantidad suficiente para que se pueda decir que tienen mayoría absoluta. Pero ¿quién ha levantado esos monumentos? ¿Los idealistas? ¡No, por Dios! Han sido los hombres prácticos quienes han puesto las piedras de esos monumentos. A los pocos hombres prácticos que existen en el mundo les conviene la persistencia del idealismo. Sin ese defecto no existiría la virtud del practicismo. Como sin la leña no existiría el fuego. No, no. Reconozco que el romanticismo es necesario; pero entre ser un tonto romántico y un hombre práctico, me quedo con lo segundo. Dejemos que los idealistas se maten por nosotros. Luego les levantaremos un monumento y así pagaremos su sacrificio. Al fin y al cabo, ellos no piden más.

—¡Hablas como un cobarde! —dijo, indignada, Leonor.

—Tal vez —admitió César—. No pretendo ser un héroe. Es más, prefiero infinitamente más ser un cobarde y estar vivo y disfrutar de la vida, a ser un héroe y tener sobre mi tumba un hermoso mausoleo cubierto de coronas de laurel depositadas por mis admiradores póstumos, que, después de derramar unas lágrimas en mi honor, se irán tranquilamente a comer y a olvidar las emociones del día.

—¡Parece mentira que un californiano hable así! —estalló Leonor—. Mientras otros compatriotas exponen su vida por defender las viejas leyes de nuestra tierra, tú estás dispuesto a pactar con los invasores…

—Puedes ofender al señor Greene —advirtió César.

—No, no me ofende —sonrió Greene—. Yo también soy algo idealista.

—Entonces le doy algo así como veinticuatro o cuarenta y ocho horas de vida —sonrió César, sin pensar que estaba haciendo una trágica profecía—. Sus mismos compatriotas acabarán con usted. Aquí son necesarios hombres prácticos.


El Coyote
no es un hombre práctico —siguió Leonor—. Pero algún día los mismos norteamericanos le levantarán un monumento.

—¿
El Coyote
? —preguntó César—. ¿Quién es ese tipo?

—Un californiano que expone su vida por nosotros —contestó Beatriz.

—¿Una especie de vengador del pisoteado honor de California? —preguntó, irónico, César.

—Sí, eso mismo —dijo, duramente, Leonor—. Un hombre que apoya a los débiles contra los fuertes.

—¿Un bandido generoso? —el joven se echó a reír—. ¡Tonterías! Un sinvergüenza que roba diez y dando dos a los pobres se labra un prestigio que le asegura el apoyo de todos los campesinos mientras él se hace rico y marcha a Méjico o a Arizona a gastarse en tequila el producto de sus descarados robos.

—¡No hables así de un hombre a quien no conoces! —reprendió la señorita de Acevedo.

—Conozco la clase, aunque no conozca el sujeto —rió César—. Sé cómo suelen ser esos tipos. Y aun en el caso de que realmente fuera lo que decís, ¿qué importa? Dentro de un año, de dos, o de tres, caerá en manos de un destacamento de la Policía Montada que lo colgará de un álamo para que sirva de alimento a los cuervos. Si luego el árbol lo declaran sagrado y se convierte en lugar de peregrinaje para todos los verdaderos hijos de California,
El Coyote
podrá estar muy satisfecho viendo, desde el Más Allá, cómo se venera su memoria. En cambio, yo estaré muy satisfecho en el Más Acá viendo el árbol y disfrutando de su sombra treinta o cuarenta años más que
El Coyote
.

—Señor Echagüe —intervino Greene—. Estoy en su casa y no puedo abusar de las leyes de la hospitalidad. Admiro a su raza, porque he vivido entre ella mucho tiempo y reconozco sus virtudes y sus defectos. No puedo apoyar al
Coyote
, porque sus ataques se dirigen, principalmente, contra mis hermanos; pero si fuese hijo de California, mi admiración por él no conocería límites.

—¿Es usted amigo particular de ese misterioso bandido?

—¿Por qué dice que es misterioso?

—Porque supongo que nadie le conoce. Lo de llamarse
El Coyote
es una añagaza para ocultar su identidad, y si a pesar de todo se le conociera, estaría ya detenido. ¿Ha hablado usted con él?

—Una vez. Asaltó la diligencia en que yo iba y se portó muy cortésmente conmigo.

—¿De veras? Me extraña que siendo usted, según dice Julián, algo así como el representante particular del presidente de los Estados Unidos,
El Coyote
no le hiciera picadillo. Es más; si yo fuera el señor Clarke, ese general a quien todos los californianos odian (también eso me lo ha dicho Julián, que le odia más que nadie), yo sospecharía de usted, señor Greene.

—¿Por qué sospecharía de mí?

—Por una serie de razones muy sencillas. Usted es norteamericano. Sin embargo, habla muy bien del
Coyote
. Dice que ha sido asaltado por él; pero que, portándose muy caballerescamente, no le robó nada. Supongo que deben de existir testigos del suceso, ¿no?

Greene se turbó perceptiblemente.

—Pues no…, ya no existen.

—¿No? —César sonrió burlonamente—. Es una verdadera lástima. ¿Por qué no existen? ¿Iba usted solo?

—No. Viajaba en una diligencia con otros dos hombres. Dos canallas a quienes
El Coyote
despojó de cuanto llevaban.

—Entonces esos dos testigos pueden apoyar su declaración.

—No pueden.

—¿Porqué?

—Porque murieron dos días más tanta en una riña provocada por una partida de naipes.

—¡Qué dolor! ¿Y murieron los dos?

—Si. Fue en la siguiente parada, en el fuerte Keaton. Fueron sorprendidos haciendo trampas. Querían recuperar el dinero que les quitó
El Coyote
, y sus compañeros de juego los mataron.

—¡Qué oportunos, señor Greene! Pero antes de morir dirían a alguien que
El Coyote
les había asaltado.

—No. No se lo dijeron a nadie. Incluso me pidieron a mí que no lo dijese.

—¿Por qué tanto misterio?

—Porque si se sabía que
El Coyote
les había robado, nadie les concedería ningún crédito y, estando sin dinero, sólo podían fiar en el crédito.

—Y en su habilidad con los naipes, ¿no?

—Desde luego.

—Con lo cual se perdieron dos valiosos testigos; pero le queda otro que podrá jurar que presenció el asalto. Me refiero al conductor de la diligencia.

—Tampoco puede declarar —contestó, visiblemente molesto, Greene.

—¿Murió también? —sonrió César.

—Sí. En un ataque de los indios a su diligencia fue muerto…

—Sin haberle dicho a nadie que
El Coyote
había asaltado su coche, ¿no es cierto?

—¿Por qué iba a decirlo, si
El Coyote
no robó nada de lo que llevaba? Ni siquiera el correo.

—Es natural. No se me había ocurrida una explicación tan sencilla. En fin, no quiero molestarle más con mis insinuaciones, señor Greene, muy buenas tardes. Subo a acostarme un rato. Me he viciado a dormir la siesta, y sin unas horas de sueño por la tarde no podría vivir. Adiós, Beatriz; adiós, Leonor. Luego te veré. Ahora estoy profundamente muerto de sueño.

Ahogando un bostezo con la palma de la mano, César de Echagüe se levantó y, con paso torpe, dirigióse hacia la escalera que conducía a las habitaciones.

Al entrar en su cuarto encontró a Guadalupe Martínez, que le estaba terminando de arreglar la cama.

—¡Hola, pequeña…! —le dijo—. ¿Cómo te encuentras?

—Muy bien, señorito —contestó la muchacha, dirigiendo una mirada de profunda admiración al hijo de don César.

—Se te nota —replicó el joven—. Estás muy linda. Debes tener los novios zumbando a tu alrededor como moscones en torno a un plato de miel.

—No, señorito —replicó la muchacha, bajando los ojos—. No salgo apenas.

—Mal hecho. Una chiquilla tan linda debiera salir y dejar que el mundo entero gozase con su belleza.

—El señorito es muy galán y amable.

—No, no. Soy justo.

—Termino en seguida y el señorito podrá acostarse.

—Gracias. Tengo bastante sueño. ¿Te gustaron las cosas que te traje?

—Mucho, señorito. Fue usted demasiado bueno. Yo no merezco tanto.

—Sí, sí, mereces mucho más.

—¿Cómo podré pagarle su bondad?

—¿Está ya la cama, Lupe?

—Sí, señorito. Ya está.

—Entonces puedes pagarme con dos inmensos favores.

Mientras hablaba, César de Echagüe se había dejado caer en la enorme y mullida cama de columnas. Apoyó la cabeza en la ancha almohada y, levantando un pie, rogó:

—Quítame los zapatos y me harás el primer favor. En estos momentos me considero incapaz de inclinarme. Y luego entorna la ventana, procura que no entre el sol y cierra la puerta con todo cuidado. Y te quedaré eternamente agradecido si me haces un tercer favor.

—¿Cuál, señorito? —preguntó Guadalupe, mientras le quitaba los elegantes zapatos a César.

—Puedes decirle a tu padre que a las seis y media suba a despertarme. Quiero hablar con él. Adiós, Lupita. No olvides lo que te he encargado. Me interesa mucho conseguir de tu buen padre que me traslade a una habitación menos alta que ésta. No concibo el interés de los hombres en hacer escaleras, y mucho menos en subir por ellas. Supongo que a ti también te debe de molestar el subir escaleras, ¿verdad, Lupita?

—Para mí no tiene importancia el subirlas, señorito —replicó la joven—. Mi deber es trabajar y no me importa el tener que subir algunas escaleras.

—Tú eres joven —suspiró César—. La juventud siente deseos de gastar las fuerzas que la Naturaleza le ha prestado; pero eso es una tontería muy propia de la juventud, que siempre es tonta, pues hace lo que no debiera. Yo soy joven; pero he aprendido a portarme como un viejo. Ésa es la suprema sabiduría.

—Si el señorito lo dice…

—Claro que lo digo yo. He estudiado mucho y sé decir cosas de sentido común. Pero te estoy aburriendo. Adiós, dile a tu padre que suba. Me interesa que no te olvides.

—No tenga miedo, señorito. No lo olvidaré. ¿No desea nada más?

—No, creo que no deseo nada más. ¿Hay agua en la jarra?

—Sí, señorito; la llené en el pozo antes de dejarla sobre la mesita de noche. Está envuelta en un paño mojado y conservará la frescura hasta que el señorito despierte. También hay azúcar, por si la quiere dulce.

—Lupita, eres una joya. Es una lástima que esté enamorado de Leonor. Si no, me casaría contigo.

—El señor bromea —murmuró Lupe, inclinando la cabeza.

—Sí —murmuró, con soñolienta voz, César—. Bromeo. Tienes razón. Pero, no obstante, eres muy buena, muy linda y… no sientes odio contra mí. En cambio, Leonor lamenta infinito mi supervivencia a esos años pasados lejos de casa.

—La señorita Leonor también le quiere, señorito.

—No. Sospecho que está enamorada de ese bandido generoso que llaman
El Coyote
. En fin, si ella se decide a enviarme al diablo, pediré a tu padre que te case conmigo.

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
8.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Finding Forever by Shriver, Michele
Granting Wishes by Deanna Felthauser
H. M. S. Cockerel by Dewey Lambdin
This Present Darkness by Peretti, Frank
The Fire of Life by Hilary Wilde
Pieces Of You & Me by Pamela Ann