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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (7 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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—Pero ¿cómo iban a suponer que el señor Greene llegaría tan oportunamente para sus planes? —preguntó el médico.

César de Echagüe encogióse de hombros. Durante unos momentos su atención pareció vagar por el limbo. Luego volviendo a la tierra, contestó:

—Con que alguien que le viera llega avisase a Lukas, había bastante. Si Greene se hospedaba en la Posada Internacional, era lógico que pasara por la taberna que ocupa toda la planta baja. Y oyendo discutir a un californiano a quien se amenaza con despojar de lo que es suyo también era lógico suponer que un hombre que tanto admira a los que llevamos sangre californiana en las venas acudiera en defensa de la víctima propiciatoria.

—Entonces…, eso sería un plan preconcebido —gruñó el doctor García Oviedo—. No me parece mal supuesto, señor Echagüe. Creo que ha dado usted en el clavo, aunque no comprendo quién puede haber tramado una cosa semejante.

—Yo sospecharía de ese Starr, y si alguien le apoya… ¿Quién le apoya, papá?

—Es amigo del general Clarke —replicó, casi contra su voluntad, don César.

—Entonces yo sospecharía del general Clarke. Por cierto, ¿qué ha sido de nuestro buen Telesforo?

—Está detenido y mañana o pasado le juzgarán.

—¿Por qué no le han juzgado ya? —preguntó César.

—Porque esperan a que el señor Greene muera o se cure.

—¿Para pedirle pena de muerte o no? —inquirió el joven.

—No; en realidad, de todas formas, lo condenarán a muerte; pero si el señor Greene muriese, lo fusilarían, y si no muere, lo ahorcarán.

—¿Y por qué la diferencia?

—No sé. Dicen que si se trata de un asesinato, interviene el fuero militar, y si sólo es un atentado contra un representante del Gobierno, interviene el fuero civil. En el primer caso lo fusilan los soldados. En el segundo, lo ahorcan unos cuantos paisanos que se ofrezcan voluntariamente.

—Pero si lo juzgan civilmente, el juez, que es californiano, no le condenará.

—No, de todas formas lo juzgará un tribunal militar; pero si se trata sólo de un intento de asesinato, el tribunal militar, después de condenarlo a muerte, se lo cederá al
sheriff
de Los Ángeles para que se encargue de eliminarlo.

—No lo entiendo —suspiró el joven—. Debe de ser una cosa muy lógica. Pero si pensáis traer aquí a mi futuro cuñado quizá fuera conveniente que os hicierais rodear por un grupo bastante numeroso de jinetes. Pudiera ser que mientras vosotros lleváis al herido como si fuera uní copa llena de agua, a alguien se le desboque a tiempo el caballo y se precipite encima de la camilla y el vaso de agua se vierta por completo y, además, a rompa.

El doctor miró, asombrado, al joven Luego se volvió al dueño de la casa y declaró:

—Usted, don César, podrá creer que su hijo es tonto; pero yo opino que, de todos los californianos, es el más sagaz.

Ahogando un bostezo, César de Echagüe, replicó:

—No pierda el tiempo tratando de convencer a papá, doctor. Él cree firmemente que soy algo así como un mulato en una familia de rubios. Si no fuese porque no puede dudar de mamá y porque me parezco al abuelo, declararía que no soy hijo suyo.

—¡Calla! —ordenó don César—. No aumentes con tu desvergüenza el dolor que me produce el ver cómo te portas. Espero que, al menos, acompañarás a tu hermana a recoger al señor Greene.

—Es una tontería que me moleste pero, si crees que de esa forma puedo hacer algo, iré con Beatriz.

Poniéndose en pie, se desperezó y llamó:

—¡Julián!

El criado entró al momento.

—Oye —pidió César—. ¿Ha llegado ya el caballo de que me hablaste?

Julián dirigió una inquieta mirada hacia don César.

—Sí, señorito —murmuró—. Llegó esta mañana.

—¿Y crees que no le habrá picado ninguna mosca mala?

—Sigue tan manso como puede serio un animal tan viejo.

—¿De qué caballo hablas? —preguntó don César.

—De
Lucero
, mi amo.

—¿Y qué vas a hacer con él?

—Niño César lo quiere montar.

El anciano volvióse hacia su hijo.

—¿Es que deseas aumentar mi ridículo presentándote en el pueblo montado en semejante animal?

César de Echagüe encogióse cansadamente de hombros.

—Yo preferiría ir en carretilla; pero Julián me dijo que
Lucero
aún estaba vivo y que ni pinchado por todas las espuelas del mundo es capaz de arrancar al trote. Tratándose de ir en busca del señor Greene es conveniente que todos montemos caballos mansos.

—¡Pero montar el caballo que ya era viejo cuando tu hermana aprendió a cabalgar…! En fin —don César encogióse también de hombros—. No vale la pena discutir contigo.

—Déjele —aconsejó el médico—. Al fin y al cabo es preferible que le vean montando a
Lucero
que tendido en una carreta llena de paja.

Suspirando muy hondo, César replicó:

—Ése era mi ideal; pero lo han echado por tierra. Anda, Julián, ponle a
Lucero
una silla bien cómoda y dale de comer; no vaya a suceder que por llegar antes a la cuadra se le ocurra emprender el trote.

Capítulo VI: Procura matar a César de Echagüe

El general Clarke fumaba un negro, largo y retorcido cigarro, más parecido a un sarmiento untado de brea que a un producto de las vegas virginianas.

Frente a él, acomodado en un sillón, con los pies sobre el escritorio, Lukas Starr fumaba un cigarro hermano del que convertía en maloliente humo el general.

—Salió bien la cosa; pero no todo lo bien que debía haber salido —decía Clarke.

Starr lanzó al techo una columna de apestoso humo.

—Mi hombre disparó perfectamente. El doctor dijo que fue un milagro que una de las dos balas no perforase el corazón.

—Pero el milagro se ha producido —refunfuñó Clarke—. Y Greene sigue con vida. Hay que hacer algo. Por eso te llamé, en vez de confiar en Charlie MacAdams.

—Tu asistente me dio tus órdenes y lo dispuse todo para que el trabajo se hiciera bien.

—Pero se hizo mal.

De nuevo Starr lanzó al techo el humo de su cigarro.

—Es una de esas probabilidades en contra que el hombre se ve obligado a prever en todos los asuntos peligrosos. Otra vez se hará mejor.

—No podemos repetir el ataque contra Greene. ¿Quién cargaría con las culpas?

—Nadie. El azar. La casualidad…

—Ésos ya han intervenido una vez. Fueron el azar y la casualidad los causantes de su herida.

—Y de su salvación.

—¿Qué plan tienes?

—¿Sabes que del rancho de San Antonio vendrán a buscar al herido? Piensan trasladarlo allí.

—¿Y qué?

—Nada. Un viaje largo… Un caballo desbocado… Si el herido cayese por tierra…

—¿Una hemorragia?

—Seria terrible. El infeliz Greene desangrándose…

—¿Cómo sabes que vendrán a buscarlo?

—Tengo oídos en el rancho de San Antonio.

—Entonces, ¿es seguro?

—Sí. El pequeño Echagüe dirigirá el traslado.

—Eso te ofrece una oportunidad ideal para librarte de un obstáculo y librarme a mí de otro.

—Sí. Por ejemplo, podría ocurrir que alguien tropezara con César de Echagüe, le insultara, le obligase a empuñar un arma y, en el tiroteo, matarle y herir a alguno de los que lleven la camilla en que bajarán a Greene. Quizá no sea necesario ni siquiera herir a nadie más, pues lo más probable es que suelten la camilla y salgan huyendo. Si falla eso podemos preparar, además, lo del caballo desbocado.

El general Clarke se paseó nerviosamente por la estancia, echando bocanadas de humo.

—Será demasiado visto —dijo—. Sin embargo, es una buena oportunidad. Leonor de Acevedo no se muestra demasiado esquiva. Quizá me fuera fácil calmar su pena por la muerte de su prometido…

—Y, de paso que tú te casabas con el rancho Acevedo, yo podría coger un buen bocado del rancho San Antonio. Muerto el heredero de los Echagüe, desaparecido el defensor de la familia, teniendo que luchar sólo con un viejo… Creo que sería fácil.

—No es mala idea —admitió Clarke—. Lamento que el golpe contra Greene no tuviera un éxito más completo; pero ya que es necesario repetirlo, hazlo y procura matar a César de Echagüe. Desde luego, así el camino será más fácil. Tendremos que darnos prisa.

—Ya está todo dispuesto —sonrió Starr—. Supuse que no tardarías en vencer tu repugnancia y te convencerías de que lo mejor es seguir mi plan.

—¿A quién se lo has encargado?

—No te preocupes. Está en buenas manos.

—Debes obrar con cautela. Anda por la ciudad una mujer que, según dicen, prepara un libro sobre nosotros.

—¿Sobre quién?

—Sobre lo que sucede aquí. Asegura que esto es indignante y que escribirá una novela denunciando nuestros atropellos. Se trata de una tal Elena Hunt Jackson
[2]
, y si el libro llega a publicarse puede ocasionar disgustos.

—No hay nada como impedir que se publique.

—Con una mujer no podemos utilizar los mismos métodos que con los hombres.

—Cuando disparo sobre un coyote no miro si es hembra o macho.

—¿Un coyote? —Clarke había palidecido—. ¿Por qué lo nombraste?

—¿A quién?

—Al
Coyote
.

—No lo he nombrado. He hablado de un coyote; pero no de ése en particular. Me refería al normal… Además, ¿vas a decirme que tienes miedo de ese enmascarado?

—No sé… —Clarke vaciló—. No estoy tranquilo. En la California del Norte ha hecho cosas que…

—¿Temes que venga por aquí?

—Hace meses que no se sabe de él.

—Pueden haberlo matado.

—Se habría sabido. Una noticia semejante hubiera circulado por toda California.

—No, si murió entre sus amigos. Ellos preferían hacer creer que aún vive y que de un momento a otro puede reaparecer.

—Eres muy optimista. Envidio tu esperanza.

—Aunque
El Coyote
, si es que existe, apareciese por aquí, lo tenemos todo lo bastante bien organizado como para que no pueda hacer nada. En San Francisco, donde no existe ningún orden, pueden ocurrir cosas que en Los Ángeles están prohibidas. Y no hablemos de ese
Coyote
. Al fin y al cabo, nadie le ha visto. Puede que sólo sea una figura de leyenda. Más de preocupar es esa escritora.

—No emprendas nada contra ella. Antes de que termine de escribir su libro y de que se publique y de que haga efecto, ya habremos liquidado nuestro negocio. Antes de un año tendremos las mejores tierras de California Baja. Ahora salgamos a pasear y nos acercaremos a la Posada Internacional. No conviene que entremos, pues alguien se podría extrañar de mi proximidad a Greene siempre que le ocurre algo malo.

Clarke se ajustó el cinto, de donde pendía, enfundado, el largo y pesado Colt de seis tiros. Antes de alcanzar el ancho sombrero, desenfundó el arma y comprobó si cada uno de los depósitos del cilindro estaba cargado y si los cebos se hallaban en buen estado. Cambió una de las chimeneas de cobre y, por último, guardó de nuevo el revólver, comentando:

—Estas armas son muy útiles; pero exigen una endiablada cantidad de tiempo para cargarlas. Dicen que se han inventando ya cartuchos en los cuales va la bala, la pólvora y el pistón, y que ni el agua estropea.

—Algo he oído —asintió Starr, que también había desenfundado su revólver y comprobaba si los seis cebos estaban en orden.

El general se puso el sombrero y salió de su despacho. Al llegar a la calle aguardó a Starr y luego, juntos, marcharon por la calle Mayor en dirección a la plaza, donde estaba la Posada Internacional.

—¿Qué piensas hacer con Cárdenas? —preguntó Lukas.

—Le juzgaremos mañana. Si muere Greene le fusilaremos y si no le ahorcaremos. Es un infeliz que está ya convencido de que disparó sobre el delegado del Gobierno.

Cuando llegaron a la plaza vieron llegar un grupo de jinetes a cuya cabeza marchaba, en un enorme, cansino y blanco caballo, el heredero de los Echagüe. Iban también su hermana y Leonor de Acevedo.

—Viendo a ese muchacho casi creo que sería mejor terminar con el padre —dijo Clarke—. Es menos peligroso que una liebre.

—Es posible; pero conviene eliminarlo antes de que se convierta en león. A los californianos no se les puede catalogar como a otras gentes. Ya lo sabes por experiencia. Creíais que los habitantes de esta tierra eran mansos como corderos y de pronto os echaron de Los Ángeles, os derrotaron en San Pascual, casi sin armas, sólo con lanzas y viejos mosquetes…

—Puedes ahorrarte los recuerdos —interrumpió Clarke—. Sé por qué sucedió aquello; pero, de todas formas, ese tipo no se parece en nada a los hombres que lucharon contra nosotros durante la guerra. Sin embargo, puede seguir adelante el plan trazado.

Al llegar frente a la Posada Internacional, los jinetes saltaron al suelo, a excepción de César de Echagüe, que se dejó deslizar por el amplio costado de su montura. Una vez en tierra, el joven se abanicó con el sombrero, suspirando ruidosamente.

Leonor no le había dirigido la palabra. A su lado cruzó la taberna y acompañó a Beatriz a la habitación que ocupaba Edmonds Greene.

Entretanto, los peones del rancho trajeron una camilla hecha de correas trenzadas y cubierta con un blando colchón de lana. César los acompañó, descendiendo luego, con Leonor, mientras los peones bajaban lenta y cuidadosamente la camilla en que iba tendido Edmonds.

Al llegar abajo, César y su prometida aguardaron a los peones. Desde el mostrador, un norteamericano, vestido como un minero, preguntó en voz alta a un compañero, en español:

—¿Viste el penco que montaba ese maniquí?

El otro replicó, con una gran risotada:

—¡Qué si lo vi! Aún me estoy riendo. Y no precisamente del caballo.

Leonor enrojeció y, volviéndose hacia César, preguntó, con voz temblorosa:

—¿Vas a tolerar ese insulto?

César la miró, suplicante.

—No hagas caso —pidió—. Están borrachos.

El que había hablado primero avanzó hacia César de Echagüe.

—¿Yo, borracho? —rugió, agarrando por un nombro al joven—. ¡Ahora te enseñaré a insultarme!

Al hablar se había apartado de César, acercando la mano a la culata de su revólver.

—No voy armado, señor —dijo Echagüe—. Si me mata cometerá un asesinato… Y hay testigos… Si le he ofendido, perdone… Retiro mis palabras.

Un incrédulo asombro invadió el rostro del americano. Por un momento no supo qué hacer. En la taberna había muchos testigos, y no todos norteamericanos. Al fin, encontrando una solución, escupió violentamente al rostro de César, esperando que éste sacara un pañuelo para secarse el rostro y poderle así matar con la excusa de que lo hizo creyendo que el otro iba a empuñar una arma.

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