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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (8 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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Pero la casualidad, tal vez, hizo que César llevase un pañuelo en el bolsillo superior de la chaquetilla, por el que asomaba. Así, sin necesidad de buscar en los otros bolsillos, pudo sacar el pañuelo y limpiarse la cara, mientras se dirigía hacia la salida.

—Si quieres una reparación, de hombre a hombre, puedes buscarme cuando gustes —dijo el norteamericano—. Me llamo Douglas Moore.

Pero si César de Echagüe lo oyó, no hizo nada que lo demostrase. Cuando los demás salieron de la posada, le vieron montado en su caballo, jugando con el pañuelo.

—Por lo visto no ha tenido éxito el plan —gruñó Clarke.

Starr se encogió de hombros.

—Queda el otro —dijo—. No comprendo cómo ha podido fallar.

En aquel instante apareció Leonor de Acevedo y fue a montar en su yegua. César quiso ayudarla, pero la joven le rechazó. Sus palabras llegaron con toda claridad a los oídos de Clarke y de Starr.

—¡Déjame! Supongo que te sentirás muy orgulloso. Te has puesto en ridículo para siempre. Y no sólo eso, sino que me has convertido en el hazmerreír de todos Los Ángeles. Creo que no hace falta que te comunique el rompimiento de nuestro compromiso.

—¡Pero…, mujer!

—Es inútil que digas nada.

—Pero si iba desarmado…

—Sólo a un cobarde como a ti se le ocurre venir al pueblo sin armas.

—Si las hubiera traído, aquel bárbaro me habría matado.

—¿Y qué? ¿Te imaginas que es mucho mejor vivir así? Yo te habría llorado toda mi vida y no me hubiera casado con otro hombre.

—Pero… Leonor… ¿Es que hubieses preferido verme muerto?

—De todas formas, has muerto para mí… Si lo hubieses hecho como un hombre, hubiera guardado un eterno recuerdo de ti. ¿Cómo nos van a juzgar esos extranjeros?

—Está bien; pero ¿no crees…?

—No creo nada —interrumpió Leonor—. Sólo sé que para mí has terminado, y que ni tu padre ni nadie podrá convencerme para que vuelva a reanudar nuestras relaciones. ¡Adiós! Y cuídate mucho, no vayas a resfriarte.

Clarke y Starr se miraron un momento y los dos sonrieron.

—Quizá las cosas no hayan salido tan mal como creíamos —dijo el general.

—Sólo falta que el desbocamiento del caballo tenga éxito —replicó Lukas.

Pero el desbocamiento no tuvo el menor éxito, porque el rifle recibido por Julián Martínez, y que el servidor no había abandonado ni un momento desde que su amo se lo entregara, disparóse a tiempo y el desbocado caballo que cargaba contra el grupo que conducía a Edmonds Greene al rancho de San Antonio cayó con la cabeza atravesada por un certero balazo.

El jinete elevó airadas protestes; pero el joven Echagüe le hizo callar indicándole que podía pasar por el rancho y recoger dos caballos a cambio del que tanto lamentaba haber perdido.

Sonriendo ampliamente, agregó:

—Los tenemos tanto o más salvajes que el suyo. Con ellos se podrá romper eficazmente la cabeza.

El propietario del caballo no tuvo nada que objetar y prometió pasar a recoger los animales ofrecidos.

Dos horas más tarde, Edmonds Greene estaba instalado en una soleada habitación del rancho de San Antonio y, ya fuera por el nuevo alojamiento o por la enfermera que le cuidaba, lo cierto fue que, al llegar, el doctor declaró que, sin poderse descartar aún todo peligro, lo peor había ya pasado y, o mucho se engañaba, o antes de un mes el herido podría galopar de nuevo.

—Puede que incluso antes —agregó, antes de salir.

Capítulo VII: Yo pido la máxima pena que señala la ley

En cuanto hubieron transcurrido cuarenta y ocho horas después del traslado de Greene al rancho de San Antonio, se celebró el juicio contra Telesforo Cárdenas. El tribunal militar se reunió en el comedor de tropa del Fuerte Moore, que desde el 4 de julio de 1847 se elevaba sobre una de las montañas que dominaban el pueblo
[3]
.

En el comedor, única estancia algo amplia que permitía la reunión de un grupo numeroso de gente, se constituyó el tribunal, presidido por el general Clarke, ante el cual Telesforo Cárdenas debía responder de su delito. El californiano compareció fuertemente esposado, entre dos soldados de Caballería, armados de rifles, que durante todo el proceso permanecieron a ambos lados de él.

Los testigos fueron reunidos por el fiscal y por el defensor. Éstos, aunque obrando con manifiesta buena fe, encontráronse con el problema de que mientras unos testigos afirmaban sin ninguna duda y con mucha energía que Cárdenas era culpable, los otros, en cambio, lo declaraban inocente absoluto. Los que consideraban culpable al californiano eran todos los norteamericanos que se hallaban presentes en el lugar del suceso. En cambio, los californianos que presenciaron la escena denunciaron la imposibilidad de que Cárdenas hubiera poseído la pistola y hubiese disparado con ella.

Durante dos días siguió el lento desfile de testigos, siempre con las mismas características. Unos afirmaban que Cárdenas era inocente y otros declarándole culpable.

En su resumen de los hechos, el fiscal: apuntó, como detalle convincente, que Cárdenas estaba discutiendo con Lukas Starr y que era más lógico suponer que intentara matar a Starr y que involuntariamente hiriese al hombre que intervino en su favor, que imaginar la culpabilidad de otra persona a la cual nadie había visto.

—No me guía ningún sentimiento de enemistad contra el acusado —dijo el fiscal—. No tengo ningún prejuicio de raza contra él, ya que, desde que California ingresó en la Unión, el acusado es tan norteamericano como yo. Por lo tanto, mis acusaciones tienen la misma imparcialidad que si fueran dirigidas contra cualquier norteamericano. Tenemos el hecho de que el representante de nuestro Gobierno en la ciudad de Los Ángeles ha sido gravísimamente herido. Desde el primer momento he reconocido al acusado inocente de toda premeditación en su delito. Creo, honradamente, que no pensó en herir al señor Greene; pero, en cambio, de todas las declaraciones de los testigos, tanto de la defensa como de este ministerio fiscal, se desprende que el acusado y el señor Starr, residente en esta población, discutían acerca de la propiedad de unas tierras. No examinaré la razón o sinrazón de uno o de otro. A este tribunal no le incumbe decidir si en la discusión la razón apoyaba al acusado o al señor Starr. Para nosotros ese punto carece de importancia. Lo realmente importante es que discutían y que lo hacían con mucho calor. Es indudable que el acusado no fue a la Posada Internacional pensando herir ni matar a nadie; pero, perteneciente a una raza de sangre ardorosa, de fácil excitabilidad, empujado por la injusticia que, sin fundamento alguno, temía se fuera a cometer con él, pues ya ha quedado demostrado que la sentencia favorable del tribunal no podía ser revocada, el acusado empuñó un arma, con los desgraciados efectos que todos conocemos y lamentamos. Su culpabilidad es lógica e indudable, y cualquier otra explicación que se quiera dar a un hecho tan claro y evidente será simple afán de desfigurar los hechos, buscando la absolución del acusado, contra quien yo pido la máxima pena que señala la Ley, recordando que la víctima es un alto representante del Gobierno.

Al llegar a este punto el abogado defensor, que había estado hablando con un californiano que acababa de llegar y que le entregó una carta, se puso en pie y, dirigiéndose al presidente del tribunal, pidió:

—Señor presidente, ruego que este tribunal se traslade al rancho de San Antonio, propiedad de don César de Echagüe, y en el cual se encuentra recluido el señor Edmonds Greene. Acabo de recibir una carta suya en la cual declara que desea prestar declaración ante este tribunal, y como su estado le impide acudir personalmente y sus declaraciones pueden influir en el resultado de este proceso, ruega se envíe a alguien a tomarle declaración. Sin embargo, yo opino que sería muy conveniente que el tribunal en pleno se trasladará allí.

—¿Dice en su carta el señor Greene si su declaración favorecerá o perjudicará al acusado? —preguntó Clarke.

—No lo dice, señor presidente —replicó el defensor.

—Bien… —Clarke pareció meditar unos segundos; luego, dando un mazazo sobre la mesa, para retener la atención de todos, decidió—: Se levanta la sesión de este tribunal, que volverá a reunirse mañana, a las once de la mañana, en la residencia de don César de Echagüe, es decir, en el rancho de San Antonio. Mientras tanto ruego a los componentes de este tribunal militar que se abstengan de hacer comentarios, acerca del juicio ni de emitir en público ninguna opinión. Deberán meditar sobre cuanto han oído y aguardar la declaración del señor Edmonds Greene para decidir la culpabilidad o no culpabilidad del acusado.

Otro mazazo dio por terminada la sesión. Mientras Telesforo Cárdenas era sacado de la sala y conducido a su celda, los miembros del tribunal salieron discutiendo en voz alta los pormenores del juicio y decidiendo, de mutuo acuerdo, que la culpabilidad del acusado era tan clara como el cielo de California.

****

Una hora después, Clarke, Starr y Charlie MacAdams se reunían en el despacho del primero en el Fuerte Moore.

—No me gusta ese deseo de Greene —dijo Clarke—. ¿A quién pretende favorecer?

Después de encender su cigarro en la llama de una de las velas que iluminaban la estancia, Starr miró burlonamente a Clarke y replicó:

—¿A quién? Pues a Cárdenas. Si pensara declarar contra él hubiera enviado la carta al fiscal.

—Según lo que diga, puede perjudicarnos —refunfuñó Clarke.

—No lo creo yo así —rió Starr—. Es cierto que su declaración puede desconcertar al tribunal; pero si nadie ha dicho quién disparó realmente, a pesar de que fueron mucho los testigos que presenciaron la escena, es imposible que Greene, que tenía la mirada fija en mí, pueda descubrir la verdadera identidad del agresor. Dirá, tal vez, que Cárdenas no disparó. Sin embargo, su declaración no pesará para nada en el tribunal.

—Pero aún pesaría menos si alguien, esta noche, cerrara para siempre los labios de Greene —sugirió el asistente de Clarke.

—¿Otro atentado? —preguntó el general—. Han fallado ya dos.

—Pero el tercero puede tener éxito. Dicen que las cosas salen bien a la primera o a la tercera vez, nunca a la segunda. Además, ¿quién puede tener interés en matar a Greene ahora? ¿Se asombrará alguien si decimos que le asesinaron para que no pudiese declarar contra Cárdenas? Nosotros sabemos que su declaración tenderá a favorecer al acusado; pero quienes desconozcan sus simpatías por los indígenas, supondrán, con mucha lógica, que su declaración debía perjudicar a Cárdenas.

—No parece mala idea —admitió Starr.

—Sobre todo teniendo en cuenta que Greene está instalado en una de las habitaciones de la planta baja del rancho —siguió MacAdams—. No se atrevieron a subirlo arriba.

—O sea que cualquiera podría llegar fácilmente hasta la ventana del aposento y disparar por ella sobre Greene —murmuró Starr, fumando pausadamente.

—Un tiro sumamente fácil —sonrió MacAdams—. Conozco a cinco o seis personas que no tendrían inconveniente en dispararlo por menos de cien dólares.

—Personas que si fuesen descubiertas cantarían de plano —gruñó Clarke.

—No, si quien les pagaba era cierto californiano amigo mío que es capaz de disfrazarse bajo el aspecto de don César de Echagüe. En el caso de que fallara el golpe, siempre quedaría la posibilidad de condenar al propietario del rancho.

—Eres diabólico —sonrió Clarke—. De todas formas, la idea no me parece mala. Te daré cien dólares.

—Doscientos, mi general —interrumpió MacAdams—. Hay que comprar al asesino y a quien debe darle la orden.

—Perfectamente —aprobó Clarke—. Toma.

Guardó Charlie MacAdams el dinero y partió a cumplir su misión, mientras Starr y Clarke brindaban por el buen éxito de la empresa.

****

Pero la empresa no tuvo buen éxito. Por lo menos no lo tuvo desde el punto de vista de los interesados en la violenta expulsión de este mundo de Edmonds Greene.

El hombre a quien se encargó la misión de disparar sobre el herido llegó cautelosamente hasta unos metros de la iluminada ventana de la habitación de Greene. Vio, a través de los cristales, la figura del herido, cubierto hasta la cabeza por las sábanas, y levantó la pistola de arzón que llevaba dispuesta. Se entretuvo un poco asegurando la puntería y, de súbito, sintió que el mundo entero caía sobre su cabeza, haciéndole soltar la pistola y desplomarse sobre la hierba húmeda de helado rocío. Cuando recobró el conocimiento encontróse a más de dos leguas del rancho, tumbado al borde del camino real de San Bernardino.

Cuando al fin el defraudado asesino se convenció de que estaba muy lejos de donde el mundo había chocado contra su testuz, incorporóse, buscó inútilmente el arma con la que había pensado rematar a Greene y buscó, también en vano, los cien dólares recibidos por el trabajo.

Con los miembros envarados por el frío, la cabeza llena de zumbidos y las piernas vacilantes, el mercenario emprendió el regreso a Los Ángeles, meditando lo que podría decir a quien le preguntase por qué Edmonds Greene continuaba con vida.

Capítulo VIII: Serás colgado por el cuello hasta que mueras

Daban las doce del mediodía siguiente cuando la sesión del tribunal que debía decidir sobre la suerte de Telesforo Cárdenas se inició en la gran sala del rancho de San Antonio. Se trataba de tomar declaración a Edmonds Greene, que, ayudado por Beatriz de Echagüe, se trasladó por su propio pie a la estancia, siendo saludado por todos los miembros del tribunal, que, con algún retraso, habían acudido al lugar de la cita.

La declaración de Greene fue breve.

—Sí —afirmó, respondiendo a las preguntas del fiscal—. Estoy seguro de que Telesforo Cárdenas no disparó sobre mí.

—Todos dicen lo contrario, señor Greene —dijo el fiscal.

—¡Protesto! —interrumpió el defensor—. El señor fiscal comete un involuntario error al afirmar que todos los testigos afirman que el acusado disparó sobre el señor Greene.

—El defensor tiene razón —dijo Clarke, cuyo mal humor nadie se explicaba—. Señor fiscal, no tergiverse los hechos.

—Quiero decir que un número muy elevado de testigos afirma haber visto al acusado disparar sobre usted, señor Greene.

—Yo no le vi disparar —insistió el delegado del Gobierno—. Y creo que mi declaración tiene más peso que todas las otras.

—No opino yo igual, señor Greene —replicó el fiscal—. Y le suplico no tome mis palabras en el sentido ofensivo. No dudo de usted ni de su buena fe; pero sus simpatías por los californianos son notorias y en este caso tal vez considere que la magnanimidad con el culpable puede ser beneficiosa para la pacificación del territorio.

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