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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El cuerpo del delito (3 page)

BOOK: El cuerpo del delito
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Los policías siempre querían saberlo. Por mucho que yo les dijera que no se podía establecer, ellos siempre lo preguntaban.

—No es posible saberlo a través de estas manchas de sangre —contesté, notándome la boca seca y con sabor a polvo—. Depende totalmente del lugar que ocupara con respecto a ella. En cuanto a las heridas del pecho, le diré que están ligeramente inclinadas de izquierda a derecha. Eso podría indicar que es zurdo, pero ya le digo que todo depende del lugar que ocupara en relación con ella.

—Pues a mí me parece muy interesante que casi todas las lesiones de defensa estén localizadas en la parte izquierda de su cuerpo. Ella corría y él se le acerca por la izquierda y no por la derecha. Eso me induce a sospechar que es zurdo.

—Todo depende de las respectivas posiciones del asaltante y de la víctima —repetí con impaciencia.

—Ya —musitó Marino—. Todo depende de algo.

Cruzamos la puerta. El suelo era de parquet y en él se había trazado un camino con tiza en el cual se encerraban las manchas de sangre que conducían hacia una escalera situada unos tres metros a nuestra izquierda. Beryl había seguido aquel camino para dirigirse a la escalera. Su angustia y terror debieron de ser más intensos que su dolor. En la pared de la izquierda se observaban varias tiznaduras de sangre hechas con los dedos heridos, que la víctima debió de extender y deslizar por dicha pared para no perder el equilibrio.

Había manchas negras en el suelo, las paredes y el techo. Beryl había corrido hasta el final del pasillo del piso de arriba, donde su atacante la acorraló momentáneamente. Allí había mucha sangre. La persecución se debió de reanudar cuando ella consiguió huir del callejón sin salida y corrió a su dormitorio, donde quizás escapó de su atacante subiendo a la cama de matrimonio mientras él la rodeaba. En aquel momento, ella le debió de arrojar la maleta o quizá la maleta estaba encima de la cama y cayó al suelo. La policía la encontró abierta sobre la alfombra y boca abajo, como una tienda de campaña, con varios papeles diseminados a su alrededor, entre ellos las fotocopias de las cartas que había escrito desde Key West.

—¿Qué otros papeles encontraron aquí? —pregunté.

—Recibos, un par de guías turísticas, un folleto con un plano —contestó Marino—. Le haré fotocopias si quiere.

—Sí, por favor —dije yo.

—También encontré un montón de páginas mecanografiadas en aquella cómoda de allí —añadió Marino, señalándola—. Probablemente era lo que estaba escribiendo en los cayos. Hay muchas notas al margen escritas a lápiz. No hay ninguna huella que merezca la pena. Unas cuantas tiznaduras y algunas huellas parciales de la propia víctima.

En la cama sólo quedaba el colchón desnudo. La colcha y las sábanas ensangrentadas habían sido enviadas al laboratorio. La víctima empezó a debilitarse y a perder la capacidad de movimiento. Salió a trompicones al pasillo y allí cayó sobre un
kilim
oriental que yo recordaba haber visto en las fotografías. En el suelo se veían señales de arrastre y huellas de manos ensangrentadas. Beryl se desplazó a rastras hasta el dormitorio de invitados al otro lado del cuarto de baño y allí finalmente murió.

—Me parece —añadió Marino— que el tipo quiso divertirse persiguiéndola. Hubiera podido agarrarla y matarla allí mismo, en el salón, pero eso le hubiera quitado toda la gracia. Probablemente se lo pasó en grande mientras ella sangraba, gritaba y le suplicaba. Al llegar aquí, ella se derrumba y entonces se acaba la diversión. La cosa ya no tiene gracia. Y entonces el tipo decide terminar.

La estancia tenía un aire invernal y estaba decorada en tonos amarillos tan pálidos como el sol de enero. El suelo de parquet era casi de color negro en la proximidad de una de las dos camas, y se veían algunas tiznaduras y manchas negras en la pared pintada de blanco. En las fotografías tomadas en el escenario de los hechos, Beryl se encontraba de espaldas con las piernas separadas, los brazos alrededor de la cabeza y el rostro vuelto hacia la ventana protegida por unas cortinas. Estaba desnuda y la primera vez que estudié las fotografías no pude distinguir cómo era ni de qué color tena el cabello. Todo lo que veía era de color rojo. La policía había encontrado unos ensangrentados pantalones caqui junto a su cuerpo. Faltaban la blusa y la ropa interior.

—Ese taxista que dice usted... Hunnel o como se llame... ¿recordaba lo que vestía Beryl cuando la recogió en el aeropuerto? —pregunté.

—Ya había oscurecido —contestó Marino—. No estaba seguro, pero creía que vestía pantalones y chaqueta. Sabemos que llevaba unos pantalones cuando la atacaron, los caqui que encontramos aquí. Había una chaqueta a juego en una silla de su dormitorio. No creo que se cambiara de ropa al llegar a casa, simplemente se debió de quitar la chaqueta y dejarla en la silla. Las demás prendas, la blusa y la ropa interior, se las llevó el asesino.

—Como recuerdo —dije en voz alta.

Marino estaba contemplando el suelo manchado de sangre donde se había encontrado el cuerpo.

—Tal como yo lo veo —dijo—, el tipo la inmoviliza aquí, le quita la ropa y la viola o, por lo menos, lo intenta. Después, la apuñala y por poco la decapita. Lástima lo del ERP —añadió, refiriéndose al Equipo de Recogida de Pruebas, en cuyas torundas de muestras no se habían descubierto restos de esperma—. Creo que ya podemos despedirnos de las pruebas del ADN.

—A no ser que alguna muestra de la sangre que estamos analizando sea suya —dije—. En caso contrario, adiós ADN.

—Y no se ha encontrado ningún cabello —dijo Marino.

—Ninguno, a excepción de unos cuantos pertenecientes a la propia víctima.

La casa estaba tan silenciosa que nuestras voces sonaban inquietantemente altas. Dondequiera que yo mirara, veía las horribles manchas y las imágenes de mi mente: las heridas por objeto punzante, las huellas de la empuñadura, la espantosa herida del cuello, abierta como una boca ensangrentada. Salí al pasillo. El polvo me estaba irritando los pulmones. Me costaba respirar.

Cuando la policía llegó al escenario del crimen aquella noche, encontró la pistola automática del calibre 38 de Beryl en el mostrador de la cocina, cerca del microondas. El arma estaba cargada y tenía el seguro puesto. Las únicas huellas parciales que había podido identificar el laboratorio correspondían a la víctima.

—Guardaba la caja de municiones en el cajón de una mesa junto a la cama —explicó Marino—. Es probable que el arma también la guardara allí. Debió de subir las maletas a la habitación del piso de arriba, deshizo el equipaje, arrojó casi toda la ropa en el cesto de mimbre del cuarto de baño y guardó las maletas en el armario del dormitorio. En determinado momento, debió de sacar la pistola, señal inequívoca de que estaba muerta de miedo. Apuesto a que debió de recorrer todas las estancias de la casa con la pistola en las manos para estar más tranquila.

—Es lo que yo hubiera hecho —dije.

—A lo mejor, bajó a prepararse un tentempié —señaló Marino, mirando a su alrededor.

—Bajó para preparárselo, pero no se lo comió —repliqué yo—. Su contenido gástrico eran cincuenta milímetros, o sea, menos de sesenta gramos de un líquido marrón oscuro. Lo último que comió ya estaba casi totalmente digerido cuando murió... o, mejor dicho, cuando la atacaron. La digestión se corta en momentos de fuerte tensión o temor. Si se hubiera comido un tentempié cuando el asesino la atacó, la comida aún hubiera estado en el estómago.

—De todos modos, no había gran cosa —dijo Marino como si ello tuviera importancia, abriendo el frigorífico.

Dentro encontramos un limón arrugado, dos paquetes de mantequilla, un trozo de queso Havarti rancio, varios condimentos y una botella de agua tónica., el congelador resultaba un poco más prometedor, aunque no demasiado. Había varios paquetes de pechuga de pollo y carne magra picada.

Por lo visto, la cocina no era para Beryl un placer, sino un ejercicio utilitario. Yo sabia cómo estaba mi propia cocina. Aquélla resultaba desoladoramente estéril. Se veían motas de polvo suspendidas en la pálida luz que se filtraba a través de las persianas grises de diseño que protegían la ventana situada por encima del fregadero. El fregadero y el escurreplatos estaban vacíos y secos. Los aparatos eran modernos y estaban casi por estrenar.

—La otra posibilidad es que bajara a prepararse un tragó —dijo Marino.

—La prueba de alcohol fue negativa —dije.

—Lo cual no significa que no tuviera intención de preparárselo.

Marino abrió el armario que había encima del fregadero. No quedaba en los estantes ni un solo centímetro libre: Jack Daniel's, Chivas Regal, Tanqueray, diversos licores y una cosa que me llamó la atención. Delante de la botella de coñac del estante superior había una botella de ron haitiano Barbancourt de quince años y tan caro como un whisky escocés de malta.

Tomándola con una mano enguantada, la deposité sobre el mostrador. No había ningún sello arrancado y el precinto que rodeaba el tapón dorado estaba intacto.

—No creo que lo comprara aquí —le dije a Marino—. Deduzco que lo adquirió en Miami o en Key West.

—¿Quiere decir que lo trajo de Florida?

—Es posible. Es evidente que era una experta en bebidas caras. El Barbancourt es maravilloso.

—Me parece que tendré que empezar a llamarla Doctora Experta —dijo Marino.

La botella de Barbancourt no estaba cubierta de polvo como muchas de las que la rodeaban.

—Puede que eso explique por qué bajó a la cocina —dije—. Quizá bajó para guardar la botella de ron. A lo mejor, pensaba tomarse una copita cuando alguien llamó a la puerta.

—Sí, pero eso no explica por qué dejó la pistola encima del mostrador cuando fue a abrir la puerta. Suponemos que estaba asustada, ¿no? Sigo pensando que esperaba a alguien y que conocía al tipo que llamó a su puerta. Tiene todas estas bebidas tan caras. ¿Me va usted a decir que se las bebía sola? No tiene sentido. Es más lógico suponer que, de vez en cuando, recibía a alguien. Qué demonios, a lo mejor es este «M» a quien escribía desde los cayos. A lo mejor, es la persona a la que estaba esperando la noche en que la liquidaron.

—Cree que «M» podría ser el asesino —dije yo.

—¿Usted no?

Se estaba poniendo agresivo y su manera de juguetear con el cigarrillo sin encender ya empezaba a atacarme los nervios.

—Yo lo creo todo —contesté—. Por ejemplo, también creo que, a lo mejor, la víctima no esperaba a nadie. Se encontraba en la cocina guardando la botella de ron y quizá pensaba prepararse un trago. Estaba nerviosa, había dejado la pistola automática encima del mostrador. Se sobresaltó cuando sonó el timbre o alguien empezó a aporrear la puerta...

—Muy bien —me interrumpió Marino—. Se sobresalta y está nerviosa. Pues entonces, ¿por qué deja la pistola en la cocina cuando se dirige a abrir la maldita puerta?

—¿Había hecho prácticas?

—¿Prácticas? —preguntó Marino, mirándome a los ojos—. ¿Prácticas de qué?

—De tiro.

—Pues, francamente... no sé...

—Si no las había hecho, el gesto de tomar el arma no constituía para ella un reflejo natural sino una reflexión consciente. Algunas mujeres llevan aerosoles irritantes en sus bolsos. Las atacan y no se acuerdan de usarlos hasta después de que han sufrido el ataque porque la idea de la defensa no constituye un reflejo.

—Pues no sé...

Yo sí lo sabía. Tenía un revólver Ruger del 38 cargado con Silvertips, las municiones más mortíferas que existen en el mercado. La única razón por la que tomaba el arma eran las prácticas que hacía con ella varias veces al mes en la sala de tiro de mi departamento. Cuando estaba sola en casa, me sentía más a gusto con el arma que sin ella.

Y había otra cosa. Pensé en el salón y en los atizadores colocados en su soporte de latón junto a la chimenea. Beryl había forcejeado con su atacante en aquella estancia y no se le había ocurrido la posibilidad de tomar el atizador o la pala. La defensa no era en ella un reflejo. Su único reflejo era huir corriendo, ya fuera escaleras arriba o bien a Key West.

—Puede que no conociera bien el arma, Marino —dije—. Suena el timbre. Ella está nerviosa y confusa. Se dirige al salón y después mira a través de la mirilla. Quienquiera que sea, le inspira la suficiente confianza como para inducirla a abrir la puerta. Se olvida del arma.

—O, a lo mejor, esperaba la visita —repitió Marino.

—Es muy posible. Siempre y cuando alguien supiera que ella se encontraba de regreso en la ciudad.

—Puede que él lo supiera —dijo Marino.

—Y puede que sea «M».

Le dije a Marino lo que éste deseaba escuchar mientras volvía a colocar la botella de ron en el estante.

—Justamente. Ahora la cosa ya tiene más sentido, ¿no le parece?

Cerré la puerta del armario de la cocina.

—Llevaba ya varios meses amenazada y aterrorizada, Marino. Me cuesta creer que fuera un amigo íntimo y Beryl no sospechara en absoluto de él.

Marino pareció ofenderse mientras consultaba su reloj y se sacaba otra llave del bolsillo. Era totalmente absurdo suponer que Beryl le hubiera abierto la puerta a un desconocido. Pero más absurdo todavía era suponer que alguien en quien ella confiaba le hubiera podido hacer semejante cosa. ¿Por qué le había abierto la puerta? No podía quitarme la pregunta de la cabeza.

Un pasadizo cubierto unía la casa con el garaje. El sol se había ocultado detrás de los árboles.

—Le voy a decir una cosa —añadió Marino, abriendo la puerta—, yo entré aquí poco antes de llamarla a usted. Hubiera podido derribar la puerta la noche en que la asesinaron, pero no vi la necesidad. —Se encogió de hombros y enderezó las anchas espaldas como si quisiera asegurarse de que yo comprendía su capacidad de derribar una puerta o un árbol o de volcar un camión si le viniera en gana.— Ella no había vuelto a entrar en el garaje desde que se fue a Florida. Tardamos un buen rato en encontrar la maldita llave.

Era el único garaje de paredes revestidas con paneles de madera que yo había visto en mi vida; el suelo era una preciosa piel de dragón realizada con carísimos azulejos italianos en tonos rojos.

—¿Esto fue diseñado realmente para ser un garaje? —pregunté.

—Tiene una puerta de garaje, ¿no? —Marino se estaba sacando varias llaves del bolsillo—. Menudo refugio para proteger el vehículo de la lluvia, ¿eh?

El garaje no estaba ventilado y olía a polvo, a pesar de que estaba impecablemente limpio. Aparte un rastrillo y una escoba apoyados contra la pared de un rincón, no se veían cortadoras de césped ni las habituales herramientas que suele haber en un garaje. La estancia más parecía la sala de exposiciones de un concesionario de automóviles con el Honda negro colocado en el centro del suelo de azulejos. El automóvil estaba tan limpio y reluciente que hubiera podido pasar por nuevo y sin estrenar.

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