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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El cuerpo del delito (8 page)

BOOK: El cuerpo del delito
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A continuación, eché un vistazo a las publicaciones periódicas. Nada. Beryl se limitaba a escribir libros. Al parecer, no había publicado nada y tampoco le habían hecho entrevistas en las revistas. Quizá encontraría algo en los periódicos. El
Times
de Richmond había publicado algunas reseñas de libros en los últimos años, pero no me servían de nada porque se referían a la autora utilizando su seudónimo. El asesino de Beryl conocía su verdadero nombre.

Las pantallas de un blanco brumoso iban pasando ante mis ojos. «Maberly», «Macon» y, finalmente, «Madison». El
Times
había publicado una breve nota sobre Beryl en el mes de noviembre:

CONFERENCIA DE UNA ESCRITORA

La novelista Beryl Stratton Madison pronunciará el próximo miércoles una conferencia organizada por las Hijas de la Revolución Americana en el hotel Jefferson situado en la confluencia entre las calles Mayor y Adams. La señorita Madison, descubierta por el premio Pulitzer, Cary Harper, es especialmente conocida por sus obras ambientadas en la guerra de Independencia y en la de Secesión. Su disertación versará sobre el tema «Validez de la leyenda como vehículo de la verdad».

Tras anotar la información que me interesaba, me entretuve en buscar varios libros de Beryl y en echarles un vistazo. Después regresé a mi despacho y, mientras intentaba enfrascarme en el trabajo, no pude evitar que mi atención se desviara constantemente hacia el teléfono. «No es asunto de tu incumbencia.» Conocía muy bien los límites de mi jurisdicción y los de la policía.

Se abrió la puerta del ascensor del otro lado del vestíbulo y las cuidadoras empezaron a conversar animadamente entre sí mientras se dirigían al armario de la conserjería situada varias puertas más abajo. Siempre llegaban sobre las seis y media. La señora J. R. McTigue, que, según el periódico, era la encargada de las reservas, no contestaría de todos modos. El número que yo había copiado correspondía probablemente a las oficinas de Hijas de la Revolución Americana, que habrían cerrado a las seis.

Contestaron al teléfono al segundo timbrazo.

Tras una pausa, pregunté:

—¿La señora J. R. McTigue, por favor?

—Sí, soy yo.

Ya era demasiado tarde. De nada hubiera servido andarme con evasivas.

—Señora McTigue, soy la doctora Scarpetta...

—¿La doctora qué?

—Scarpetta —repetí—. Soy la forense que investiga la muerte de Beryl Madison...

—¡Ah, sí! Lo leí. Qué pena tan grande, era una joven encantadora. Cuando me enteré, no podía creerlo...

—Tengo entendido que pronunció una conferencia en la reunión de noviembre de HRA —dije.

—Estuvimos muy contentas cuando accedió a participar. No solía intervenir en esta clase de actos, ¿sabe usted?

La señora McTigue parecía bastante mayor y pensé con profundo desaliento que me había equivocado. Pero, de pronto, me dio una sorpresa.

—Mire, Beryl lo hizo como un favor. Sólo fue posible gracias a eso. Mi difunto marido era amigo de Cary Harper, el escritor. Seguramente habrá oído hablar de él. En realidad, lo organizó Joe. Sabía que eso significaría mucho para mí. Siempre me han gustado los libros de Beryl.

—¿Dónde vive usted, señora McTigue?

—En los Jardines.

Jardines Chamberlayne era una residencia geriátrica situada bastante cerca del centro de la ciudad, uno de los muchos escenarios de mi vida profesional. En el curso de los últimos años, me había encargado de varios casos de los Jardines y de prácticamente todas las residencias de ancianos u hospitales de crónicos de la ciudad.

—¿Le importaría que pasara unos minutos por aquí antes de volver a casa? —le pregunté—. ¿Sería posible?

—Pues claro que sí. Supongo que no habrá inconveniente. ¿Es usted la doctora qué?

Le repetí lentamente mi apellido.

—Estoy en el apartamento tres siete ocho. Al entrar en el vestíbulo, tome el ascensor hasta el tercer piso.

El solo hecho de saber dónde vivía, ya me indicaba muchas cosas sobre la señora McTigue. Jardines Chamberlayne era una residencia destinada a personas que no dependían de la Seguridad Social para vivir. Los depósitos que había que entregar para ocupar sus apartamentos eran muy elevados y el alquiler mensual superaba con mucho los plazos de las hipotecas de la mayoría de la gente. Pero los Jardines, como otros establecimientos de su clase, era una jaula dorada. Por muy bonita que fuera, a nadie le apetecía realmente vivir allí.

Situado en el sector oeste de los aledaños del centro de la ciudad, el edificio era un moderno rascacielos de ladrillo que parecía una deprimente mezcla de hotel y hospital. Aparqué en la parte reservada a las visitas y me dirigí hacia un porche iluminado que parecía ser la entrada principal. El vestíbulo estaba amueblado con piezas de estilo Williamsburg muchas de las cuales ostentaban arreglos florales de seda en pesados jarrones de cristal tallado. La alfombra roja de pared a pared estaba cubierta por alfombras orientales tejidas a máquina y, en el techo, brillaba una lámpara de latón. Un anciano estaba sentado en el borde de un sofá con un bastón en la mano y la mirada perdida bajo la visera de una gorra inglesa de
tweed.
Una anciana decrépita avanzaba por la alfombra con la ayuda de un andador.

Un joven de expresión aburrida, casi oculto detrás de una planta de interior en el mostrador de recepción, no me prestó la menor atención cuando me dirigí hacia el ascensor. Las puertas se abrieron y tardaron una eternidad en cerrarse tal como suele ocurrir en los lugares donde la gente necesita mucho tiempo para moverse. Mientras subía los tres pisos sola, leí los boletines fijados a los paneles del interior en los que anunciaban visitas a museos y plantaciones de la zona, clubs de bridge, artes y oficios y el plazo de entrega de las prendas de punto que necesitaba el Centro de la Comunidad Judía. Muchos de los anuncios ya eran antiguos. Las residencias geriátricas, con sus nombres de cementerio tales como Tierra del Sol, Refugio del Pinar o Jardines de Chamberlayne, siempre suscitaban en mí una cierta desazón. No sabía lo que iba a hacer cuando mi madre ya no pudiera vivir sola. La última vez que la había llamado me había dicho que, a lo mejor, le tendrían que colocar una prótesis de cadera.

El apartamento de la señora McTigue se encontraba hacia la mitad del pasillo a la izquierda, y mi llamada fue inmediatamente atendida por una acartonada mujer con el ralo cabello fuertemente rizado y teñido de amarillo como el papel antiguo. Llevaba mucho colorete en la cara e iba arrebujada en un jersey blanco demasiado grande para ella. Se aspiraba el perfume de un agua de colonia con esencias florales y el aroma de un pastel de queso.

—Soy la doctora Scarpetta —dije.

—Oh, cuánto me alegro de que haya venido —exclamó, dándome unas palmaditas en la mano que yo le tendía—. ¿Tomará té o algo un poco más fuerte? Cualquier cosa que desee, la tengo. Yo beberé una copita de oporto.

Todo eso me lo dijo mientras me acompañaba a un pequeño salón y me indicaba un sillón orejero. Apagó el televisor y encendió otra lámpara. El salón era tan agobiante como el decorado de la ópera
Aída.
Sobre todos los espacios disponibles de la gastada alfombra persa había antiguos muebles de caoba: sillas, veladores, una mesita con cachivaches, estanterías abarrotadas de libros y rinconeras con objetos de porcelana translúcida y cristal tallado. Las paredes aparecían cubiertas de sombríos cuadros, tiradores de campanillas y grabados de latón.

Regresó portando en una fuente de plata una botella Waterford de oporto, dos copas de cristal tallado a juego y una bandejita con galletas de queso de elaboración casera. Llenando las copitas, me ofreció las galletas y unas servilletas de lino y encaje recién planchadas. El ritual nos llevó un buen rato. Después se sentó en el borde de un sofá en el que yo supuse que permanecía sentada casi todas las horas del día, leyendo o viendo la televisión. Le encantaba tener compañía aunque el motivo de mi visita no tuviera en cierto modo carácter social. Me pregunté quién la visitaría, si es que alguien lo hacía.

—Tal como le he dicho antes, soy la forense que trabaja en el caso de Beryl Madison —dije—. En estos momentos, los que estamos investigando su muerte apenas sabemos nada sobre ella o las personas que la conocían.

La señora McTigue tomó un sorbo de oporto con expresión impenetrable. Yo estaba tan acostumbrada a ir directamente al grano cuando hablaba con la policía o los abogados, que a veces me olvidaba de que el resto del mundo necesita un poco de lubrificación previa. La galleta era mantecosa y francamente buena. Así se lo dije.

—Muchas gracias —contestó sonriendo la señora McTigue—. Sírvase, por favor. Hay muchas.

—Señora McTigue —añadí—, ¿conocía usted a Beryl Madison antes de que la invitara a hablar para su grupo en el otoño pasado?

—Sí, por supuesto —contestó—. Por lo menos, en forma indirecta, pues llevo muchos años admirando su obra. Me refiero a sus libros, ¿sabe? Las novelas históricas son lo que más me gusta.

—¿Cómo se enteró de que ella era la autora? —pregunté—. Escribía con seudónimos y su verdadero nombre no figuraba ni en las cubiertas ni en la nota sobre el autor.

Antes de salir de la biblioteca, yo había examinado varios de los libros de Beryl.

—Muy cierto. Creo que soy una de las pocas personas que conocían su identidad... gracias a Joe.

—¿Su marido?

—Él y el señor Harper eran amigos —contestó—. Bueno, todo lo amigos que podían ser, teniendo en cuenta la personalidad del señor Harper. Mantenían tratos a través de los negocios de Joe. Así empezó todo.

—¿A qué se dedicaba su marido? —pregunté, llegando a la conclusión de que mi anfitriona no estaba tan aleuda como yo había pensado al principio.

—A la construcción. Cuando el señor Harper compró Cutler Grove, la casa necesitaba muchas reformas. Joe se pasó casi dos años allí, supervisando las obras.

Hubiera tenido que comprender inmediatamente la conexión. Construcciones McTigue y Compañía Maderera McTigue eran las constructoras más importantes de Richmond, con delegaciones en toda la mancomunidad.

—Eso fue hace más de quince años —añadió la señora McTigue—. Cuando trabajaba en el Grove, Joe tuvo ocasión de conocer a Beryl. Ella solía acudir allí con el señor Harper varias veces por semana y muy pronto se instaló en la casa. Era muy joven —la anciana hizo una pausa—. Recuerdo que Joe me contó entonces que el señor Harper había adoptado a una chica muy guapa que, además, era una escritora de gran talento. Creo que era huérfana. Una historia muy triste. Todo eso se mantuvo en secreto, por supuesto.

La señora McTigue posó la copa y cruzó lentamente la estancia para dirigirse a un secreter. Abriendo un cajón, sacó un gran sobre de color marfil.

—Aquí tiene —dijo, ofreciéndomelo con trémulas manos—. Es la única fotografía que tengo de ellos.

En el interior del sobre había una hoja en blanco de grueso papel tela que protegía una fotografía en blanco y negro con exceso de exposición. A ambos lados de una bonita y delicada adolescente rubia aparecían dos altos y bronceados hombres vestidos con ropa de faena. Las tres figuras estaban muy juntas y mantenían los ojos entornados bajo el ardiente sol.

—Ése es Joe —dijo la señora McTigue, indicándome al hombre situado a la izquierda de la muchacha que sin duda debía de ser la joven Beryl Madison. Llevaba las mangas de la camisa caqui remangadas hasta los codos y sus ojos estaban protegidos por la visera de una gorra de la International Harvester. A la derecha de Beryl se encontraba un corpulento individuo de blanco cabello que, según me dijo la señora McTigue, era Cary Harper.

—La fotografía se tomó junto al río —añadió la señora McTigue—. Joe estaba trabajando en las reformas de la casa. Ya entonces el señor Harper tenía el cabello blanco. Supongo que ya debe de conocer las historias que se cuentan. Al parecer, el cabello se le volvió blanco mientras escribía
La esquina mellada
, cuando apenas contaba treinta y tantos años.

—¿La fotografía se tomó en Cutler Grove?

—Sí, en Cutler Grove —contestó la señora McTigue.

El rostro de Beryl me llamaba poderosamente la atención. Era un rostro demasiado sabio y experto para alguien tan joven, el melancólico rostro de anhelo y tristeza que yo suelo asociar a los niños que han sido maltratados y abandonados.

—Beryl era casi una niña —añadió la señora McTigue.

—Debía de tener dieciséis o tal vez diecisiete años, ¿verdad?

—Pues sí, más o menos —contestó, observando cómo yo envolvía la fotografía en la hoja de papel y la introducía de nuevo en el sobre—. La encontré cuando murió Joe. Debió de tomarla uno de sus empleados.

Guardó el sobre en el cajón y añadió, sentándose en el sofá.

—Creo que uno de los motivos por los cuales Joe se llevaba tan bien con el señor Harper es el hecho de que Joe fuera extremadamente discreto con los asuntos de otras personas. Hay muchas cosas que estoy segura de que jamás me contó ni siquiera a mí —dijo con una leve sonrisa en los labios.

—Cuando se empezaron a publicar los libros de Beryl, el señor Harper le debió de comentar algo a su marido —dije.

La señora McTigue me miró con expresión sorprendida.

—Pues verá, no estoy muy segura de que Joe me dijera alguna vez cómo se había enterado, doctora Scarpetta.... Qué apellido tan encantador. ¿Español?

—Italiano.

—¡Ah! En tal caso, estoy segura de que debe de ser usted una excelente cocinera.

—Es algo que me encanta, en efecto —dije, tomando un sorbo de oporto—. O sea que seguramente el señor Harper le habló a su marido de los libros de Beryl.

—Vaya —la señora McTigue frunció el ceño—. Es curioso que me lo pregunte. Es algo que nunca se me había ocurrido. Pero el señor Harper le debió de hacer algún comentario en determinado momento. De otro modo, no sé cómo Joe se hubiera podido enterar, porque el caso es que se enteró. Cuando se publicó
Bandera de honor
, me regaló un ejemplar por Navidad —volvió a levantarse y, tras buscar en varias estanterías, sacó un grueso volumen y me lo entregó—. Está dedicado —añadió con orgullo.

Lo abrí y contemplé la amplia firma de «Emily Stratton», estampada un mes de diciembre de diez años atrás.

—Su primer libro —dije.

—Posiblemente uno de los pocos que dedicó —dijo la señora McTigue con una radiante sonrisa en los labios—. Creo que Joe lo consiguió a través del señor Harper. Claro, no hubiera podido conseguirlo de ninguna otra manera.

BOOK: El cuerpo del delito
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