El décimo círculo (17 page)

Read El décimo círculo Online

Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
13.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

Trixie apoyó la frente contra el frío metal. Lo único que tenía que hacer era quedarse sentada en clase durante las cuatro horas siguientes. Podía mantener la mente ocupada con
El señor de las moscas
, y
A= r
2
, y el asesinato del archiduque Francisco Fernando. No tenía que hablar con nadie si no quería. Todos los profesores estaban avisados. Ella era un ejército de uno.

Al abrir la puerta de la taquilla, un montón de pequeñas serpientes cayeron a sus pies. Se agachó a recoger una. Ocho pequeños cuadrados de papel de aluminio, unidos y plegados en forma de acordeón por los agujeritos.

«Trojan —leyó Trixie—. Condones de látex lubricados para un place r seguro».

—Todas tienen relaciones sexuales —dijo Marita Soorenstad, inclinando la cabeza y vertiendo en su boca lo que quedaba del polvo de color lima. En los quince minutos que Mike Bartholemew llevaba sentado con la ayudante del fiscal del distrito, ella había consumido tres cañitas de picapica Pixy Stix—. Las adolescentes quieren que los chicos se sientan atraídos por ellas, pero nadie íes ha enseñado a manejar las emociones que van asociadas a todo eso. Es algo que veo continuamente, Mike, adolescentes que al despertar se encuentran a alguien que se lo está haciendo con ellas, y se dejan y no dicen nada. —Aplastó la pajita de papel cerrando el puño e hizo una mueca—. Un juez me dijo que cuando dejó de fumar esto había sido un don del cielo. Pero juro que lo único que voy a sacar en limpio es que me suba el nivel de azúcar y que se me quede la lengua de color verde.

—Trixie Stone dijo no —puntualizó el detective—. Así consta en su declaración.

—Trixie Stone había bebido. Cosa que el abogado de la defensa utilizará para poner en cuestión su capacidad de juicio. Oosterhaus dirá que estaba borracha, que estaba jugando al
strip poker
y diciendo a todo que sí, sí, sí, hasta después de que pasara, que es más o menos cuando decidió decir no. Le preguntará qué hora era cuando lo dijo, cuántos cuadros había en las paredes de la habitación, qué canción estaba sonando en el equipo de música y si la luna estaba en Escorpio… detalles que será incapaz de recordar. Entonces él dirá que si no es capaz de recordar pormenores como ésos, ¿cómo demonios puede estar segura de cuándo, exactamente, le dijo a Jason que parara? —Marita vaciló unos segundos—. Yo no estoy diciendo que Trixie Stone no fuera violada, Mike. Sólo digo que no todo el mundo lo verá tan claro.

—Creo que la familia ya sabe eso —dijo Bartholemew.

—La familia nunca sabe eso, diga lo que diga. —Marita abrió el expediente de Trixie Stone—. ¿Qué otra cosa pensaban que estaba haciendo su niñita a las dos de la madrugada?

Bartholemew se imaginó un coche volcado en la cuneta de la carretera y al equipo de socorro reunido en torno al cuerpo despedido a través del parabrisas. Imaginó al técnico sanitario de primeros auxilios levantando la manga de la camisa de su hija y viendo los hematomas y los pinchazos de aguja a lo largo de las venas. Se preguntó si a aquel sanitario (le había extrañado la camisa de manga larga de Holly en la noche más calurosa de julio) se había preguntado en qué estaban pensando sus padres al verla salir de casa vestida así.

La respuesta a esa pregunta, y a la de Marita era: «No pensábamos nada. No nos permitíamos pensar, porque no queríamos saber».

Bartholemew se aclaró la garganta.

—Los Stone creían que en la casa donde su hija iba a pasar la noche estaban los padres de su amiga.

Marita rasgó una cañita de Pixy Stix amarillo.

—Fantástico —dijo, vaciando el contenido en la boca—. O sea que Trixie ya había mentido una vez esa noche.

Por mucho que los padres no quieran admitirlo, lo que cuenta en la escuela no es lo que una niña asimila mientras está sentada en un estrecho pupitre, sino lo que sucede a su alrededor. Son los cinco minutos entre dos timbres cuando averiguas en qué casa se celebra la fiesta esa noche; es el momento de que le coges prestado a tu amiga el brillo de labios acertado antes de que empiece la clase de francés con ese chico tan mono que acaba de instalarse en la ciudad procedente de Ohio; es cuando todo el mundo está pendiente de ti mientras finges estar por encima de ese tipo de popularidad.

Después de que toda esa interacción social quedara quirúrgicamente extirpada del día escolar, Trixie comprobó lo poco que le importaba la vertiente académica. En clase de inglés se concentró en el texto del libro hasta que las letras se pusieron a saltar como palomitas de maíz en una sartén. De vez en cuando escuchaba algún que otro comentario socarrón: «¿Qué se ha hecho en el pelo?». Sólo una vez alguien tuvo las agallas suficientes para dirigirse a ella en clase, en educación física, durante un partido de fútbol sala. Una chica de su equipo se le había acercado después de que la maestra anunciara un descanso.

—Si te hubiera violado de verdad —le dijo en voz baja—, no estarías aquí jugando a fútbol.

El momento del día que más temía Trixie era el de la comida. En el comedor del autoservicio, la masa de estudiantes se subdividía como una ameba en una multitud de grupos socialmente polarizados. Estaban los forofos del arte dramático, los patinadores de
skateboard
y los cerebrines. Estaban las Siete Sexys, un grupo de chicas que dictaba la moda en el instituto a través de sus reglas no escritas, como en qué meses debías ir con
shorts
al colegio o cuándo las chanclas estaban totalmente pasadas de moda. Estaban también las Cafeína, que se pasaban toda la mañana bebiendo café con las amigas hasta que el autobús de la escuela de formación profesional pasaba a recogerlas y se las llevaba a las clases de peluquería y de puericultura. Y luego estaba la mesa a la que había pertenecido Trixie, la de los chicos más populares, en la que Zephyr y Moss y un despreocupado corrillo de jugadores de hockey pasaban el rato haciendo ver que no sabían que todos los demás los miraban y decían de ellos que eran unos farsantes, cuando en realidad se volvían a casa muriéndose de ganas de que su grupo de amigos fuera igual de guay.

Trixie se compró unas patatas fritas y un batido de chocolate, su menú de consolación para cuando suspendía un examen o tenía calambres por la regla. Se quedó en medio del comedor, buscando sitio con la mirada. Desde que Jason había cortado con Trixie, ella se sentaba en otra mesa, aunque Zephyr siempre se había sentado con ella por solidaridad. Aquel día, sin embargo, se había fijado en que Zephyr se había vuelto a sentar en su antigua mesa. Una frase parecía elevarse entre el bullicio general: «No se atreverá».

Trixie sostenía la bandeja de plástico como si fuera un escudo. Se dirigió finalmente hacia el grupo de la calefacción, reunido cerca del radiador. Allí se congregaban chicas vestidas con pantalones de malla blancos, que tenían novios que conducían coches tuneados, chicas que se quedaban embarazadas con quince años y llevaban al colegio las ecografías para enseñarlas.

Una de ellas, una chica de noveno curso que parecía estar de nueve meses, sonrió a Trixie, lo cual fue tan inesperado que estuvo a punto de tropezar.

—Aquí hay sitio —dijo la chica, que apartó su mochila de encima de la mesa para que Trixie pudiera sentarse.

Muchas chicas del instituto de Bethel se burlaban del grupo de la calefacción, pero Trixie nunca se había reído de ellas. Las había considerado demasiado deprimentes para convertirlas en objeto de burla. Parecían tan indiferentes ante el hecho de haber arrojado sus vidas por la borda… Tampoco es que la vida que llevaban antes fuera de desear, pero aun así. Trixie se había preguntado siempre si esas camisetas que les dejaban la barriga al descubierto y el orgullo que mostraban en su situación eran simplemente una pose, una forma de disimular su tristeza por lo que les había pasado. Al fin y al cabo, si actúas como si quisieras algo de verdad, aunque no lo desees, al final es posible que hasta te convenzas a ti misma y de paso a alguien más.

Trixie debía saberlo.

—Le he pedido a Donna que sea la madrina de Elvis —dijo una de las chicas.

—¿Elvis? —preguntó otra—. Yo creía que le ibas a poner Pilot.

—Sí, pero luego pensé: mira que si tiene miedo a las alturas. Vaya cagada.

Trixie untó una patata frita en un cuenco con ketchup. Parecía flojo y aguado, como la sangre. «¿Cuántas horas hace que no hablo en voz alta? —se dijo—. Si dejas de usar la voz, ¿se te acaba marchitando y apagando? ¿Se ponía en marcha algún mecanismo relacionado con la selección natural si dejabas de hablar?».

—Trixie.

Al levantar la mirada vio a Zephyr, que se sentaba escurriéndose en el asiento de enfrente. Trixie no pudo contener su alivio… Si Zephyr había ido hasta allí, no podía estar enfadada, ¿no?

—Cuánto me alegro de verte —dijo Trixie. Quiso hacer una broma, para que Zephyr se diera cuenta de que le gustaba que no la tratara corno a un bicho raro, pero no se le ocurrió nada que decir.

—Debería haberte llamado —dijo Zephyr—, pero me parece que no me van a dejar salir hasta que tenga cuarenta años.

Trixie asintió con la cabeza. La verdad es que era suficiente con que Zephyr estuviera allí sentada en esos momentos.

—Bueno, y… estás bien, ¿no?

—Claro —dijo Trixie. Trató de recordar lo que le había dicho su padre esa mañana: «Pensar que estás bien es empezar a creerlo».

—El pelo…

Se pasó la palma de la mano por la cabeza y sonrió, nerviosa.

—Qué pasada, ¿eh?

Zephyr se inclinó hacia adelante, moviéndose incómoda en el asiento.

—Oye, en cuanto a lo que hiciste… bueno, funcionó. Sin duda, conseguiste que Jason volviera.

—¿De qué estás hablando?

—Querías vengarte de él por haberte dejado, y lo has hecho. Pero, Trixie… una cosa es darle a alguien una lección… y otra muy diferente hacer que lo detengan. ¿No te parece que sería buen momento para parar?

—Entonces, ¿crees que…? —El cuero cabelludo de Trixie se tensó—. ¿Crees que lo he preparado todo?

—Trix, todo el mundo sabe que querías volver a salir con él. Es un poco difícil violar a alguien que lo está deseando.

—¡Fuiste tú la que me vino con el plan! ¡Dijiste que tenía que ponerle celoso! Pero yo nunca esperé… yo no… —La voz de Trixie era fina como un alambre, vibrante—. Él me violó.

Una sombra cayó sobre la mesa mientras Moss se acercaba. Zephyr le miró y se encogió de hombros.

—Lo he intentado —dijo.

Él tiró de Zephyr y la levantó del asiento.

—Vamos.

Trixie se levantó también.

—Somos amigas desde párvulos. ¿Cómo puedes creerle a él antes que a mí?

Algo cambió en los ojos de Zephyr, pero antes de que pudiera decir nada, Moss le pasó el brazo alrededor de los hombros, afianzándola a su lado. «Vale, —pensó Trixie—. Así que es por eso».

—Bonito pelo, recluta —dijo Moss, mientras se alejaban.

Se había hecho tal silencio en el comedor que hasta las empleadas que servían en el mostrador parecían estar observando la escena. Trixie se acomodó en su asiento, pretendiendo no darse cuenta de que todo el mundo la miraba. Había un niño de un año al que solía hacer de canguro a veces y al que le gustaba jugar a taparse la cara con las manos para que le dijeras: «¿Dónde está Josh?». Habría deseado que fuera así de sencillo: cerrar los ojos y desaparecer.

Junto a ella, una de las del grupo de la calefacción explotó una bola de chicle.

—Pues a mí no me importaría que Jason Underhill me violara —dijo.

Daniel había preparado café para Laura.

Incluso después de lo que ella había hecho, aun después de todas las palabras que habían caído entre ellos como una lluvia de flechas, él seguía preparándole el café. Era posible que no fuera más que un hábito, pero a Laura estuvieron a punto de saltársele las lágrimas.

Se quedó mirando la cafetera, con su abultado vientre humeante de torrefacto francés. A Laura se le ocurrió pensar que en todos los años que llevaban casados era incapaz de recordar alguna vez en que la situación se hubiera dado a la inversa: Daniel había sido un aplicado estudiante de lo que a ella le gustaba y de lo que no le gustaba; en contrapartida, Laura ni siquiera se había matriculado en el curso. ¿Era autocomplacencia lo que le había robado hasta tal punto la paz como para buscar una aventura? ¿O era por no haber querido reconocer que, por mucho que se hubiera aplicado, jamás habría sido tan buena esposa como buen esposo era Daniel?

Había entrado en la cocina para sentarse a la mesa, había desplegado sus notas y se había preparado para la clase de la tarde. Gracias a Dios ese día daba una clase magistral, una charla impartida a un grupo impersonal en la que sólo hablaría ella, en lugar de una clase más pequeña en la que tuviera que afrontar de nuevo las preguntas de los estudiantes. Entre las manos sostenía un libro, abierto por la página de la famosa ilustración de Doré para el Canto 29, en la que Virgilio, el guía de Dante a través del infierno, reprendía su curiosidad. Pero en ese momento, al oler el café molido, al inhalar aquel vapor aromático, era incapaz, por su vida, de recordar lo que tenía que decirles a sus estudiantes a propósito de ese dibujo.

Explicar el infierno adoptaba una significación por entero diferente cuando acababas de vivir justo en su centro, y Laura veía ahora su propio rostro en aquellos trazos, en lugar del de Dante. Dio un sorbo de café y se imaginó que bebía del río Leteo, que corría de regreso hacia sus fuentes, llevándose consigo todos tus pecados.

La línea que separa el amor del odio es muy delgada, es un estereotipo que se oye continuamente. Sin embargo, nadie te dice que la cruzarás cuando menos lo esperas. Te enamorarás y abrirás una puerta secreta por la que dejarás entrar a tu compañero del alma. Pero nunca habrías esperado que un día, después de tanta intimidad, te sintieras como una intrusa.

Laura se había quedado contemplando la ilustración. Con excepción de Dante, nadie elegía ir al infierno por voluntad propia. E incluso Dante se habría extraviado de no haber contado con un guía que ya había estado en el infierno y había vuelto a salir de él.

Laura cogió un segundo tazón de la alacena y sirvió otro café. Con toda sinceridad, no tenía la menor idea de si Daniel lo tomaba con leche o con azúcar, o con las dos cosas. Puso un poco de cada, que era como a ella le gustaba.

Esperaba que fuera un comienzo.

En el último número de la revista
Wizard
, en la lista de los diez mejores dibujantes de cómic, Daniel aparecía con el número nueve. Ahí estaba su foto, ocho puestos por debajo de la sonriente cara del número uno, Jim Lee. El mes anterior, Daniel había ocupado el número diez. Era la expectación creciente ante
El décimo círculo
lo que había alimentado su fama.

Other books

Across the Zodiac by Percy Greg
Whisper of Magic by Patricia Rice
Confession by Klein, S. G.
Twisted Roots by V. C. Andrews
Beautiful Lies by Clare Clark
The Rise & Fall of ECW by Thom Loverro, Paul Heyman, Tazz, Tommy Dreamer
Aftermath by Casey Hill
Short of Glory by Alan Judd