El décimo círculo (28 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
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—O eso —replicó— o su hija está intentando sacar partido de sus olvidos.

—Special K, Vitamina K, Kit Kat, Blind Squid, Cat Valium, Purple… en la calle tiene una docena de nombres —dijo Venice Prudhomme, quitándose un par de guantes de látex y arrojándolos al cubo a los pies de Bartholemew—. La ketamina es un sedante no barbitúrico, un anestésico de acción rápida utilizado tanto en animales como en seres humanos, y supuestamente es también un estimulante sexual. Los jóvenes la consumen como droga en las fiestas, porque a nivel molecular es muy similar al polvo de ángel o PCP. Provoca un estado disociativo, haciendo que se sientan como si tuvieran la mente separada del cuerpo. Hablamos de algo que produce alucinaciones… amnesia…

Mike le había suplicado a Venice que realizara la prueba en el laboratorio estatal, a pesar del retraso acumulado de casos de dos meses. A cambio le había prometido un par de entradas de primera fila para ver al equipo de hockey sobre hielo de los Bruins de Boston. Venice era una mamá soltera con un hijo loco por el hockey y cuyo sueldo no alcanzaba para gastarse 85 dólares en cada entrada. Por eso él sabía que no podía rechazar una oferta como aquélla. Quedaba por ver, sin embargo, de dónde iba a sacar él el dinero para unas entradas de primera fila para los Bruins.

Hasta el momento Trixie había dado negativo en las pruebas de GHB y Rohipnol, las dos drogas inhibidoras de resistencia al abuso sexual más comunes. Mike estaba a punto de creer que Trixie los había engañado una vez más. Observaba la pantalla del ordenador, una retahíla indescifrable de números.

—¿Quién vende ketamina en Bethel, Maine? —preguntó de forma retórica.

—Es totalmente legal comercializada con el nombre de Ketaset, siempre que se venda en estado líquido a un veterinario. Claro que bajo esta forma es muy fácil utilizarla como inhibidora de resistencia. Es insípida e inodora. Si se la echas a una chica a la bebida, cae en menos de un minuto. Durante unas horas estará medio inconsciente y dispuesta a todo… y, lo que es mejor, no recordará lo sucedido. —Mientras el ordenador procesaba los últimos análisis, Venice los examinaba—. ¿Así que dices que a esa víctima le gusta contar mentiras?

—Tanto que casi preferiría trabajar para la defensa —dijo Mike.

Venice cogió un rotulador fosforescente del cubilete más próximo y marcó con una línea amarilla un campo de resultados: positivo de ketamina.

—Sigue trabajando para ella —replicó Venice—. Trixie Stone dice la verdad.

Entre los esquimales no existen, como tanta gente cree, cien palabras diferentes para denominar a la nieve en sus diferentes estados. Si reduces a sus formas más sencillas la lengua yup’ik, sólo encontrarás quince:
qanuk
(copo de nieve),
kanevvluk
(nieve fina},
natquik
(nieve acumulada),
nevluk
(nieve pegajosa),
qanikcaq
(nieve en el suelo),
muruaneq
(nieve blanda y profunda en el suelo),
qetrar
(placa superficial de nieve crujiente),
nutaryuk
(nieve recién caída),
qanisqineq
(nieve flotando sobre agua),
qengaruk
(banco de nieve),
utvak
(bloque de nieve),
navcaq
(saliente nevado),
pirta
(tempestad de nieve),
cellallir
(ventisca de nieve) y
pirrelvag
(tormenta de nieve muy intensa).

Siempre que nevaba, Daniel pensaba en yup’ik. Miraba por la ventana y le venía a la cabeza una de esas palabras, o alguno de sus derivados, antes que la expresión en inglés. Sin embargo, allí en Maine había tipos de nieve que no tenían un término equivalente en Alaska. Como la del nordeste. O esa clase de nieve que aterrizaba como un ganso, en la estación del barro. O la tempestad de hielo que hace que las agujas de los pinos parezcan de cristal.

En esas ocasiones, la mente de Daniel se quedaba en blanco. Como en ese momento. Tenía que haber una palabra para llamar al tipo de tormenta que sabía que iba a traer las primeras nevadas de verdad de la temporada. Los copos eran del tamaño del puño de un niño de un año y caían tan de prisa que parecía que hubiera un desgarrón en la costura del cielo plomizo. Había nevado ya en octubre y en noviembre, pero no de esa manera. Era de esas tormentas que hace que los responsables de los colegios anulen los partidos de baloncesto de la tarde y que motiva largas colas en las tiendas Goodyear. Era de ese tipo de tormenta que hace que los conductores que salen de la ciudad se paren en la cuneta de la carretera y que lleva a las amas de casa a comprar cuatro cartones más de leche.

Una tormenta con esa clase de nieve que cae tan rápido que te pilla desprevenido, cuando aún no has bajado del desván las palas que guardaste en mayo; cuando todavía no has tenido ocasión de tapar los temblorosos rododendros con esos ridículos tipis de madera.

Daniel se dio cuenta de que era de ese tipo de nieve que no te da tiempo de guardar el rastrillo que dejaste tirado ni las tijeras de podar que utilizaste para recortar las matas de moras de jardín, así que te pones a caminar en círculo, con la esperanza de tropezarte con ellas antes de que se oxiden sin remedio. Pero nunca las encuentras. En cambio, estás destinado a perder las cosas que has descuidado, y tu castigo es el de no volver a verlas hasta la siguiente primavera.

Trixie era incapaz de recordar cuándo había sido la última vez que había salido a la calle a jugar con la nieve. Cuando era pequeña, su padre solía montarle un trineo en el patio con el que se tiraba deslizándose por una cuesta, pero llegó un momento en que dejó de ser divertido para parecer una idiota cuando volcaba, así que cambió con alguien sus botas de suela de goma por unas botas de tacón más a la moda.

Ahora no podía encontrar sus botas de nieve; estarían enterradas bajo una montaña de cosas en el armario. Así que cogió prestadas las de su madre, que estaban todavía secándose en el zaguán, porque Laura había anulado la clase de la tarde por la tormenta. Trixie se enrolló una bufanda alrededor del cuello y se encasquetó una gorra en la cabeza con unas letras rojas en la parte delantera: «
REINA DEL DRAMA
». Se puso un par de guantes de esquí de su padre y salió a la calle.

Caía una nevada del tipo de muñecos de nieve, como decía su madre, lo bastante húmeda para que se apelmazara. Trixie hizo una bola de nieve. La hizo rodar sobre el césped, dejando tras ella una larga estela marrón de hierba enmarañada.

Al cabo de un rato evaluó los daños. El patio parecía un loco pedazo de tela escocesa, con rayas blancas que enmarcaban triángulos y cuadrados de césped. Cogiendo otro puñado, Trixie hizo rodar una segunda bola de nieve y luego una tercera. Minutos más tarde se encontraba de pie en medio de ellas, preguntándose cómo habían llegado a hacerse tan grandes tan de prisa. No había forma de apilar una sobre otra. ¿Cómo se las había arreglado para hacer un muñeco de nieve cuando era pequeña? A lo mejor no lo había hecho, quizá siempre se lo había hecho alguien.

De pronto se abrió la puerta y apareció su madre, gritando su nombre y tratando de atisbar entre los copos que seguían cayendo. Parecía fuera de sí, y a Trixie le costó unos segundos comprender: su madre no sabía que había salido al patio; aún tenía miedo de que fuera a quitarse la vida.

—Estoy aquí —dijo Trixie.

Tampoco era tan mala idea morir en la nieve. Cuando Trixie era pequeña, solía excavar un escondrijo en la montaña de nieve que dejaba a un lado la pala quitanieves. Decía que era su iglú, por mucho que su padre le hubiera explicado que los esquimales americanos no vivían ni habían vivido nunca en ese tipo de construcción. Pero un día leyó en un periódico que un niño de Charlotte, Vermont, había hecho un iglú igual que los suyos y se le había caído el techo encima. El niño había muerto asfixiado antes de que sus padres se dieran cuenta siquiera de que había desaparecido. Trixie no volvió a hacerlo más.

Al salir al patio, su madre se hundió en la nieve hasta el tobillo. Llevaba las botas de Trixie, que debía de haber desenterrado del montón de cosas de su armario después de que su hija le requisara las suyas.

—¿Quieres que te ayude? —le preguntó su madre.

Trixie no quería. Si hubiera querido que le ayudaran, le habría pedido a alguien desde el principio que la acompañara al patio. Pero era incapaz de imaginar cómo demonios iba a colocar aquella estúpida barriga encima de la base del muñeco de nieve.

—De acuerdo —aceptó.

Su madre se puso a empujar la bola de nieve, mientras Trixie intentaba moverla desde el otro lado. Ni siquiera aunando esfuerzos podían con el peso.

—Bienvenida al Cuarto Círculo —dijo su madre riendo.

Trixie se cayó de culo sobre la nieve, resignada a que su madre convirtiera esa situación en una lección de literatura.

—Aquí tenemos a los avaros a un lado y a los codiciosos al otro —añadió su madre—. Tienen que empujar grandes piedras pasándoselas uno al otro durante toda la eternidad.

—Tenía la esperanza de acabar antes de que llegara.

Su madre se volvió hacia ella.

—Enhorabuena, Trixie Stone, eso ha sido una broma, ¿no?

Desde que había regresado del hospital había habido muy pocos comentarios por el estilo en casa. Cada vez que salía una comedia en la tele, cambiaban de canal al instante. Si alguien notaba que se le estaba dibujando una sonrisa, la reprimía. Era como si, después de todo lo que había pasado, los sentimientos de felicidad no parecieran apropiados. Como si estuvieran todos esperando, pensaba Trixie, a que alguien sacara una varita mágica y dijera: «Se acabó. Podemos continuar como siempre».

¿No sería ella la que debía sacar la varita mágica?

Su madre se puso a construir y alisar una rampa de nieve. Trixie se puso manos a la obra a su lado, empujando la bola de nieve mediana por la rampa, cada vez más arriba, hasta alcanzar lo alto de la base. Apelmazó la nieve entre los huecos. Luego izó la cabeza y la colocó en lo alto.

Su madre se puso a aplaudir… justo en el momento en que el muñeco de nieve se escoraba y caía. La cabeza se fue rodando hasta uno de los desagües de las ventanas del sótano. Se partió por la mitad como un huevo. Sólo la maciza esfera que servía de base había quedado intacta.

Frustrada, Trixie lanzó una bola de nieve contra un lado. Su madre al verlo hizo otra bola de nieve. Al cabo de unos segundos estaban las dos tirando bolas a los restos del muñeco hasta que se partió por el centro, sucumbiendo al asalto y yaciendo entre ambas en forma de gruesos fragmentos de hielo.

Trixie se había quedado tumbada de espaldas, jadeante. Hacía tiempo que no se sentía tan… cómo decirlo, normal. Se le ocurrió pensar que si una semana atrás las cosas hubieran acabado de forma diferente, es posible que no estuviera haciendo nada de eso. Se había ofuscado de tal modo con el asunto del que quería huir que había olvidado pensar en lo que podría perderse.

Cuando estás muerta ya no puedes pescar copos de nieve con la lengua. Ni tampoco inspirar el invierno hasta el fondo de los pulmones. No puedes quedarte estirada en la cama contemplando las luces de los quitanieves de la ciudad. No puedes sorber un carámbano de hielo hasta que te duele la frente.

Trixie veía caer sobre ella los vertiginosos copos de nieve.

—Creo que ahora estoy contenta.

—¿Por qué?

—Por no haberlo… ya me entiendes… por no haberlo logrado.

Notó la mano de su madre que cogía la suya. Ambas tenían los guantes empapados.

Entrarían en casa, meterían la ropa en la secadora y al cabo de diez minutos estarían como nuevas.

A Trixie le entraron ganas de llorar. Era tan bonito saber lo que va a pasar después.

El entrenamiento de hockey se había anulado por la tormenta. A la salida del instituto, Jason fue directamente a casa, según las condiciones de su libertad, y se metió en su habitación a escuchar a los White Stripes en el iPod. Cerró los ojos y practicó mentalmente algunos pases a Moss, lanzamientos con un giro de muñeca y tiros secos con el
puck
, que fue a chocar contra la estantería superior.

Un día la gente hablaría de él y no sólo por el caso de violación. Dirían cosas como: «Ahí está Jason Underhill, siempre confiamos en él». En el bar de la ciudad colgarían su camiseta del espejo de detrás de la barra, con su nombre bien visible, y los partidos de los Bruins de Boston tendrían prioridad sobre cualquier otro programa que dieran en el televisor del rincón.

Jason tenía mucho camino que recorrer, pero podía conseguirlo. Un año o dos de posgrado, luego una facultad con equipo de hockey, y a lo mejor hasta le pasaba como a Hugh Jessiman en Dartmouth y le elegían en la primera vuelta del
draft
de la liga nacional. El entrenador le había dicho que nunca había visto un atacante con tanto talento natural. Le dijo que si uno quiere algo con toda el alma, lo que tiene que hacer es aprender lo que le hace falta para obtenerlo.

Estaba soñando despierto con esas fantasías por enésima vez cuando se abrió de golpe la puerta de la habitación. Su padre entró dando grandes zancadas, echando humo y quitándole los auriculares del iPod de un tirón.

—¿Qué pasa…? —dijo Jason, sentándose erguido.

—¿Vas a contarme lo que te has olvidado de decirme? ¿Vas a explicarme de dónde sacaste esas malditas drogas?

—Yo no tomo drogas —dijo Jason—. ¿Por qué iba a hacer algo que sé que me perjudicaría para jugar?

—Ah, sí, te creo —dijo su padre con sarcasmo—. Creo que tú no tomaste ninguna droga.

Los vuelcos de la conversación impedían a Jason seguirla.

—¿Entonces por qué estás tan enfadado?

—Porque me ha llamado Dutch Oosterhaus al trabajo para hablarme de un pequeño informe del laboratorio que ha recibido hoy misino. El informe del examen sanguíneo que le hicieron a Trixie Stone y que demuestra que alguien la dejó inconsciente echándole una droga en la bebida.

Un intenso calor subió por las vértebras de la espina dorsal de Jason.

—¿Y sabes qué más me ha dicho Dutch? Que ahora que hay drogas de por medio el fiscal tiene pruebas suficientes para que te juzguen como un adulto.

—Yo no…

A su padre se le notaba el pulso en una vena de la sien.

—Lo has echado todo a perder, Jason. Lo has echado todo a perder por una puta provinciana.

—Yo no la drogué. Yo no la violé. Tiene que haber falsificado esa muestra de sangre, porque… porque… —La voz de Jason se quebró—. Por Dios… no me crees…

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