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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor, #Intriga

El enredo de la bolsa y la vida (2 page)

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
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El elegido se llamaba o se hacía llamar Johnny Pox, era de origen extranjero, nuevo en la localidad y sin antecedentes, serio, metódico y bien dispuesto. Practicaba el culturismo, no bebía, no consumía drogas y no fumaba. Aceptó sin rechistar la propuesta, el plan de acciones y las condiciones porcentuales en el reparto del botín. La noche anterior al día señalado robaron una moto de 125 cc. y la estacionaron a la puerta de la sucursal bancaria con objeto de darse a la fuga al concluir el golpe. Rómulo el Guapo no sabía conducir, y menos una moto, pero su cómplice era un experto motorista.

Al llegar a este punto interrumpí el relato para expresar mi sorpresa: no me cabía en la cabeza que incluso impelido por circunstancias adversas, Rómulo el Guapo se hubiera atrevido a una fechoría de semejante envergadura.

—Bah —dijo—, hoy en día robar un banco es un juego de niños. —Y divertido y halagado por mi expresión de admiración y pasmo, agregó—: En el mundo moderno el dinero contante y sonante es una reliquia. Todas las transacciones, desde las más abultadas a las más insignificantes, se hacen por medio de tarjeta o de transferencia online. Salvo las operaciones en negro, claro, pero éstas no pasan por los bancos o, al menos, no pasan por las sucursales de barrio. Total, que los bancos sólo tienen en sus arcas una cantidad mínima de dinero en efectivo y, en consecuencia, ya no vale la pena asaltar un banco. Los ladrones prefieren desvalijar joyerías o domicilios particulares. Por su parte, los bancos han descuidado la vigilancia: no les sale a cuenta contratar guardias armados; la caja fuerte está siempre abierta y la alarma, desconectada; las cámaras de televisión apuntan al techo, y a los empleados, convencidos de que una reducción de plantilla los dejará en la calle el día menos pensado, ni se les pasa por la cabeza jugarse el tipo ofreciendo resistencia.

Volví a interrumpirle para preguntar qué sentido tenía robar un banco para obtener un magro botín.

—Todo es relativo —respondió—. En un buen día, con poco esfuerzo y ningún riesgo, te puedes sacar dos mil euritos. Con un par de atracos al mes, vas tirando.

Todo había salido según Rómulo el Guapo lo había planeado, pero en el último momento el atraco fracasó por un imprevisto tan ligero como habitual, dijo: el factor humano.

Cubiertas sus respectivas facciones con los pasamontañas, con la moto estacionada ante la puerta de la sucursal bancaria, Rómulo el Guapo y Johnny Pox hicieron su entrada en el local cuando no había ningún cliente, empuñando en una mano una bolsa de plástico y en la otra la pistola. Sin mediar palabra, los empleados llenaron las bolsas de billetes y monedas, mientras el director de la sucursal (el señor Villegas) instaba a sus subordinados a cooperar para evitar una matanza. En menos de un minuto, el atraco se había consumado. Estaban saliendo cuando Johnny Pox se detuvo ante el anuncio de una vajilla de seis servicios y preguntó si no se la iban a llevar.

—No —dijo Rómulo el Guapo—, el plan consiste en darse a la fuga sin tardanza.

—Pero, hombre, Rómulo, ¿tú has visto qué vajilla? ¡Es divina!, ¡divina!

—Johnny, éste no es momento para salir del armario.

En este punto intervino el señor Villegas para explicar que la vajilla era un obsequio destinado a quien constituyera un depósito a seis meses por una suma superior a dos mil euros.

—Vaya —suspiró Johnny Pox—, ¿y de dónde saco yo tanto dinero?

—Si me permite la sugerencia, señor Pox —dijo el señor Villegas—, puede sacarlo de la bolsa de plástico. Y piense que dentro de seis meses podrá retirar el dinero con acrecidos intereses. El único problema es que la operación requiere de ciertas formalidades. Aquí no trabajamos de cualquier manera. Aquí personalizamos el trato con nuestros clientes. Pregúnteselo a don Rómulo, a quien concedimos un préstamo hace poco, o pregúnteselo a la gente que en este mismo momento se agolpa a la puerta de la sucursal para contemplar el atraco.

Al cabo de una hora, Rómulo el Guapo y Johnny Pox comparecían ante el juez. Johnny Pox fue condenado por pertenencia a banda armada, se le aplicó la atenuante de no haber hecho nada malo y salió a la calle. A Rómulo el Guapo le cayó una pena de reclusión mayor. Considerando que ya había estado ingresado anteriormente en un manicomio, el tribunal dispuso que volviera a ingresar en una institución de las mismas características. Como tales instituciones pertenecían a la seguridad social, Rómulo el Guapo llevaba varios meses esperando a que hubiera una plaza libre.

—En cualquier momento me pueden llamar —dijo a modo de conclusión— y, francamente, se me hace muy cuesta arriba. Estaba acostumbrado a la libertad, tú ya me entiendes. Si tuviera un poco de dinero, me largaba a cualquier parte. Pero estoy sin blanca. —Suspiró, guardó un breve silencio y, cambiando de tono, dijo—: En fin, no quiero agobiarte con mis aflicciones. Háblame de ti. ¿Cómo te van las cosas?

—Muy bien —respondí.

La realidad, sin embargo, era muy otra, pero me había entristecido la historia de mi pobre amigo y no quería aumentar su desazón contándole mis penurias. Pues desde hacía años, y tras unos inicios algo accidentados, de los que en su día dejé constancia escrita, regentaba una peluquería de señoras a la que, de un tiempo a esta parte, sólo acudía con admirable regularidad un empleado de la Caixa para reclamar las cuotas atrasadas de mis sucesivos créditos. La crisis se había cebado en la hacendosa clase social a la que iba orientado el negocio, es decir, los pelanas, y para colmo de males, las pocas mujeres que no se habían quedado calvas y aún disponían de dinero, se lo gastaban en un bazar oriental recién abierto frente a la peluquería, donde vendían abalorios, quincalla y fruslerías a precios reventados. Como, por añadidura, este bazar era el mejor cliente de la Caixa, de nada servía culpabilizarlo para pedir una moratoria en el pago de unos créditos que a duras penas me permitían mantener abierto el establecimiento y comer de higos a brevas.

—Sí —dijo Rómulo el Guapo—, no hay más que verte.

A continuación se concentró en los boquerones, como si con aquel comentario hubiese concluido la puesta al día de nuestras respectivas existencias y estuviéramos en puertas de abordar un nuevo tema. Pero yo conocía bien a Rómulo el Guapo y estaba convencido de que sólo estaba ganando tiempo para entrar en materia. En efecto, al cabo de un rato dio por concluida su ruidosa deglución, apuró el vino, se enjugó los labios y los dedos con la servilleta y, clavando en mí los ojos entornados, dijo:

—Lo que te he contado antes, lo del atraco y todo eso, es de dominio público: salió en la prensa y en la tele. Lo que te voy a decir ahora ha de quedar entre nosotros. Tengo plena confianza en tu discreción.

—Preferiría no verme obligado a ejercerla, Rómulo, no me cuentes secretos.

—Venga, hombre, hazlo por nuestra antigua amistad —atajó—. Con alguien he de hablar de estas cosas y sé que puedo contar contigo, como antes. Escucha, hace un momento te he dicho que no quiero ir preso. A mi edad, no lo resistiría. Así que he planeado fugarme. Brasil parece un buen sitio: buen clima, tías y fútbol. Pero no me puedo ir sin dinero. Por eso te preguntaba… No, no, tranquilo, no te voy a sablear. Intuyo cuál es tu situación financiera. En realidad…

Bajó la voz, adelantó el cuerpo, hizo señas para que yo le imitara y, cuando hubimos juntado las cabezas sobre el plato vacío, prosiguió con un susurro:

—He planeado un golpe. Algo sensacional. Sin riesgo, sin mucho trabajo, sin contingencias. Todo está a punto. Sólo me falta el equipo. ¿Cómo lo ves?

—¿Me estás proponiendo algo?

—Pues claro —exclamó alegremente.

—Te equivocas de persona, Rómulo. Yo para estas cosas no valgo: sólo soy un peluquero de señoras; y encima sin clientela.

—Vamos, hombre —replicó él—, ¿a quién quieres engañar? ¿Nos acabamos de conocer? Tú eres la rata más astuta de esta maldita ciudad. Siempre fuiste un maestro: sigiloso, penetrante, letal. En el manicomio te llamaban «el pedito ponzoñoso», ¿lo has olvidado?

La mención de este honorífico alias me llenó por un instante de orgullo teñido de nostalgia. Pero la experiencia me ha enseñado a temer más los halagos que las amenazas, de modo que regresé al presente y dije:

—Gracias, Rómulo, pero sigo declinando la invitación. No me guardes rencor. Por supuesto, no he oído nada de lo que me has dicho. Ni siquiera hemos estado aquí, tapeando y bebiendo. Eso si me lo preguntan. Para mis adentros, siempre recordaré con cariño este encuentro. Te deseo lo mejor.

Del perchero recogimos mi tabardo y su loden y Rómulo se llevó además la bufanda de un parroquiano confiado. Era noche cerrada y soplaba un viento frío cuando nos abrazamos en la calle y cada cual se fue por caminos divergentes.

El encuentro me dejó confuso y preocupado. Me preguntaba si no debía haber actuado de un modo más decidido, bien tratando de disuadir a Rómulo el Guapo de un proyecto que intuía inviable y erizado de peligros, bien ofreciéndole mi ayuda en la apurada situación en que se encontraba. Pero, ¿qué podía hacer yo? En mis años mozos, como ya he dicho, fui un maleante del montón: torpe, pusilánime y sin imaginación; con el tiempo añadí a estas dotes la vileza de ser confidente de la policía en un vano intento de evitar mayores males. Rómulo el Guapo era todo lo contrario: tenía talento, ambición, valentía y orgullo profesional. No se limitaba, como tantos otros, a soñar con dar un gran golpe en el futuro; él lo planeaba hasta el mínimo detalle y lo llevaba a cabo sin arredrarse ante el peligro ni flaquear ante el esfuerzo. Que le saliera bien o mal es otro asunto.

Una vez, años ha, en el sanatorio, me contó cómo había intentado y casi conseguido realizar lo que debería haber sido su, por así decir,
capolavoro
. Sin ser un forofo del fútbol como yo, no ignoraba la devoción que concita este deporte y se le ocurrió que si secuestraba a la plantilla del Barça podría exigir a cada socio un rescate de diez pesetas, con lo cual él vendría a ganar más de un millón sin causar a nadie un quebranto económico. El plan consistía en apoderarse del avión en el que viajaban los jugadores y el equipo técnico en alguno de sus desplazamientos. Como además de ingenio poseía una considerable destreza manual, diseñó y construyó con madera, plástico y metal un camión de la basura de juguete que se podía desmontar y convertir en un revólver Smith & Wesson modelo 67 del calibre 38, también de juguete, pero muy resultón. Cuando después de varios meses de trabajo tuvo listo el artefacto, averiguó la fecha en que el equipo titular de F. C. Barcelona había de viajar, adquirió un billete para ese mismo vuelo y embarcó con el camión-pistola sin despertar sospechas. En cuanto el avión hubo despegado y el comandante hubo apagado la señal luminosa, bajó la bandeja y empezó a manipular el camión. El vuelo resultó algo movido y el nerviosismo hizo el resto: cuando estaban iniciando el descenso para tomar tierra en el aeropuerto de Santander, adonde precisamente se dirigía el Barça para enfrentarse al equipo de dicha ciudad (el Racing), muchos componentes del camión aún estaban desperdigados por la bandeja y algunos rodaban entre los zapatos de los pasajeros. La azafata le conminó a plegar la bandeja y colocar el respaldo de su asiento en posición vertical y Rómulo apenas si tuvo tiempo de meterse en los bolsillos las piezas sueltas.

El percance no le disuadió de su propósito: durante las horas que mediaban entre la llegada y el regreso de los jugadores, se sentó en un banco público, frente a El Sardinero, y estuvo practicando el ensamblaje del arma hasta adquirir un completo dominio de las operaciones. Por fortuna pudo conseguir plaza en el mismo avión en que regresaba el equipo después del partido. Ya era noche cerrada, la luz interior de la cabina no era demasiado buena y, al igual que en el viaje de ida, el avión iba dando bandazos. No obstante, logró desmontar el camión y montar el revólver con tiempo suficiente. Las sacudidas del aparato no le permitieron hacer un trabajo muy fino: el cañón de la pistola se torcía hacia arriba, faltaba el gatillo y el conjunto parecía más una regadera que otra cosa, pero en manos de un hombre resuelto podía surtir el efecto apetecido. Rómulo el Guapo no vaciló: sacó del bolsillo un pañuelo, se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso en pie. Como había olvidado plegar la mesita, se dio un golpazo en el estómago. Encorvado, sujetando con una mano el pañuelo sobre la parte inferior del rostro y con la otra el revólver, avanzó decididamente por el pasillo gritando:

—¡Abran paso! ¡Abran paso! ¡No se interpongan y no les ocurrirá nada!

Con gestos y gritos de terror, los pasajeros se encogían en sus asientos y se tapaban la cara con las manos o con la revista
Ronda Iberia
. En un abrir y cerrar de ojos alcanzó la puerta de la cabina, la abrió, entró lanzando un rugido y la cerró a sus espaldas. Entonces se dio cuenta de que, en su precipitación, se había equivocado de dirección y se había metido en el retrete de cola. Por los altavoces el comandante impartía las oportunas instrucciones previas al aterrizaje en el aeropuerto del Prat. Con rabia y mano trémula desmontó la pistola, ocultó una vez más las piezas en los bolsillos y abandonó su encierro. En el pasillo se topó nada menos que con Andoni Zubizarreta, que, en nombre de todo el equipo, le preguntó si ya se encontraba mejor. Respondió afirmativamente, le dio las gracias, se excusó ante los pasajeros y las azafatas alegando una repentina indisposición causada por las turbulencias y decidió postergar la realización del plan para más adelante. Otros contratiempos, como ser detenido y juzgado por un delito anterior y ser encerrado en el sanatorio, le obligaron a postergarlo indefinidamente, pero no menguaron su decisión ni la convicción de que, de no haber sido por uno o dos detalles nimios, fáciles de corregir a la luz de la experiencia, el secuestro habría funcionado a la perfección y lo habría convertido en un hombre rico y célebre. Para cuando recobró la libertad, las medidas de seguridad en los aeropuertos se habían vuelto mucho más estrictas y el Barça viajaba en otras condiciones. De aquel proyecto épico sólo quedó la frustración de su autor y la admiración de quienes, como yo, escuchamos el relato de sus labios.

Al llegar a casa ya había decidido que mi actitud respecto de la proposición que acababa de hacerme Rómulo el Guapo era la correcta. A decir verdad, la idea de delinquir no se me había ocurrido en los muchos años transcurridos desde que mis malos pasos dieron conmigo en el sanatorio. No sólo me había rehabilitado y había pagado mi deuda con la sociedad, sino que tenía a gala ser un ciudadano ejemplar. Por nada del mundo me habría jugado la libertad y quién sabe si el pellejo. Por nada del mundo salvo por Rómulo el Guapo.

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
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