Read El enredo de la bolsa y la vida Online

Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor, #Intriga

El enredo de la bolsa y la vida (5 page)

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
7.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La mengua de ingresos y el desaliento le llevaron a dejar el oficio y hacerse estatua viviente. Al principio le fue más o menos bien. Luego la competencia aumentó y con ella las dificultades. También en este terreno se dejaba sentir la decadencia.

—Cuando empecé —me dijo—, había una cultura iconográfica: cualquiera reconocía a los personajes. Ahora, la gente no sabe quién es nadie. Hasta Elvis y el Che han de poner un cartel en varios idiomas para identificarse.

—Y tú, ¿de qué vas?

—De doña Leonor de Portugal, ¿no se nota?

Había acabado de aplicarse el carmín y de cubrirse el bigote con purpurina. Le ayudé a sujetar la corona a los bucles con horquillas y clips.

—He venido a pedirte un favor —le dije cuando hubimos acabado.

—No están los tiempos para eso —replicó.

—No es dinero, sino servicios. Retribuidos.

Negociamos una tarifa por horas y llegamos a un acuerdo, por más que yo no supiera de dónde iba a sacar el dinero.

Nos costó bastante meter la peana en el autobús, pero antes de la apertura de las pocas tiendas que no vacaban, la estatua estaba emplazada frente a la casa de Rómulo el Guapo.

—¿No le chocará a nadie que haya elegido este lugar? —dijo el Pollo Morgan antes de adoptar su regia pose—. Por esta plaza no pasa ni Cristo.

—Bah, la gente ni se fija. Y en fin de cuentas, ¿qué más te da? Yo cubro el lucro cesante. Tú preocúpate de mirar fijamente aquel portal. Sin pestañear. Si entra o sale alguien, me avisas. Anota mi móvil.

—No puedo. Yo me debo a la inmovilidad.

—¿Y si tienes pis?

—Llevo dodotis.

—Bueno, pues toma nota mental y yo vendré a la hora de comer a que me des el parte.

A las nueve en punto ya estaba abriendo la peluquería. A las once y cuarto entró un majadero preguntando si había algún bazar oriental en las inmediaciones. Le dirigí hacia La Bamba, no sin antes proponerle, en vano, un lavado, un corte y un rasurado por el precio de un solo servicio. Ya no vino nadie más. A las dos cerré y fui a ver al Pollo Morgan.

—¿Alguna novedad?

Me dio la callada por respuesta. Ni siquiera se dignó bajar los ojos.

—¡Venga, hombre, que no nos ve nadie! —hube de insistir.

Sin apenas despegar los labios, el Pollo Morgan susurró su informe. A lo largo de la mañana pocas personas habían salido del edificio y menos habían entrado. De las que habían entrado, dos eran del grupo de las que previamente habían salido, y cuatro habían entrado sin haber salido antes, pero habían salido al cabo de un rato; una había entrado y todavía no había salido. De las que habían salido sin haber entrado, dos habían vuelto a entrar y los demás todavía no habían entrado.

—Lo has hecho muy bien, hombre —le animé—. Ahora, dime, entre los que han salido, ¿había una señora de inmejorable aspecto?

—Sí —dijo deponiendo su majestuosa arrogancia—. A las diez y media en punto salió una tía de campeonato. Como reina de Portugal, no llevo reloj, pero en el bar que queda a mis espaldas tienen puesta la radio a toda pastilla y cada media hora dan las noticias. Ahora, por ejemplo, deben de ser poco más de las dos. Así no pierdo la noción del tiempo.

—Cuanto más te conozco, más te admiro. Y la señora en cuestión, ¿cómo era?

De la descripción minuciosa e hiperbólica deduje que se trataba de Lavinia Torrada. Estadísticamente era improbable que en aquella birria de inmueble vivieran dos bombonazos. El nuestro había salido a la hora indicada por el Pollo Morgan sin compañía, pero a la puerta la esperaba un caballero que unos minutos antes había llegado en coche, lo había aparcado cerca de la casa, se había apeado, había entrado en el bar y luego había esperado en la acera sin dar muestras de impaciencia. Al salir la mujer de Rómulo el Guapo, ambos se habían saludado con media sonrisa y sendas inclinaciones de cabeza, sin besarse en las mejillas ni otras partes, ni siquiera darse la mano. Tras intercambiar una breve frase, la mujer de Rómulo y su acompañante habían andado en silencio hasta el coche, entrado en él y partido.

—Nada indicaba que fueran amantes —concluyó—, aunque bien podían estar disimulando. En estos casos, nunca se sabe. Además, él era un tipo vulgar. De mediana edad, hortera, con pinta de bobalicón. Nada que ver con ese monumento.

—Cosas más raras se han visto. ¿Pudiste anotar la matrícula del coche?

—Claro, ¿por quién me tomas?

Anoté los datos y entré en
El Rincón del Gordo Soplagaitas
. La radio vociferaba anuncios. Esto era lo más divertido del local, por lo demás aseado de aspecto y con un humarazo ambiental inferior a la media. Tras la barra había un camarero, posiblemente el que daba nombre al establecimiento, a juzgar por su volumen y su expresión. En la barra dos hombres, también gordos, dejaban caer sendas cascadas de sudor sobre sus respectivos platos de albóndigas. Con gusto habría hecho lo mismo, pero el menú costaba seis euros y yo no los tenía. Me dirigí al camarero y le dije:

—Perdone la molestia, pero tal vez usted, o ustedes, podrían ayudarme. Esta mañana, unos minutos antes de las diez y media, mi camioneta de reparto, conducida por un servidor, ha colisionado ligeramente con un Peugeot 206 de color rojo, matrícula de Barcelona 6952. En ese momento no me fue posible detenerme, pero ahora, realizadas mis gestiones y libre de otros compromisos, quisiera ponerme en contacto con el propietario del vehículo siniestrado para asumir la responsabilidad que me concierne. ¿Ustedes no lo conocerán, por un casual?

La pregunta, dirigida por igual al camarero y a los dos comensales, provocó un breve debate. La conclusión fue que el propietario del vehículo era cliente habitual del bar, donde solía tomar un cortado.

—El caso es —dije al término de estas revelaciones— que debo dar parte a la compañía aseguradora para ver si se pueden arreglar los desperfectos o si hay que entregarle un coche nuevo, modelo berlina, con tracción en las cuatro ruedas y elevalunas eléctrico. Nada de lo cual será posible si no nos ponemos en contacto. ¿Serían ustedes tan amables de rogarle encarecidamente que me llame a este teléfono móvil?

Anoté el número de Quesito en una servilleta de papel y la dejé sobre la barra. Al salir pasé junto al Pollo Morgan sin dirigirle siquiera la mirada por si me estaban observando los obesos del bar, tomé el autobús y en media hora me planté en la peluquería. Por el camino me compré un bocadillo de sardinas en salmuera (el más barato) con la intención de zampármelo en mi puesto de trabajo. Anticipando in mente la degustación, por poco me desmayo al ver una figura humana levantarse del sillón en cuanto abrí la puerta del establecimiento.

—¡Perdón, perdón! —exclamó Quesito—. No era mi intención asustarle. Como no estaba, preferí esperarle dentro en vez de esperarle fuera, a pleno sol.

—¿Estaba abierta la puerta?

—No, señor. Rómulo me enseñó a forzar cerraduras. Lo he hecho con mucho cuidado para no estropearla. ¿El olor a sardinas lo despide usted?

—Eso no es de tu incumbencia —repliqué—, y no andes toqueteando: aquí hay instrumental sensible y peligroso —añadí al ver que jugueteaba distraídamente con un peine.

—Perdón, perdón —repitió—. He venido a decirle que hace un rato han llamado al móvil preguntando por usted.

—¿Quién?

—No lo ha dicho.

—¿Y no se lo has preguntado?

—No se me ha ocurrido.

—¿Era un hombre o una mujer?

—No me he fijado.

—¿Y qué ha dicho?

—No me acuerdo.

—¡Por el amor de Dios, Quesito, así no iremos a ninguna parte! Has de poner más atención en lo que haces.

—Perdón, perdón. No volverá a pasar —dijo.

Empezaba a hacer pucheros; los frené con ademán vigoroso.

—No podemos perder tiempo en lamentaciones. Vayamos al aspecto práctico de la cuestión. ¿Tienes dinero?

—Tres euros.

—Dámelos.

—Son para un Magnum de almendras.

—Pues te quedas sin él. He contratado personal subalterno cuyos emolumentos han de ser satisfechos sin demora. Pídele dinero a tu madre.

—Oh, no. No, señor. No es posible. Mi madre no sabe lo nuestro. Se pondría furiosa si lo supiera. No le cuente nada. Por favor, por favor.

—¿Cómo le voy a contar nada si no la conozco ni sé cómo localizarla? De todas formas, has de conseguir algo de dinero como sea. Pídeselo sin revelarle su destino. Para ropa o para salir. Mentir nunca está justificado, pero a veces está menos injustificado, como en la ocasión presente.

Más tranquila y olvidada de sus pasadas torpezas, se fue tras prometerme volver si ocurría algo nuevo y buscar la forma de conseguir dinero. Como no me merecía mucha confianza en este aspecto, me quedé pensando de dónde sacar unos eurillos, al menos para pagar al Pollo Morgan, por no hablar de otros gastos eventuales, incluida mi propia manutención. Esta reflexión me hizo acordar del bocadillo de sardinas, y estaba por desenvolverlo cuando sin previo aviso entró una persona en la peluquería. A contraluz no la reconocí ni supe quién era hasta que no oí su voz meliflua.

—Disculpe la intromisión —dijo—. Soy Lin Siau, el encargado del bazar La Bamba. He venido a pedirle un pequeño favor. No lo haría de no verme apremiado por las circunstancias, pero en estas fechas no puedo recurrir a familiares ni conocidos, y como somos vecinos…

Era la primera vez que manteníamos una relación oral y me sorprendió su dominio de la lengua. Ni en este terreno le llevaba ventaja. Con cautela le pregunté en qué podía servirle.

—Una futesa —respondió con naturalidad, como si fuéramos viejos amigos—. He de recoger a mi hijo. Le he apuntado a un cursillo de natación. Así se entretiene y no nos hemos de ocupar de él todo el santo día cuando no hay cole. Hasta la semana pasada estuvo de colonias. En Valldoreix. Pero ahora está de vuelta y entretenerlo y ocuparse del bazar es un verdadero problema.

Hizo una pausa y yo no dije nada para no fomentar una camaradería improcedente. Él prosiguió sin necesidad de estímulo.

—Normalmente mi esposa se encarga de traerlo y llevarlo a la piscina, pero hoy está invitada a la despedida de soltera de su prima. Miau. En resumidas cuentas, que me toca ir a recoger al chico y le agradecería mucho si pudiera echarle un vistazo al bazar durante mi ausencia. No tardaré más de diez minutos. Pero me da palo cerrar y en el bazar hay tantas cosas por robar… En cambio aquí…

—Está bien —dije secamente, y luego, haciendo de tripas corazón, añadí con una sonrisa—: Haré lo que me pide con mucho gusto. Los vecinos estamos para ayudarnos en casos de apuro.

—Gracias, colega, eso mismo pienso yo.

Entorné la puerta de la peluquería y los dos cruzamos la calle, nos despedimos con gran prosopopeya a la puerta del bazar, él se alejó con paso ligero y yo entré, en parte para refugiarme del sol, en parte para no ser visto y tachado de colaboracionista por otros comerciantes del barrio, y en parte por curiosidad. Como no me interesan las tiendas si no puedo comprar lo que venden y como mi patrimonio reduce este interés prácticamente a cero, nunca había visitado un establecimiento de aquellas características. Una simple ojeada me dejó anonadado. Allí había de todo: lo que anunciaba el rótulo de la fachada y mucho más, incluida una variada representación de todas las artes plásticas, así como otros mil artículos, que mi desentrenado cerebro y mi decaído espíritu no tuvieron capacidad de registrar. Aturdido serpenteaba por los pasillos cuando en la penumbra del fondo llamó mi atención un curioso objeto aparentemente arrumbado. Al examinarlo de cerca vi que se trataba de un monigote de regular tamaño, de aspecto tan cómico que a pesar de mi abatimiento no pude reprimir una carcajada. Di a renglón seguido un grito de terror al ver que el monigote venía hacia mí haciendo profundas reverencias.

—Perdone susto —le oí decir con voz cascada y temblorosa—. No era mi intención dar sorpresa. Soy humilde antepasado de señor Siau, gerente de este honorable local. Usted no me conoce pero yo a usted sí. Usted es honorable dueño de gran peluquería en acera de enfrente. Un día iré a cortar y peinar coleta.

—Mucho gusto —dije una vez repuesto de la impresión—. No esperaba encontrar a nadie. Y yo creía que, por definición, los antepasados estaban muertos.

—Tiene razón. Soy viejo, pero vivo y coleando, si permite chiste malo. Soy antepasado a medio hacer. Mi hijo Lin, primogénito de dinastía, me trajo de China, con permiso de General Tat, para tener antepasado en negocio. ¿Usted tiene antepasado en gran peluquería?

—No. Sólo me faltaría eso —respondí.

—Oh. Descendientes, tal vez.

—Tampoco.

—Le acompaño en sentimiento. Antepasados y descendientes son importantes. Pasado y futuro. Sin pasado y futuro, todo es presente, y presente es fugaz.

Acabó de cerrar los párpados y adoptó una expresión serena, acompañada de leves ronquidos. Así nos encontró Lin Siau, que regresaba arrastrando de la mano a un niño de unos diez años de edad, ocupado en repartir un helado de chocolate por toda su ropa.

—Disculpe —susurró Lin Siau—, olvidé advertirle de la presencia de mi padre. Espero que no le haya dado la lata. Tiene sus años y a nadie salvo nosotros con quien hablar. La cabeza se le va a ratos y por eso no quise dejarlo a cargo del bazar.

—De ningún modo —exclamé—, no me ha causado molestia alguna. Al contrario, hemos tenido una conversación de muy alto nivel. A decir verdad, la filosofía oriental está a la altura del resto de su producción.

Con ésta y otras cortesías nos despedimos. Al entrar en la peluquería encontré el bocadillo que había dejado casi entero convertido en un instructivo terrario. No me cupo otro remedio que coger el animado conjunto con unas pinzas y salir a echarlo al contenedor más próximo. Luego regresé y dejé que los minutos transcurrieran a un ritmo cada vez más lento. Al finalizar la jornada, al hambre y el tedio se había unido el pesaroso convencimiento de que nunca conseguiría salir de la grumosa ciénaga en que me hallaba. Estaba por cerrar e ir a ver si todavía quedaba algo del bocata en el contenedor cuando entró en la peluquería el hijo del señor Siau con un envoltorio en las manos. Hizo una profunda reverencia y dijo con voz aflautada:

—Hola, tronco. Soy Quim Siau, hijo de Lin Siau, aplicado estudiante durante el curso y esforzado aprendiz de nadador en época de asueto. Me envían mi padre, mi madre y mi honorable abuelo a entregarle una pequeña muestra de nuestra humilde gratitud.

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
7.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Paris Dreaming by Anita Heiss
French Polished Murder by Hyatt, Elise
It by Stephen King
Wild in the Moment by Jennifer Greene
The Cinderella Hour by Stone, Katherine
Crossroads by Belva Plain
Just Jackie by Edward Klein