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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (4 page)

BOOK: El espíritu de las leyes
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No interpretemos estas palabras como desprecio del hecho, sino como subordinación del hecho al pensamiento. Enaltecer la idea, rendirle culto, es en Montesquieu característico. En otra parte hace justicia a las observaciones, diciendo "que son la historia de la física y que los sistemas son la fábula". Así, pues, Montesquieu se ocupaba poco o mucho en las ciencias naturales, como poco después habían de hacerlo Buffón y más tarde Goethe.

Pero al mismo tiempo que trabajaba en preparar la Memoria sobre objetos de historia natural, producía una obra, para lo cual no necesitaba microscopio: sus
Cartas persas
.

Las
Cartas persas
vieron la luz, anónimas, en 1721; obtuvieron un éxito insuperable; formaron el libro de la época.

Tres son, en realidad, las obras de Montesquieu por las cuales es conocido de su posteridad: las
Cartas persas
(1721), el admirable libro de la
Grandeza y decadencia de los romanos
(1734), que es un anticipo de su obra capital, y éste, su
Del espíritu de las leyes
, que vio la luz pública en 1748.

La forma de estas tres obras difiere, es cierto, pero no tanto como se creería. El fondo de las ideas difiere aún menos que la forma. En las
Cartas persas
, libro de su mocedad, ya el autor deja entrever lo serio en lo festivo. En el libro de los romanos es en el que más se contiene y se reprime; su tono es firme, elevado, siempre a la altura de la majestad del pueblo rey. En
Del espíritu de las leyes
se mezclan a menudo, no se sabe cómo, el epigrama y la severidad.

Cuando se quiere apreciar la índole y forma del espíritu de Montesquieu, debe recordarse lo que escribía en sus últimos años, esto es, lo que le contestaba a D' Alembert, que le había pedido para la Enciclopedia algunos artículos sobre puntos ya tratados en
Del espíritu de las leyes
: "Sobre esos puntos —le respondía Montesquieu— ya he sacado todo lo que había en mi cabeza. Mi espíritu es un molde y siempre dará lo mismo. No haría más que repetir lo ya dicho y probablemente peor que como lo he dicho". Esta unidad fundamental del molde se descubre en Montesquieu, no obstante la variedad de producciones, en sus libros todos, desde el primero hasta el último.

Lo que da a las
Cartas persas
la marca de la Regencia, digámoslo así, es lo que tienen de irreverencia y de libertinaje; es el influjo de la moda, o el deseo de sazonar el libro al gusto de aquel tiempo.

¿De dónde sacó Montesquieu, si no, la idea de hacer hablar así a los persas? Dicen que se la inspiró un libro de Dufresney, titulado
Divertimientos serios y cómicos
, en el cual figura un personaje siamés llovido de las nubes en pleno París y que discurre a su manera.

Personas versadas en la literatura inglesa prefieren suponer que Montesquieu imitó más bien, o tuvo en cuenta, una carta escrita en Londres por un indígena de Java, aunque escrita en realidad por un publicista inglés.

Pero que la idea provenga del hijo de Siam o del insular de Java es original en Montesquieu por el desarrollo que le da y el atrevimiento con que la naturaliza en la capital de la nación francesa. Las
Cartas persas
, con todos sus defectos, es un libro genial de los más singulares que ha producido nuestra literatura.

Usbeck y Rica, dos amigos, dos persas de distinción, emprenden un viaje a Europa. El personaje principal, Usbeck, tiene su serrallo en Ispahán y allí lo deja al cuidado de un eunuco negro a quien recuerda de tiempo en tiempo sus severas recomendaciones. En el serrallo hay mujeres que el personaje distingue y ama particularmente, y el autor quisiera interesar al lector en esta parte novelesca de un gusto asiático muy acentuado. Lo lograría tal vez en 1721; la parte libertina y, por decirlo así, pornográfica de las
Cartas persas
pudo gustar a una sociedad que iba a saborear muy pronto con el deleite las novelas de Crebillón (hijo). Hoy esta parte nos parece artificiosa y si se prolongara un poco nos aburriría; lo que nos gusta hoy, lo que buscamos en las
Cartas persas
, es a Montesquieu mismo compartiéndose entre sus diversos personajes que juntos representan las ideas y toda la sociedad de la juventud de nuestro autor. Rica es el gracioso, el que de todo se burla, parisiense desde el primer día, y pinta sarcásticamente las ridiculeces de los originales que pasan ante sus ojos y que él imita. Usbeck, más serio, se resiste y razona; todo lo cuenta y lo discute en las cartas que dirige a los teólogos persas. El arte de la obra y lo que descubre la habilidad de la composición, es que al lado de una carta del serrallo nos encontramos con otra sobre el libre albedrío. Un embajador de Persia en Moscovia le escribe a Usbeck hablándole de los tártaros; es una página que podría ser un capítulo de
Del espíritu de las leyes
. Rica hace a continuación la más fina crítica de la verbosidad de los franceses y de los insustanciales conversadores de sociedad que, hablando mucho y bien, no dicen nada. Luego discurre Usbeck sobre Dios y la justicia en una carta muy hermosa. La idea de justicia está expuesta en ella según los verdaderos principios de la institución social. Montesquieu (pues él es quien habla) trata de establecer que la idea de justicia no depende en modo alguno de las convenciones humanas. Va más lejos aún: quiere hacerla independiente de toda existencia superior al hombre: "Aunque no hubiera Dios deberíamos amar la justicia, esto es, tratar de parecemos al Ser del que tenemos tan hermosa idea y que, si existiera, necesariamente sería justo. Aun siendo libres del yugo de la religión, no deberíamos serlo del de la equidad".

Aquí tocamos el fondo del pensamiento audaz de Montesquieu; no seamos débiles, expongámoslo sin vacilar y en toda su desnudez; él es quien dice:

"Aunque la inmortalidad del alma fuera un error, sentiría no creer en ella; confieso que no soy tan humilde como los ateos. Me satisface el creerme tan inmortal como Dios. Aparte de las ideas reveladas, las ideas metafísicas me dan la esperanza de una felicidad eterna a la que no quiero renunciar."

Estas palabras contienen la medida de las creencias de Montesquieu v de su nobilísimo deseo; hasta en la expresión de este deseo se desliza la suposición de que, aunque la cosa no existiera, sería mejor creerla. No censuremos a este hombre que se entrega, en todo caso, a la idealización de la naturaleza humana; pero obsérvese que esto es aceptar las ideas de justicia y religión más por el lado político y social que virtualmente y en sí mismas
[2]
.

Hombre Montesquieu de pensamiento y de estudio, desprendido desde la mocedad de las pasiones que, por otra parte, no lo habían arrastrado nunca, vivió en la firmeza del entendimiento. Bondadoso, de trato sencillo, amable y franco, mereció ser querido tanto como un genio puede serlo; pero aun en lo más humano se lo encontraba indiferente, con una equidad benévola, más bien que en posesión de la ternura del alma.

¿Quién no conoce aquel hermoso rasgo de su vida, el de Marsella, adonde iba con frecuencia a visitar a su hermana? Quiso dar un paseo por mar, fuera del puerto, y observo que el muchacho que lo conducía no tenía la menor traza de marinero. Entablando conversación con él, supo que el joven no desempeñaba tal oficio más que en los días de fiesta, y eso con la intención de reunir lo preciso para el rescate de su padre, que estaba en Tetuán cautivo por haber sido presa de un corsario. Montesquieu se enteró minuciosamente de todos los detalles, y al cabo de pocos meses el cautivo de los moros estaba libre en Marsella sin saber a quién debía su rescate. Ni nadie lo supo hasta después de muerto Montesquieu.

Todas las cuestiones a la orden del día en tiempo de la Regencia están tocadas en las
Cartas persas
: la disputa de los antiguos y los modernos, la revocación del Edicto de Nantes, la querella sobre la bula
Unigenitus
, etcétera. El autor responde al espíritu del día, infundiendo a la vez sus miras particulares. El reinado de Luis XIV lo juzga severamente. Su estilo es, en general, claro, preciso, agudo, sin que esto quiera decir que no tenga incorrecciones. Sabidas son las ideas de Montesquieu sobre el estilo: "Un hombre que escribe bien no escribe como se escribe, sino como él escribe; con frecuencia le ocurre hablar bien hablando mal". Escribe, pues, a su modo, elevándose y engrandeciéndose a medida del asunto. Gusta de un género de imágenes pintorescas, de comparaciones especiales para aclarar su pensamiento; por ejemplo, queriendo hacerle decir a Rica que el marido de una mujer hermosa, en Francia, cuando es engañado por la suya toma su desquite en las de otros, dice: "El título de marido de una mujer guapa, que en Asia se oculta cuidadosamente, se lleva aquí sin cuidado. Un príncipe se consuela de la pérdida de una plaza con la conquista de otra;
cuando el turco nos tomó Bagdad, ¿no le tomábamos al mogol la fortaleza de Candahar?
"

Exactamente de la manera misma que en Del espíritu de las leyes, pre-sentando un utopista inglés que teniendo la verdadera libertad imagina otra en su libro, exclama: "
Ha edificado Calcedonia teniendo a la vista las playas de Bizancio
".

Entre las irreverencias y osadías de las Cartas, se deja entrever un espíritu de prudencia en la pluma de Usbeck. Tocando tantas y tantas diversas cuestiones, Usbeck pretende continuar siendo fiel a las leyes de su país y a su religión (contradicción en que tal vez incurra el propio Montesquieu): "Es cierto —dice— que por una rareza más hija de la naturaleza que del espíritu humano, se hace necesario en ocasiones cambiar algunas leyes; pero el caso no es frecuente y, cuando ocurre, debe hacerse el cambio,
con mano temblorosa
". El mismo Rica, el hombre superficial y ligero, observando que en los tribunales de justicia se dictan sentencias por mayoría de votos, añade epigramáticamente: "Reconocido está por la experiencia que sería más conveniente lo contrario, tomar los votos de la minoría. Esto es lo natural, pues los espíritus justos son los menos". Con esto basta para demostrar que el autor de las
Cartas persas
no extremará nunca las cosas por el lado de las revoluciones y reformas populares.

Después de haber entrado en las cuestiones que son propiamente de filosofía de la historia; después de extrañar que los franceses hayan abandonado las leyes antiguas, dictadas por los primeros reyes en las asambleas de la nación, llegando así a los umbrales de la grande obra que sin duda preveía, divaga Montesquieu sobre diversas cuestiones hasta que se cansa. Agotado el cuadro de las costumbres, y la sátira, aparece en las
Cartas
la parte novelesca: Usbeck recibe la noticia de que su serrallo, aprovechando su ausencia, ha hecho su revolución a sangre y fuego. Es un fin delirante que para nosotros carece de interés; toda esta parte sensual es seca y desabrida, indicando que Montesquieu no ponía toda su imaginación más que en la observación histórica y moral.

En 1725 publicó Montesquieu
El templo de Guido
, que es un error de gusto. Creyó imitar a los griegos al escribir este poema en prosa por complacer a una princesa de la casa de Conde, la señorita de Clermont. En aquella fecha tenía Montesquieu treinta y cinco años, y él mismo ha escrito: "A la edad de treinta y cinco años amaba yo todavía". El abate de Voisenón ha dicho que a Montesquieu le gustaban las mujeres y que
El templo de Guido
le valió muchas conquistas ignoradas. Pero a Montesquieu no parece que lo enternecieran demasiado los amores ni le preocuparan con exceso. Creemos que sus amores tenían más de sensuales que de sentimentales. En mi juventud, él lo dice, tuve ocasiones de
enredarme
con mujeres en cuyo amor creía; pero cuando dejaba de creer, me
desenredaba fácilmente
. Y añade: "Me gustaba decir tonterías a las mujeres y hacerles favores que no cuentan nada".

El templo de Guido
no es más que una de aquellas tonterías.

Cuenta Lainé que cuando obtuvo el permiso de la familia Secondat para examinar los papeles de Montesquieu, encontró un paquete de epístolas amorosas, que las había escrito, ya se adivina, leyendo
El templo de Guido
. En las cartas amorosas había muchas enmiendas; en Montesquieu, todo lo que es vigor y nervio en las cosas grandes es debilidad en las pequeñas.

Hacia la misma época entró Montesquieu en su verdadera vía, escribiendo para la Academia de Burdeos un discurso en alabanza del estudio y de las ciencias (noviembre de 1725). Es un desagravio hecho a las ciencias, cuya utilidad había puesto en duda en un pasaje de las
Cartas persas
. En una comparación original, sostiene que si los mejicanos hubieran tenido un Descartes antes del desembarco de los españoles, no los hubiera conquistado Hernán Cortés.

En el breve discurso a que nos referimos, habla Montesquieu magníficamente del estudio y de los motivos que deben impulsarnos a emprenderlo: "El primero es la interior satisfacción que sentimos al aumentar la excelencia de nuestro ser, al hacernos más inteligentes". Un segundo motivo, y éste no iba Montesquieu a buscarlo muy lejos de sí, es nuestra propia felicidad. "El amor al estudio es casi nuestra única pasión eterna; todas las demás nos abandonan a medida que esta miserable máquina que nos las da se va acercando a su ruina… Conviene crearse una felicidad que no nos abandone, que nos siga en todas las edades; la vida es tan corta, que no debemos contar por nada las dichas menos duraderas que nosotros mismos." Por último, da otro móvil que lo impulsaba a él: la utilidad general: "¿No es un bello designio el de trabajar para provecho del mundo, para hacer a los hombres que nos sucedan más dichosos de lo que nosotros lo hemos sido?" Montesquieu, por rectitud de conciencia y por dirección intelectual, era naturalmente de la raza de los Vaubán, de los Catinat, de los Turena, de los L' Hôpital, de los ciudadanos que quieren sinceramente el honor de la patria y el bien de la humanidad: "Siempre he sentido una alegría secreta cuando se ha hecho algo por el bien común".

Las Cartas persas habían puesto a Montesquieu, de buena o de mala gana, entre los publicistas de su tiempo, lo cual, si ofrecía ventajas para su celebridad, no dejaba de tener inconvenientes para su carrera. Un impulso poderoso lo llevaba para siempre a figurar entre los literatos, a llenar su destino de escritor. Vendió la presidencia que desempeñaba y en 1726 fue recibido en la Academia francesa, de la que antes se había burlado mucho como hace todo el mundo antes de entrar en ella. En 1728 emprendió la serie de sus viajes, empezando por Alemania y Hungría; en Viena trató al príncipe Eugenio. Visitó luego una gran parte de Italia, Suiza, el Rin y Holanda, y en 1729 pasó a Inglaterra, donde tuvo por introductor a lord Chesterfield, un guía bien ilustrado. Se publicaron algunas Notas de viaje, en las que algo cuenta de su estancia en Londres. Hace observar que, en aquel tiempo, los ministros y embajadores extranjeros sabían tanto de Inglaterra como un recién nacido; no la conocían, no la comprendían: la libertad de la prensa los desorientaba; al leer los papeles públicos, imaginaban que iba a estallar una revolución. Como los periódicos estaban escritos por el pueblo, que en todas partes desaprueba lo que hacen los ministros, resultaba que en Inglaterra se escribía lo que se piensa en todas partes; así lo expresaba Montesquieu, y añadía: "El obrero que trabaja en el tejado se hace llevar la gaceta para leerla allí". Montesquieu aprecia la libertad inglesa, pero sin ilusionarse respecto del estado de las instituciones; juzga con acierto de la corrupción política, de la venalidad de las conciencias, del lado positivo y calculador que lleva al duro egoísmo. Según se expresa, no parece sino que él mismo cree en la proximidad de una revolución; pero ve el mal y también las ventajas que lo compensan: "Inglaterra, dice, es el país más libre del mundo, sin exceptuar a ninguna república… A un hombre que en Inglaterra tenga tantos enemigos como pelos en la cabeza, no por eso le sucederá nada; lo cual es mucho, pues tan necesaria es la tranquilidad del alma como la salud del cuerpo".

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