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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

El gran cuaderno (6 page)

BOOK: El gran cuaderno
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Saca dinero de su bolsillo, nos lo da.

—Venid cada sábado. Pero no imaginéis en absoluto que hago esto por ceder a vuestro chantaje. Lo hago por caridad.

Nosotros decimos:

—Eso es exactamente lo que esperábamos del señor cura.

Acusaciones

Una tarde, el ordenanza entra en la cocina. No le habíamos visto desde hacía mucho tiempo. Dice:

—¿Venir a ayudar a descargar jeep?

Nos ponemos las botas, le seguimos hasta el jeep parado en la carretera ante la puerta del jardín. El ordenanza nos pasa unas cajas y unos paquetes que llevamos a la habitación del oficial.

Le preguntamos:

—¿Vendrá esta noche el señor oficial? No le hemos visto todavía.

El ordenanza dice:

—El oficial no venir aquí invierno. Quizá no volver nunca. Tener pena de amor. Quizá encontrar algún otro, más tarde. Olvidar. Esas historias no ser para vosotros. Vosotros traer leña para calentar habitación.

Traemos madera, hacemos fuego en la pequeña estufa de metal. El ordenanza abre las cajas y los paquetes y pone en la mesa botellas de vino, de aguardiente, de cerveza, y un montón de cosas de comer: salchichones, conservas de carne y de verduras, arroz, galletas, chocolate, azúcar, café...

El ordenanza abre una botella, empieza a beber y dice:

—Yo calentar conservas en escudilla, encima de hornillo de alcohol. Esta noche beber, cantar con compañeros. Celebrar victoria contra enemigo. Nosotros pronto ganar guerra con nueva arma milagrosa.

Le preguntamos:

—Entonces, ¿la guerra acabará pronto?

Él dice:

—Sí. Muy pronto. ¿Por qué mirar así comida en la mesa? Si tener hambre, comer chocolate, galletas, salchichas.

Nosotros decimos:

—Hay muchas personas que se mueren de hambre.

—¿Y qué? No pensar en eso. Muchas gentes morir de hambre o de otra cosa. Nosotros no pensar. Nosotros comer y no morir.

Se ríe. Nosotros decimos:

—Nosotros conocemos a una mujer ciega y sorda que vive cerca de aquí con su hija. No sobrevivirán a este invierno.

—No culpa mía.

—Sí, es culpa tuya. Tuya y de tu país. Vosotros nos habéis traído la guerra.

—Antes de la guerra, ¿cómo hacer para comer la ciega y la hija?

—Antes de la guerra vivían de la caridad. La gente les daba ropa vieja, zapatos viejos, les llevaban comida. Ahora, nadie da nada ya. La gente es pobre, o tienen miedo de convertirse en pobres. La guerra los ha vuelto avaros y egoístas.

El ordenanza grita:

—¡A mí qué importar todo esto! ¡Callar!

—Sí, tú te ríes y te comes nuestra comida.

—No comida vuestra. Yo coger en las reservas del cuartel.

—Todo lo que se encuentra encima de esta mesa proviene de nuestro país: las bebidas, las conservas, las galletas, el azúcar. Nuestro país alimenta a tu ejército.

El ordenanza se pone colorado. Se sienta en la cama y se coge la cabeza entre las manos.

—¿Vosotros creer que yo querer guerra, y venir a vuestra mierda de país? Yo mucho mejor en mi casa, tranquilo, hacer sillas y mesas. Beber vino de mi país, divertir con chicas amables de mi país. Aquí todos malos y vosotros también, niños. Vosotros decir que todo es culpa mía. Yo, ¿qué poder hacer? Si yo digo que no ir a la guerra, que no venir a vuestro país, yo fusilado. Coger todo vosotros, vamos, coger todo encima de la mesa. La fiesta acabada, yo triste, vosotros malos conmigo.

Nosotros decimos:

—No queremos cogerlo todo, sólo algunas conservas y un poco de chocolate. Pero podrías traer de vez en cuando, al menos durante el invierno, leche en polvo, harina o alguna otra cosa para comer.

Él dice:

—Bien. Eso sí poder. Vosotros venir conmigo mañana a casa de la ciega. Pero buenos conmigo, después. ¿Sí?

Decimos:

—Sí.

El ordenanza se ríe. Llegan sus amigos. Nos vamos. Les oímos cantar toda la noche.

La sirvienta de la rectoría

Una mañana, hacia el final del invierno, estamos sentados en la cocina con la abuela. Llaman a la puerta y entra una mujer joven. Dice:

—Buenos días. Vengo a buscar unas patatas para...

Deja de hablar y nos mira.

—¡Son encantadores!

Coge un taburete y se sienta.

—Ven aquí tú.

No nos movemos.

—O tú.

No nos movemos. Ella se ríe.

—Pero venid, venid, acercaos. ¿Os doy miedo?

Nosotros decimos:

—No tenemos miedo a nadie.

Nos acercamos a ella. Dice:

—¡Dios mío! ¡Pero qué guapos sois! ¡Y qué sucios vais!

La abuela pregunta:

—¿Qué es lo que quieres?

—Patatas para el señor cura. ¿Por qué estáis tan sucios? ¿No os laváis nunca?

La abuela dice, molesta:

—Eso no te importa. ¿Por qué no ha venido la vieja?

La joven se echa de reír de nuevo.

—¿La vieja? Era más joven que usted. Pero es que se murió ayer. Era mi tía. Yo la reemplazo en la rectoría.

La abuela dice:

—Tenía cinco años más que yo. Así que ha muerto... ¿Cuántas patatas quieres, pues?

—Diez kilos, o más si tiene. Y también manzanas. Y también... ¿Qué más le queda? El cura está delgado como un huso, y no tiene nada en la despensa.

La abuela dice:

—Tenía que haberlo pensado en otoño.

—En otoño yo todavía no estaba en su casa. Llegué ayer por la tarde.

La abuela dice:

—Te advierto que en esta época del año todo lo que se come está caro.

La joven ríe más aún.

—Ponga un precio. No tenemos elección. No hay casi nada en las tiendas.

—Y pronto no habrá nada más en ninguna parte.

La abuela suelta una risita y sale. Nosotros nos quedamos solos con la sirvienta del cura. Ella nos pregunta:

—¿Por qué no os laváis nunca?

—Aquí no hay cuarto de baño ni jabón. No hay posibilidad de lavarse.

—¡Y vuestra ropa! ¡Qué horror! ¿No tenéis otra?

—Tenemos más en las maletas, debajo del banco. Pero está sucia y desgarrada. La abuela no nos la lava nunca.

—¿Así que la Bruja es vuestra abuela? ¡Verdaderamente, existen los milagros!

La abuela vuelve con dos sacos:

—Serán diez piezas de plata o una pieza de oro. No acepto billetes. Pronto no tendrán ningún valor, es sólo papel.

La sirvienta pregunta:

—¿Qué hay en los sacos?

La abuela responde:

—Comida. La tomas o la dejas.

—La tomo. Le traeré el dinero mañana. ¿No podrían ayudarme los pequeños a llevar los sacos?

—Pueden, si quieren. No siempre quieren. No obedecen a nadie.

La sirvienta nos lo pide:

—Pero vosotros sí que queréis, ¿verdad? Cada uno llevará un saco y yo llevaré vuestras maletas.

La abuela pregunta:

—¿Qué es esa historia de las maletas?

—Voy a lavarles la ropa sucia. Se la traeré mañana, con el dinero.

La abuela ríe.

—¿Lavarles la ropa? Bueno, si eso te divierte...

Nos vamos con la sirvienta. Caminamos detrás de ella hasta la rectoría. Vemos sus dos trenzas rubias danzar sobre su chal negro, unas trenzas espesas y largas. Le llegan a la cintura. Sus caderas se mueven bajo la falda roja. Se le puede ver un trocito de pierna entre la falda y las botas. Las medias son negras y en la de la derecha se le ha corrido un punto.

El baño

Llegamos a la rectoría con la sirvienta. Nos hace entrar por la puerta de atrás. Dejamos los sacos en la despensa y vamos al lavadero. Allí hay cuerdas por todas partes para tender la ropa. Hay también recipientes de todas clases, entre ellos una bañera de cinc de una forma muy rara, como si fuese un sillón hondo.

La sirvienta abre nuestras maletas, pone a remojar nuestra ropa en agua fría y después enciende el fuego para calentar el agua en dos calderos grandes. Dice:

—Lavaré ahora mismo todo lo que necesitéis de inmediato. Mientras os bañáis, se secará. Os llevaré el resto de la ropa mañana o pasado mañana. Habrá que repasarla también.

Echa agua hirviendo en la bañera y añade agua fría.

—Vamos, ¿quién empieza?

No nos movemos. Ella dice:

—¿Serás tú, o tú? ¡Vamos, desnudaos!

Le preguntamos:

—¿Te vas a quedar aquí mientras nos bañamos?

Ella se ríe muy fuerte.

—¡Pues claro que me voy a quedar aquí! Y además os frotaré la espalda y os lavaré el pelo. No os dará vergüenza desnudaros delante de mí... Casi podría ser vuestra madre.

Seguimos sin movernos. Entonces ella empieza a desnudarse.

—Peor para vosotros. Empezaré yo. Veis, a mí no me da vergüenza desnudarme. Sólo sois unos niños.

Canturrea, pero su cara enrojece cuando se da cuenta de que la miramos. Tiene los senos duros y puntiagudos como globos que no se hubiesen acabado de hinchar. Su piel es muy blanca y tiene muchos pelos rubios por todas partes. No sólo entre las piernas y debajo de los brazos, sino también en la tripa y los muslos. Sigue cantando en el agua, frotándose con un guante de baño. Cuando sale del baño, se pone un albornoz enseguida. Cambia el agua de la bañera y empieza a lavar la ropa dándonos la espalda. Entonces nosotros nos desnudamos y nos metemos juntos en el baño. Hay espacio de sobras para los dos.

Al cabo de un cierto tiempo la sirvienta nos tiende dos lienzos grandes y blancos.

—Espero que os hayáis frotado bien por todas partes.

Nos sentamos en un banco, envueltos en los lienzos, esperando que se seque nuestra ropa. El lavadero está lleno de vapor y hace mucho calor. La sirvienta se acerca con unas tijeras.

—Voy a cortaros las uñas. Y dejad de hacer aspavientos, no os voy a comer.

Nos corta las uñas de las manos y de los pies. Nos corta también el pelo. Nos besa en la cara y en el cuello, y no deja de hablar.

—¡Ah! ¡Estos piececitos tan bonitos, tan chiquititos y tan limpios! ¡Ah! ¡Estas orejitas encantadoras, este cuello tan suavecito, tan suavecito! ¡Ah! ¡Cómo me gustaría tener dos niños tan guapos, tan monos, sólo para mí! Les haría cosquillas por todas partes, por aquí, por aquí...

Nos acaricia y nos besa todo el cuerpo. Nos hace cosquillas con la lengua en el cuello, debajo de los brazos, entre las nalgas. Se arrodilla delante del banco y nos chupa los sexos, que se hinchan y se endurecen en su boca.

Ahora está sentada entre los dos y nos aprieta contra su cuerpo.

—Si tuviera dos niñitos tan guapísimos, les daría para beber lechecita rica, bien dulcecita, mira, así, así.

Atrae nuestras cabezas hacia sus senos, que sobresalen del albornoz, y chupamos los bultitos rosados que se han puesto muy duros. La sirvienta se mete las manos bajo el albornoz y se frota entre las piernas:

—¡Qué lástima que no seáis un poco mayores! ¡Ah! ¡Qué bien, qué bien, cómo me gusta jugar con vosotros!

Suspira, jadea, y después, bruscamente, se pone tiesa.

Cuando nos vamos, nos dice:

—Volved todos los sábados a bañaros. Traed vuestra ropa sucia. Quiero que estéis siempre limpios.

Nosotros decimos:

—Te traeremos leña a cambio de tu trabajo. Y peces, y setas, cuando haya.

El cura

Al sábado siguiente volvemos a tomar nuestro baño.

Después, la sirvienta nos dice:

—Venid a la cocina. Voy a hacer té y comeremos pan con mantequilla.

Estamos a punto de comernos las rebanadas de pan con mantequilla cuando entra el cura en la cocina.

Decimos:

—Buenos días, señor.

La sirvienta dice:

—Padre, éstos son mis protegidos. Los nietecitos de la anciana a la que la gente llama la Bruja.

El cura dice:

—Ya los conozco. Venid conmigo.

Le seguimos. Atravesamos una habitación donde no hay más que una mesa redonda rodeada de sillas y un crucifijo en la pared. Después, entramos en una habitación oscura donde las paredes están cubiertas de libros hasta el techo. Frente a la puerta, un reclinatorio con un crucifijo; junto a la ventana, un escritorio; en un rincón, una cama estrecha, y tres sillas colocadas junto a la pared. Ése es todo el mobiliario de la habitación.

El cura dice:

—Habéis cambiado mucho. Ahora estáis limpios. Parecéis dos angelitos. Sentaos.

Lleva dos sillas frente a su escritorio y nosotros nos sentamos. Él se sienta detrás del escritorio y nos tiende un sobre.

—Aquí tenéis el dinero.

Al coger el sobre, decimos:

—Pronto podrá dejar de dárnoslo. En verano Cara de Liebre se las arregla sola.

El cura dice:

—No. Seguiré ayudando a esas dos mujeres. Me da vergüenza no haberlo hecho antes. Y ahora, ¿hablamos de otro tema?

Nos mira, nosotros callamos. Dice:

—No os veo nunca en la iglesia.

—No vamos.

—¿Rezáis a veces?

—No, no rezamos.

—Pobres ovejitas. Yo rezaré por vosotros. ¿Sabéis leer, al menos?

—Sí, señor. Sabemos leer.

El cura nos tiende un libro.

—Tomad, leed esto. Encontraréis bellas historias sobre Jesucristo y la vida de los santos.

—Esas historias ya las conocemos. Tenemos una Biblia. El Antiguo y el Nuevo Testamento.

El cura levanta las cejas negras.

—¿Cómo? ¿Habéis leído toda la Sagrada Biblia?

—Sí, señor. Incluso nos sabemos algunos pasajes de memoria.

—¿Cuáles, por ejemplo?

—Pasajes del Génesis, el Éxodo, el Eclesiastés, el Apocalipsis y otros.

El cura se queda callado un momento y luego dice:

—¿Conocéis pues los Diez Mandamientos? ¿Los respetáis?

—No, señor, no los respetamos. Nadie los respeta. Está escrito: «no matarás», y todo el mundo mata.

El cura dice:

—Ah, sí... es la guerra.

—Nos gustaría leer otros libros que no fuesen la Biblia, pero no tenemos. Usted tiene muchos. Podría prestarnos algunos.

—Son libros demasiado difíciles para vosotros.

—¿Son más difíciles que la Biblia?

El cura nos mira. Pregunta:

—¿Qué tipo de libros os gustaría leer?

—Libros de historia y de geografía. Libros que cuenten cosas verdaderas, nada de cosas inventadas.

El cura dice:

—De aquí al sábado próximo encontraré algunos libros que os convengan. Ahora dejadme solo. Volved a la cocina y acabaos el pan.

La sirvienta y el ordenanza

Cogemos cerezas en el jardín con la sirvienta. El ordenanza y el oficial extranjero llegan en el jeep. El oficial pasa directamente y entra en su habitación. El ordenanza se detiene junto a nosotros. Dice:

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