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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (10 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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—Escuche —le dije— . Me parece que usted no se encuentra bien. Déjenos que volvamos a echarle en la cama, por favor. Pero quiero hacerle una última pregunta. Si esto, esta cosa,
no
es su pierna izquierda —él había dicho que era una «falsificación» en determinado momento de nuestra charla, y había expresado su asombro por el hecho de que alguien se hubiese molestado en «fabricar» un «facsímil»— entonces ¿dónde
está
su pierna izquierda?

Volvió a ponerse pálido, tan pálido que creí que iba a desmayarse.

—No sé —dijo— . No tengo ni idea, ha desaparecido. No está. No la encuentro por ninguna parte…

POSTDATA

Después de publicarse esta historia (en
A Leg to Stand On
, 1984) recibí una carta de un eminente neurólogo, el doctor Michael Kremer, en la que me decía:

Me pidieron que viese a un paciente muy extraño en el pabellón de cardiología. Tenía fibrilación atrial y había disuelto un gran émbolo que le producía una hemiplejía izquierda, y me pidieron que le viese porque se caía continuamente de la cama de noche y los cardiólogos no podían descubrir el motivo.

Cuando le pregunté lo que pasaba de noche me dijo con toda claridad que cuando despertaba en plena noche se encontraba siempre con que había en la cama con él una pierna peluda, fría, muerta, y que eso era algo que no podía entender pero que no podía soportar y, en consecuencia, con el brazo y la pierna sanos la tiraba fuera de la cama y, naturalmente, el resto del cuerpo la seguía.

Era un ejemplo tan excelente de pérdida completa de conciencia de una extremidad hemipléjica que no pude lograr que me explicara, es curioso, si su pierna de aquel lado estaba en la cama con él, a causa de lo obsesionado que estaba con aquella pierna ajena tan desagradable que había allí.

5. Manos

Madeleine J. ingresó en el St. Benedict's Hospital, cerca de Nueva York, en 1980. Tenía sesenta años, ceguera congénita con parálisis cerebral y su familia la había cuidado en casa durante toda su vida. Con estos antecedentes y su patética condición (espasmodismo y atetosis, es decir, movimientos involuntarios de ambas manos, a lo que se añadía un fallo en el desarrollo de la vista) yo esperaba hallarla en un estado de retraso y regresión.

Pero no fue así, más bien lo contrario. Hablaba con fluidez, con elocuencia en realidad (el espasmodismo apenas si afectaba, afortunadamente, al habla), y resultó ser una mujer animosa de una cultura y una inteligencia excepcionales.

—Ha leído usted muchísimo —le dije— . Debe dominar muy bien el método Braille.

—No, nada de eso —dijo ella— . Todas mis lecturas me las han hecho otras personas… eran libros hablados o me leía alguien. En realidad no conozco el Braille, no sé ni una palabra de él. No puedo hacer nada con las manos… las tengo completamente inútiles.

Las alzó, despectiva.

—Son unas masas miserables e inútiles de pasta… ni siquiera las siento como parte de mí.

Esto me pareció muy sorprendente. La parálisis cerebral no suele afectar a las manos, o al menos no las afecta decisivamente: puede haber espasmos o debilidad o alguna deformación pero en general son de una utilidad considerable (a diferencia de las piernas, que pueden quedar completamente paralizadas, en esa variedad de la llamada enfermedad de Little o diplejía cerebral).

Las manos de la señorita J. eran
ligeramente
atetósicas y espasmódicas, pero su capacidad sensorial se hallaba completamente intacta, lo pude comprobar enseguida: identificó inmediata y correctamente el roce leve, el dolor, la temperatura, el movimiento pasivo de los dedos. No había trastorno alguno en la sensación elemental, en cuanto tal, pero había, en patente contraste, un profundísimo trastorno de la percepción. No era capaz de reconocer o identificar nada: le puse en las manos todo tipo de objetos, incluyendo una mano mía. No podía identificar y no exploraba; no había movimientos «interrogativos» activos de las manos: eran, ciertamente, tan inactivas, tan inertes, tan inútiles, como «masas de pasta».

Esto es muy extraño, me dije. No veo la explicación. No hay un «déficit» sensorial grave. Parece que sus manos tienen la capacidad potencial para ser unas manos absolutamente normales… y sin embargo no lo son. ¿Es posible que sean superfluas («inútiles») porque no las haya utilizado nunca? ¿El hecho de que hubiese estado «protegida», «cuidada», «mimada» desde el nacimiento le habría impedido el uso exploratorio normal de las manos que todos los niños aprenden en los primeros meses de vida? ¿El que la hubiesen llevado siempre de un lado a otro los demás, el que se lo hubiesen hecho todo, había impedido que desarrollase unas manos normales? Y si era así (parecía insólito, pero era la única hipótesis que se me ocurría) ¿podría ahora, a los sesenta años, adquirir lo que debería haber adquirido en las primeras semanas y meses de vida?

¿Había algún precedente? ¿Se había descrito, o intentado, algo así alguna vez? No lo sabía, pero pensé inmediatamente en un posible paralelo: lo mencionaban Leont'ev y Zaporozhets en su libro
Rehabilitación de la función manual
. La condición que ellos describían era completamente distinta en origen: se trataba de una «alienación» similar de las manos en unos doscientos soldados después de heridas graves e intervención quirúrgica. Estos soldados sentían las manos heridas «extrañas», «sin vida», «inútiles», «encantadas», pese a que en los aspectos sensoriales y neurológicos elementales siguiesen intactas. Leont'ev y Zaporozhets indicaban que los «sistemas gnósticos» que permiten que se produzca la «gnosis» o uso perceptivo de las manos, podían «disociarse» en tales casos a consecuencia de las heridas, de la intervención quirúrgica y de un período subsiguiente de semanas o meses sin usarlas. En el caso de Madeleine, aunque el fenómeno era idéntico («inutilidad», «falta de vida», «alienación») había durado toda una vida. Madeleine no sólo necesitaba recuperar las manos sino descubrirlas (adquirirlas, conseguirlas) por primera vez: tenía, no ya que recuperar un sistema gnóstico disociado, sino que construir, en primer lugar, un sistema gnóstico que nunca había tenido. ¿Era esto posible?

Los soldados heridos de Leont'ev y Zaporozhets tenían manos normales antes de las heridas. A ellos les bastaba con «recordar» lo que habían «olvidado», o «disociado», o «inactivado», por las graves heridas. Madeleine, por el contrario, no tenía ningún repertorio de recuerdos porque no había usado las manos nunca (y tenía la sensación de no tener manos) ni tampoco los brazos. Le habían dado siempre de comer, nunca había hecho por sí sola sus necesidades, nunca había intentado valerse ella, siempre había dejado que la ayudaran los demás. Se había comportado, durante sesenta años, como si fuese un ser sin manos.

Éste era pues el reto que afrontábamos: una paciente con sensaciones elementales perfectas en las manos pero sin poder alguno, al parecer, para integrar esas sensaciones como percepciones relacionadas con el mundo y con ella misma; que no podía decir: «percibo, reconozco, quiero, actúo», en relación con sus manos «inútiles». Pero de una manera u otra (como descubrieron Leont'ev y Zaporozhets con sus pacientes) había que conseguir que actuase y que utilizase las manos activamente y que al hacerlo así lograse, era nuestra esperanza, la integración: «La integración está en la acción», como dijo Roy Campbell.

Madeleine estaba muy contenta con todo esto, fascinada en realidad, pero desconcertada y desesperanzada a la vez.

—¿Cómo voy a poder hacer cosas con las manos —me preguntaba— si sólo son masas de pasta?

«En el principio es el acto», escribe Goethe. Esto puede ser cierto cuando lo que afrontamos son dilemas morales o existenciales, pero no donde tienen su origen el movimiento y la percepción. Sin embargo, también ahí hay siempre algo súbito: un primer paso (o una primera palabra, como cuando Helen Keller dijo «agua»), un primer movimiento, una primera percepción, un primer impulso, total, «llovido del cielo», donde antes no había nada o nada con sentido. «En el principio es el impulso.» No un acto, no un reflejo, sino un «impulso», que es al mismo tiempo más obvio y más misterioso… No podíamos decirle a Madeleine: «¡Hazlo!» pero podíamos esperar un impulso; podíamos esperarlo, podíamos pedirlo, podíamos provocarlo incluso…

Pensé en el niño que extiende las manos buscando el pecho de su madre.

—Pónganle a Madeleine la comida, como por casualidad, ligeramente fuera de su alcance de vez en cuando —les dije a las enfermeras que la atendían— . No la dejen pasar hambre, no la torturen, pero muestren menos solicitud de la habitual al darle de comer.

Y un buen día pasó lo que no había pasado nunca: impaciente, acuciada por el hambre, en vez de esperar pasiva y resignada, estiró un brazo, tanteó, cogió una rosca de pan, se la llevó a la boca. Fue su primer uso de las manos, su primer acto manual, en sesenta años, y señaló su nacimiento como «individuo motriz» (el término de Sherrington para el individuo que aflora a través de los actos). Constituía también su primera percepción manual y, por tanto, su nacimiento como «individuo perceptual» completo. Su primera percepción, su primer reconocimiento, fue de una rosca de pan, o «rosquedad», lo mismo que el primer reconocimiento de Helen Keller, su primera manifestación, fue el agua, («aqüidad»).

Tras este primer acto, esta primera percepción, el progreso fue sumamente rápido. Lo mismo que había extendido el brazo para examinar o tocar una rosca de pan, así ahora, espoleada por un hambre nueva, se lanzaba a explorar, a tocar, el mundo entero. Lo primero fue la comida, el tanteo, la exploración de implementos, recipientes y alimentos diversos. El «reconocimiento» tenía que lograrlo por medio de una especie de deducción o conjetura curiosamente indirecta, pues al haber permanecido ciega y «sin manos» desde el nacimiento, carecía de las imágenes internas más simples (mientras que Helen Keller tenía al menos imágenes táctiles). Si no hubiese tenido una cultura y una inteligencia excepcionales, con una imaginación aprovisionada y sostenida, digamos, con las imágenes de otros, con imágenes transmitidas por el lenguaje, por la palabra, podría haber seguido casi tan desvalida como un niño de pecho.

La rosca de pan la identificó como un pan redondo con un agujero en medio; un tenedor como un objeto plano alargado con varios dientes agudos. Pero luego este análisis preliminar dio paso a una intuición inmediata, y fue reconociendo los objetos instantáneamente como lo que eran, como inmediatamente familiares por su carácter y su «fisonomía», fue reconociéndolos inmediatamente como únicos, como «viejos amigos». Y este tipo de reconocimiento, no analítico sino sintético e inmediato, vino acompañado de un gozo intenso y de la sensación de que estaba descubriendo un mundo lleno de magia, de misterio, de belleza.

Los objetos más corrientes la llenaban de gozo… la llenaban de gozo y estimulaban en ella el deseo de reproducirlos. Pidió barro y empezó a modelar figuras: la primera, su primera escultura, fue un calzador, y hasta él estaba imbuido en cierto modo de un humor y una fuerza extraños, con curvas sólidas, potentes, fluidas, que recordaban al primer Henry Moore.

Y luego (y esto fue un mes después de sus primeros reconocimientos) su atención, su aprecio, pasó de los objetos a la gente. El interés y las posibilidades expresivas de las cosas, aunque transfiguradas por una especie de genio inocente, ingenuo y a menudo cómico, tenían, después de todo, sus límites. Necesitaba explorar ahora la figura y el rostro de los seres humanos, en reposo y en movimiento. Ser «sentido» por Madeleine era una experiencia muy notable. Sus manos, hacía tan poco inertes, como pasta, parecían ahora cargadas de una sensibilidad y una animación inexplicables. No sólo te reconocía y te escudriñaba de un modo más intenso y penetrante que cualquier escrutinio visual, sino que te «saboreaba» y apreciaba, meditativa, imaginativa y estéticamente, un artista nato (y recién nacido). Tenías la sensación de que no sólo eran las manos de una mujer ciega que te exploraban sino de una artista ciega, una inteligencia reflexiva y creadora, recién abierta a la realidad sensorial y espiritual plena del mundo. Estas exploraciones perseguían también la representación y la reproducción como una realidad externa.

Madeleine empezó a modelar cabezas y figuras, y en un año era famosa en el lugar, como la Escultora Ciega de St. Benedict's. Sus esculturas solían ser de la mitad o tres cuartos del tamaño natural, con rasgos sencillos pero reconocibles y con una energía notablemente expresiva. Para mí, para ella, para todos nosotros, esto era una experiencia profundamente conmovedora, una experiencia asombrosa, milagrosa casi. ¿Quién habría podido imaginar que las capacidades básicas de percepción, que normalmente se adquieren en los primeros meses de vida pero que no se habían adquirido en este caso, pudiesen adquirirse a los sesenta años? Qué posibilidades maravillosas de aprendizaje tardío, y de aprendizaje de los impedidos, abría esto. Y ¿quién podría haber soñado que aquella mujer ciega y paralítica, marginada, desactivada, excesivamente protegida toda la vida, guardase en su interior el germen de una sensibilidad artística asombrosa (tan insospechada por ella como por los demás) que germinaría y florecería en una realidad extraña y bella, tras permanecer inactiva, malograda, durante sesenta años?

POSTDATA

Pero pronto habría de descubrir que el caso de Madeleine J. no era algo único. Al cabo de un año me encontré con otro paciente (Simón K.) que tenía también parálisis cerebral unida a un trastorno profundo de la visión. Si bien el señor K. tenía fuerza y sensaciones normales en las manos, apenas las había usado… y era extraordinariamente torpe manejando, explorando o identificando las cosas. Como Madeleine J. nos había alertado ya, nos preguntamos si no tendría también él una «agnosia del desarrollo» similar… y sería, por tanto, «tratable» por el mismo procedimiento. Y pronto descubrimos que lo que se había conseguido en el caso de Madeleine podía conseguirse también en el de Simón. Al cabo de un año se había convertido en un individuo muy «habilidoso» en todos los sentidos, y disfrutaba sobre todo realizando tareas simples de carpintería, modelando bloques de madera y contrachapado y haciendo con ellos juguetes sencillos. No sentía el impulso de esculpir, de hacer reproducciones: no era un artista nato como Madeleine, pero aun así, después de pasarse medio siglo prácticamente sin manos, gozaba de su uso de muchos modos diversos.

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