Read El hombre que confundió a su mujer con un sombrero Online

Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (6 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
8.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A mí me había desconcertado profundamente, me había llenado de dudas y hasta de recelos, en un principio, aquel corte aparentemente brusco en 1945, un punto, una fecha, que era también simbólicamente tan determinada y precisa. Escribí la siguiente nota:

Hay un gran espacio en blanco. No sabemos lo que pasó entonces, o a continuación… Hemos de rellenar esos años «perdidos», recurriendo a su hermano, o a la Marina, o a los hospitales en los que ha estado… ¿Habrá sufrido, quizás, algún enorme trauma en esa época, algún trauma emotivo o cerebral enorme en el combate, en la guerra, que le haya afectado permanentemente desde entonces?… ¿Fue la guerra su «punto culminante», la última vez que estuvo realmente vivo, y ha sido su existencia a partir de entonces una larga decadencia?
[2]
.

Le hicimos varias pruebas (electroencefalograma, exploraciones cerebrales), y no hallamos el menor rastro de lesión cerebral de gran envergadura, aunque las pruebas realizadas no pudiesen revelar una atrofia de los pequeños cuerpos mamilares. Recibimos informes de la Marina que indicaban que había permanecido en el cuerpo hasta 1965, y que era por entonces plenamente competente.

Luego recibimos un breve y desagradable informe del Bellevue Hospital, fechado en 1971, que decía que el paciente se hallaba «totalmente desorientado… con un síndrome cerebral orgánico avanzado, debido al alcohol» (se le había diagnosticado por entonces cirrosis). De Bellevue lo enviaron a una pocilga asquerosa del Village, un supuesto «hospital particular» del que lo rescató en 1975 nuestra Residencia, sucio y muerto de hambre.

Localizamos a su hermano, del que Jimmie decía siempre que estaba en la escuela de contabilidad y comprometido con una chica de Oregón. En realidad se había casado con la chica de Oregón, se había convertido en padre y abuelo y llevaba treinta años trabajando como contable.

Habíamos albergado la esperanza de que su hermano aportase mucha información y apoyo emotivo, pero recibimos una carta suya que, aunque cortés, era bastante parca. Se veía claramente leyéndola (sobre todo leyendo entre líneas) que los hermanos no se habían visto apenas desde 1943, y habían seguido caminos distintos, en parte por vicisitudes de ubicación y profesión y en parte por diferencias profundas (aunque no distanciadoras) de carácter. Al parecer Jimmie nunca había «sentado la cabeza», era «un viva la Virgen» y «no dejaba de beber». En opinión de su hermano la Marina le proporcionaba un marco, una vida, y los problemas empezaron cuando la abandonó, en 1965. Sin su anclaje y su marco habituales Jimmie había dejado de trabajar, se había «desmoronado» y había empezado a beber en exceso. Había sufrido luego cierto trastorno de la memoria, del tipo Korsakov, a mediados y sobre todo a finales de la década de los sesenta, aunque no tan grave que no pudiese «arreglárselas» a su manera despreocupada. Pero el consumo de alcohol aumentó aun más en 1970.

Por las Navidades de ese año, según las informaciones de que disponía su hermano, había perdido el control de una forma súbita y se había hundido en un delirio dominado por la confusión y la angustia. Fue entonces cuando lo ingresaron en Bellevue. La agitación y el delirio desaparecieron al cabo de un mes, pero le quedaron profundas y extrañas lagunas en la memoria, o «déficits», utilizando la jerga médica. Su hermano lo visitó por entonces (hacía veinte años que no se veían) y se quedó horrorizado al ver que Jimmie no sólo no lo reconocía sino que le decía: «¡Basta de bromas! Tú eres tan viejo que podrías ser mi padre. Mi hermano es una persona joven, que está estudiando en la escuela de contabilidad».

Al recibir esta información, me quedé aun más perplejo: ¿Por qué no recordaba Jimmie sus últimos años en la Marina, por qué no recordaba y ordenaba sus recuerdos hasta 1970? Yo no sabía por entonces que los pacientes de este tipo podían tener amnesia retroactiva (ver Postdata). «Pienso cada vez más», escribí por entonces, «en la posibilidad de que haya un elemento de amnesia histérica o de fuga, de que esté huyendo de algo que le parezca tan horrible que no se sienta capaz de recordarlo», y propuse que lo reconociese nuestra psiquiatra. El informe de ésta fue exhaustivo y detallado; la revisión incluyó una prueba de amital sódico, destinada a «liberar» cualquier recuerdo que pudiese estar reprimido. La doctora intentó también hipnotizar a Jimmie, con la esperanza de evocar recuerdos reprimidos por histeria… esto suele resultar eficaz en casos de amnesia histérica. Pero la tentativa fracasó porque a Jimmie no se lo podía hipnotizar, no porque tuviese «resistencias», sino debido a su amnesia extremada, que le hacía perder el hilo de lo que le decía la hipnotizadora. (El doctor M. Homonoff, que trabajó en el pabellón de amnesia del Hospital de Veteranos de Boston, me explica experiencias similares, y me comunica que cree que esto es absolutamente característico de pacientes con síndrome de Korsakov, a diferencia de lo que sucede con pacientes de amnesia histérica.)

«No tengo sensación o prueba alguna», escribió la psiquiatra, «de déficit histérico o "simulado". El paciente carece de medios y de motivos para fingir. Los déficits de conducta son orgánicos, permanentes e incorregibles, aunque resulte asombroso que se remonten tan atrás». Dado que en su opinión el paciente se mostraba «despreocupado… no manifestaba ninguna angustia especial… no planteaba ningún problema de control», nada podía hacer ella, ni podía ver ningún «acceso» o «palanca» terapéuticos.

Entonces yo, convencido como estaba de que se trataba en realidad de un síndrome de Korsakov «puro», no complicado por otros factores, emotivos u orgánicos, escribí a Luria y le pedí su opinión. En su contestación me habló de su paciente Bel
[3]
, al que la amnesia le había borrado de forma retroactiva diez años. Me decía que no veía motivo alguno por el que una amnesia retroactiva no pudiese retroceder décadas o toda una vida, casi. «Viene luego la amnesia retrógrada», escribe Buñuel, «la que puede borrar toda una vida». Pero la amnesia de Jimmie había borrado, por la razón que fuese, el tiempo y el recuerdo, hasta 1945 (más o menos) y luego se había parado. De vez en cuando, recordaba algo sucedido mucho después, pero el recuerdo era fragmentario y estaba desplazado en el tiempo. En una ocasión, al ver la palabra «satélite» en un titular de prensa, dijo tranquilamente que había participado en un proyecto de seguimiento de un satélite cuando estaba en el navío
Chesapeake Bay
, un fragmento de recuerdo procedente de principios o mediados de los años sesenta. Pero su punto de ruptura se hallaba situado, a todos los efectos prácticos, a mediados (o finales) de los años cuarenta, y todo lo recuperado posteriormente era fragmentario, inconexo. Esto era lo que le pasaba en 1975, y lo que le sigue pasando hoy, nueve años después.

¿Qué podíamos hacer? ¿Qué debíamos hacer? «En un caso como éste», me escribía Luria, «no hay recetas. Haga lo que su ingenio y su corazón le sugieran. Hay pocas esperanzas, puede que ninguna, de que se produzca una recuperación de la memoria. Pero un hombre no es sólo memoria. Tiene también sentimiento, voluntad, sensibilidad, yo moral… son cosas de las que la neuropsicología no puede hablar. Y es ahí, más allá del campo de una psicología impersonal, donde puede usted hallar medios de conmoverlo y de cambiarlo. Y las circunstancias de su trabajo le facilitan eso especialmente, pues trabaja usted en una Residencia, que es como un pequeño mundo, completamente distinto de las clínicas e instituciones donde trabajo yo. Es poco lo que puede usted hacer neuropsicológicamente, nada quizás; pero en el campo del Individuo, quizás pueda usted hacer mucho».

Luria explicaba que su paciente Kur mostraba una extraña timidez, en la que se mezclaban la desesperanza y una rara ecuanimidad. «No tengo ningún recuerdo del presente», decía Kur. «No sé lo que acabo de hacer ni de dónde vengo en este momento… Puedo recordar muy bien mi pasado pero no tengo ningún recuerdo de mi presente.» Cuando le preguntaron si había visto alguna vez a la persona que estaba examinándolo, dijo: «No puedo decir ni que sí ni que no, no puedo ni afirmar ni negar que lo haya visto a usted». Esto mismo le sucedía a veces a Jimmie; y Jimmie, como Kur, que permaneció varios meses en el mismo hospital, empezó a estructurar «un sentido de la familiaridad»; poco a poco aprendió a desenvolverse por la casa, aprendió la ubicación del comedor, de su propia habitación, de los ascensores, de las escaleras, y reconocía, en cierta medida, a algunos de los miembros del personal, aunque los confundiese, y quizás tuviese que hacerlo así, con gente del pasado. Pronto le tomó cariño a la monja de la Residencia; identificaba su voz, sus pisadas, inmediatamente, pero decía siempre que había sido condiscípula suya en el Instituto de Secundaria, y le chocaba muchísimo que yo me dirigiese a ella llamándola «hermana».

—¡Caramba! —dijo un día— es absolutamente increíble. ¡Jamás me habría imaginado que acabarías siendo una religiosa, hermana!

Desde que ingresó en nuestra Residencia (es decir, desde principios de 1975) Jimmie nunca ha sido capaz de identificar coherentemente a nadie de ella. La única persona a la que verdaderamente identifica es a su hermano, cuando viene de Oregón a visitarlo. Resulta profundamente conmovedor y emotivo presenciar estos encuentros, los únicos contactos verdaderamente emotivos que tiene Jimmie. Quiere a su hermano, lo identifica, pero no puede entender por qué parece tan viejo: «Supongo que es que hay personas que envejecen muy de prisa» dice. En realidad su hermano aparenta bastantes menos años de los que tiene, y su cara y su constitución son de las que cambian poco con los años. Son verdaderos encuentros, la única conexión entre pasado y presente con que cuenta Jimmie, pero no le aportan ningún sentido de historia o de continuidad. Si algo ponen de manifiesto (al menos para su hermano y para los demás que los ven juntos) es el hecho de que Jimmie aún vive, fosilizado, en el pasado.

Todos teníamos al principio grandes esperanzas de poder ayudarle: era tan agradable, tan amable, tan simpático, tan inteligente, costaba creer que fuese un caso perdido. Pero ninguno de nosotros había visto nunca, ni había imaginado siquiera, que la amnesia pudiera tener un poder tal, la posibilidad de un pozo en el que todo, todas las experiencias, todos los sucesos, se hundiesen hasta profundidades insondables, un agujero sin fondo en la memoria que se tragase el mundo entero.

Yo propuse la primera vez que lo examiné que escribiese un diario, pensé que había que animarlo a tomar notas diarias de sus experiencias, sus sentimientos, pensamientos, recuerdos, reflexiones. Tales tentativas se vieron frustradas, al principio, porque perdía continuamente el cuaderno: había que fijarlo a su persona… de alguna manera. Pero esto no dio resultado tampoco: escribía un breve diario, pero no era capaz de identificar lo que había escrito antes en él. Identifica su letra, el estilo, y siempre se queda asombrado al descubrir que ha escrito algo el día anterior.

Asombrado, e indiferente, pues era un hombre que, en realidad, no tenía «día anterior». Sus notas eran inconexas e inconectables y no podían proporcionarle ningún sentido de tiempo o de continuidad. Además eran triviales («Huevos de desayuno», «Vi el partido en la tele») y no rozaban nunca las profundidades. Pero ¿había profundidades en aquel hombre desmemoriado, profudidades con una continuidad de pensamiento y de sentimiento, o había quedado reducido a una especie de estupidez «humeana», una mera sucesión de impresiones y acontecimientos desconectados?

Jimmie se daba cuenta y no se la daba a la vez de esta pérdida interior trágica y profunda, pérdida de sí mismo. (Si un hombre ha perdido una pierna o un ojo, sabe que ha perdido una pierna o un ojo; pero si ha perdido el yo, si se ha perdido a sí mismo, no puede saberlo, porque no está allí ya para saberlo.) Así que yo no podía interrogarlo intelectualmente sobre estas cuestiones.

Al principio lo había desconcertado el hecho de verse entre pacientes, siendo así que, según decía, él no se sentía mal. Pero ¿cómo se sentía? nos preguntábamos. Tenía una constitución robusta y estaba en buena forma física, poseía una especie de energía y de fuerza animal, pero mostraba también una inercia, una pasividad, y (todos lo subrayaban) una «despreocupación» extrañas; nos producía a todos una sensación abrumadora de que «faltaba algo», aunque aceptaba esto, si es que se daba cuenta de ello, también con una «despreocupación» extraña. Un día le pedí que me hablase no sobre su memoria o sobre su pasado, sino sobre los sentimientos más simples y más elementales:

—¿Cómo se siente?

—Cómo me siento —repitió y se rascó la cabeza— . No puedo decir que me sienta mal. Pero no puedo decir que me sienta bien. No puedo decir que me sienta de ninguna manera.

—¿Es usted desgraciado? —continué.

—No puedo decir que lo sea.

—¿Disfruta de la vida?

—No puedo decir que disfrute…

Vacilé, con miedo a estar yendo demasiado lejos, a estar desnudando a un hombre hasta dejar al descubierto alguna desesperación oculta, inadmisible, insoportable.

—No disfruta usted de la vida —repetí, un poco titubeante— . ¿Cómo se siente usted, entonces, respecto a la vida?

—No puedo decir que sienta nada.

—¿Pero se siente usted vivo?

—¿Que si me siento vivo? En realidad no. Hace muchísimo tiempo que no me siento vivo.

La expresión era de una resignación y una tristeza infinitas.

Posteriormente, después de advertir sus aptitudes para los rompecabezas y los juegos rápidos, el placer que le proporcionaban y su capacidad para «fijarlo», al menos mientras duraban, y para facilitar, durante un rato, una sensación de camaradería y de competición (no se había quejado de soledad, pero parecía tan solo; nunca expresaba tristeza, pero parecía tan triste) propuse que lo incluyesen en los programas recreativos de la Residencia. Esto funcionó mejor… mejor que el diario. Se involucraba intensa y brevemente en los juegos, pero pronto dejaron de significar un reto: resolvía todos los rompecabezas, y era capaz de resolverlos fácilmente; y era muchísimo mejor y más hábil que los demás en los juegos. En cuanto descubrió esto, volvió a mostrarse inquieto e irritable y empezó a vagar por los pasillos, nervioso, aburrido, con una sensación de ridículo: los rompecabezas y los juegos eran para niños, una diversión. Él quería, clara y apasionadamente, tener algo que hacer: quería hacer, ser, sentir… y no podía; quería sentido, quería una finalidad… en palabras de Freud: «Trabajo y amor».

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
8.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

All These Condemned by John D. MacDonald
The Missing Husband by Amanda Brooke
Deadly Detail by Don Porter
The Different Girl by Gordon Dahlquist
Southern Heat by Jordan Silver
Something Wild by Toni Blake
Deadworld by J. N. Duncan