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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (7 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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¿Era capaz de hacer un trabajo «normal»? Según su hermano se había «desmoronado» cuando había dejado de trabajar en 1965. Había dos cosas que dominaba con sorprendente perfección: el alfabeto morse y la mecanografía al tacto. Nada podíamos hacer con el morse, salvo que le inventásemos una utilidad; pero un buen mecanógrafo nos venía bien, si era capaz de desplegar su antigua pericia: y esto sería trabajo de veras, no un simple juego. Jimmie recuperó enseguida su destreza con la máquina de escribir y llegó a hacerlo muy de prisa (despacio no podía) y halló en ello, en parte, el estímulo y la satisfacción de un trabajo. Pero aún seguía siendo una tarea superficial; era algo trivial, no llegaba a las profundidades. Y lo que mecanografiaba, lo mecanografiaba mecánicamente (no podía fijar el pensamiento), las breves frases se sucedían unas a otras en un orden que no tenía sentido.

Uno tendía a hablarle, instintivamente, como si se tratase de una baja espiritual… «un alma perdida»: ¿era posible realmente que la enfermedad lo hubiese «desalmado»? «¿Ustedes creen que
tiene alma
?» les pregunté una vez a las monjas. Se escandalizaron con aquella pregunta, pero entendían muy bien por qué se las hacía. «Vaya a ver a Jimmie en la capilla», me dijeron, «y juzgue usted mismo».

Lo hice y quedé conmovido, profundamente conmovido e impresionado, porque vi entonces una intensidad y una firmeza de atención y de concentración que no había visto nunca en él y de la que no lo había creído capaz. Lo observé un rato arrodillado, le vi comulgar y no pude dudar del carácter pleno y total de aquella comunión, la sincronización perfecta de su espíritu con el espíritu de la misa. Plena, intensa, quedamente, en la quietud de la atención y la concentración absolutas, entró y participó en la sagrada comunión. Estaba plenamente fijado, absorbido por un sentimiento. No había olvido, no había síndrome de Korsakov entonces, ni parecía posible o concebible que lo hubiese; porque no estaba ya a merced de un mecanismo defectuoso y falible (el de las secuencias sin sentido y los vestigios de memoria) sino que estaba absorto en un acto, un acto de todo su ser, que aportaba sentimiento y sentido en una unidad y una continuidad orgánicas, una continuidad y una unidad tan inconsútiles que no podían admitir la menor quiebra.

Era evidente que Jimmie se encontraba a sí mismo, encontraba continuidad y realidad en el carácter absoluto del acto y de la atención espiritual. Las monjas tenían razón: allí hallaba su alma. Y la tenía Luria, cuyas palabras recordé entonces: «Un hombre no es sólo memoria. Tiene sentimiento, voluntad, sensibilidad, yo moral… Es ahí… donde puede usted conmoverlo y producir un cambio profundo». La memoria, la actividad mental, la mente sólo, no podía fijarlo; pero la acción y la atención moral podían fijarlo plenamente.

Pero quizás «moral» sea un término demasiado limitado… porque en aquello se incluían también lo estético y lo dramático. Ver a Jimmie en la capilla me abrió los ojos a otros campos donde se convoca al alma y se la fija y apacigua en atención y comunión. La música y el arte provocaban la misma intensidad de atención y de absorción: comprobé que Jim no tenía ningún problema para «seguir» la música o piezas dramáticas sencillas, porque cada instante de música y arte contiene otros instantes, remite a ellos. Le gustaba la jardinería, y se había hecho cargo de algunas tareas en nuestro jardín. Al principio el jardín le parecía nuevo todos los días, pero por alguna razón acabó haciéndosele más familiar que el interior de la Residencia. Ya no se sentía perdido o desorientado en el jardín casi nunca; yo creo que lo estructuraba basándose en otros jardines amados y recordados de su juventud en Connecticut.

Jimmie, tan perdido en el tiempo «espacial» extensional, estaba perfectamente organizado en el tiempo «intencional» bergsoniano; lo fugaz, insostenible como estructura formal, era perfectamente estable, se sostenía perfectamente, como arte o voluntad. Además había algo que persistía y que sobrevivía. Si bien lo «fijaba» brevemente una tarea o un rompecabezas, un juego o un cálculo, por el estímulo puramente mental, se desmoronaba en cuanto terminaba esa tarea, en el abismo de su nada, su amnesia. Pero si se trataba de una atención emotiva y espiritual (la contemplación de la naturaleza o el arte, oír música, asistir a misa en la capilla) la atención, su «talante», su sosiego, persistía un rato, así como una introspección y una paz que raras veces mostró por lo demás en su período de estancia en la Residencia, quizás ninguna.

Hace ya nueve años que conozco a Jimmie y neurológicamente no ha cambiado en absoluto. Aún tiene un síndrome de Korsakov gravísimo, devastador, es incapaz de recordar cosas aisladas más de unos segundos y tiene una profunda amnesia que se remonta hasta 1945. Pero humana y espiritualmente es a veces un hombre completamente distinto, no se siente ya agitado, inquieto, aburrido, perdido, se muestra profundamente atento a la belleza y al alma del mundo, sensible a todas las categorías kierkegaardianas… y estéticas, a lo moral, lo religioso, lo dramático. La primera vez que le vi me pregunté si no estaría condenado a una especie de espuma «humeana», una agitación carente de sentido sobre la superficie de la vida, y si habría algún medio de trascender la incoherencia de su enfermedad humeana. La ciencia empírica me decía que no… pero la ciencia empírica, el empirismo, no tiene en cuenta al alma, no tiene en cuenta lo que constituye y determina el yo personal. Quizás haya aquí una enseñanza filosófica además de una enseñanza clínica: que en el síndrome de Korsakov o en la demencia o en otras catástrofes similares, por muy grandes que sean la lesión orgánica y la disolución «humeana», persiste la posibilidad sin merma de reintegración por el arte, por la comunión, por la posibilidad de estimular el espíritu humano: Y éste puede mantenerse en lo que parece, en principio, un estado de devastación neurológica sin esperanza.

POSTDATA

Ahora sé ya que la amnesia retroactiva es, hasta cierto punto, muy común, quizás universal, en casos de síndrome de Korsakov. El síndrome de Korsakov clásico (una devastación de la memoria profunda y permanente pero «pura», debida a destrucción alcohólica de los cuerpos mamilares) es rara, incluso entre bebedores inveterados. Se puede detectar, por supuesto, el síndrome de Korsakov con otras patologías, como en los pacientes con tumores de Luria. Un caso especialmente fascinante de un síndrome de Korsakov agudo (y por fortuna pasajero) apareció bien descrito hace muy poco en la llamada Amnesia Global Transitoria (AGT), asociada con jaquecas, lesiones en la cabeza o riego sanguíneo deficiente del cerebro. En este caso puede producirse, durante unos minutos o durante horas, una amnesia grave y singular, aunque el paciente pueda seguir conduciendo un coche o incluso desempeñando sus tareas como médico o como editor, de un modo mecánico. Pero bajo esta fluidez aparente hay una amnesia profunda, de tal modo que cada frase que se dice se olvida en cuanto se dice, se olvida todo a los pocos minutos de verlo, aunque puedan conservarse perfectamente rutinas y recuerdos bien asentados. (El doctor John Hodges, de Oxford, ha hecho recientemente, en 1986, unos videos muy notables de pacientes
durante
ataques de AGT.)

Además, puede haber en estos casos una amnesia retroactiva profunda. Mi colega el doctor Leon Protass me explicó un caso del que fue testigo recientemente: un hombre muy inteligente que fue incapaz durante varias horas de recordar a su mujer y a sus hijos, de recordar que tenía esposa e hijos. Perdió, en realidad, treinta años de su vida… aunque, por fortuna, sólo por unas horas. La recuperación es rápida y completa en estos ataques… pero los «pequeños ataques» son, en cierto modo, más horribles porque pueden anular o borrar del todo décadas de vida vivida intensamente, muy fructífera, muy bien memorizada. Lo peculiar es que el horror sólo lo sienten los demás: el paciente, inconsciente, amnésico a su amnesia, puede seguir con lo que está haciendo, tan tranquilo, y no descubrir hasta después que perdió no sólo un día (como es frecuente en los «apagones» alcohólicos normales), sino media vida, y que no se dio cuenta. El hecho de que uno pueda perder la mayor parte de la vida causa un extraño horror.

En la edad adulta, la vida, la vida superior, puede terminar prematuramente por ataques, senilidad, heridas o lesiones cerebrales, etcétera, pero suele conservarse la conciencia de la vida vivida, del propio pasado. Esto suele considerarse como una compensación: «Al menos viví plenamente, saboreando la vida en su plenitud, antes de sufrir el ataque, la lesión cerebral, etcétera». Este sentido de «la vida vivida antes», que puede ser un consuelo o un tormento, es precisamente lo que desaparece en la amnesia retroactiva. La «amnesia retroactiva, que puede borrar toda una vida», de que hablaba Buñuel, puede llegar, quizás, con una demencia irreversible, pero no, según mi experiencia, súbitamente, como consecuencia de un ataque. Hay sin embargo un tipo de amnesia diferente, aunque comparable, que puede producirse de súbito… diferente porque no es «global» sino «de modalidad específica».

Así, en el caso de un paciente que estaba a mi cuidado, una trombosis repentina de la circulación posterior del cerebro produjo la muerte inmediata de las zonas visuales del cerebro. Debido a ello el paciente se quedó completamente ciego… pero no lo sabía. Parecía ciego… pero no formulaba ninguna queja. Las preguntas y pruebas, mostraron, de modo irrefutable, que no sólo estaba central o «corticalmente» ciego, sino que había perdido todos los recuerdos e imágenes visuales, los había perdido completamente… sin embargo no tenía sensación de haber perdido nada. En realidad, había perdido la idea misma de ver… y no sólo era incapaz de describir visualmente sino que se quedaba perplejo cuando yo utilizaba palabras como «ver» y «luz». Se había convertido, en resumen, en un ser no visual. Le había sido arrebatada, en realidad, toda su vida de visión, de visualidad. Había quedado borrada toda su existencia visual… y borrada de modo permanente desde el mismo momento del ataque. Esta amnesia visual y, digamos, ceguera a la ceguera, amnesia a la amnesia, es en realidad un síndrome de Korsakov «total» limitado a lo visual.

Una amnesia aun más limitada, pero no menos total, es la que puede aparecer en relación con determinadas formas de percepción, como en el capítulo anterior, «El hombre que confundió a su mujer con un sombrero». Había en ese caso una «prosopagnosia», o agnosia a las caras, absoluta. Este paciente no sólo era incapaz de identificar caras, sino también de imaginarlas o recordarlas… en realidad había perdido la idea misma de «cara», lo mismo que ese otro paciente mío más afectado aún había perdido las ideas mismas de «ver» y de «luz». Antón describió estos síndromes en la década de 1980. Pero lo que implican estos síndromes (el de Korsakov y el de Antón), lo que entrañan y deben entrañar para el mundo, las vidas, las identidades de los pacientes afectados, eso apenas si ha sido abordado, ni siquiera hoy en día.

En el caso de Jimmie, nos habíamos preguntado a veces cómo reaccionaría si regresaba a su pueblo natal (en realidad, a su etapa preamnésica) pero el pueblecito de Connecticut se había convertido con los años en una activa ciudad. Más tarde tuve ocasión de ver lo que podía suceder en tales circunstancias, si bien con otro paciente con el síndrome de Korsakov, Stephen R., que se había puesto gravemente enfermo en 1980 y cuya amnesia retroactiva sólo abarcaba unos dos años. Con este paciente, que tenía también ataques graves, espasmos y otros problemas que exigieron internación, las raras visitas de fin de semana a su casa revelaron una situación patética. En el hospital no podía reconocer a nadie ni reconocer nada, y se hallaba sumido en un frenesí casi incesante de desorientación. Pero cuando su esposa se lo llevó a casa, a su casa que era en realidad una «cápsula temporal» de su época preamnésica, se sintió instantáneamente en el hogar. Lo reconoció todo, dio unas palmaditas al barómetro, comprobó el termostato, ocupó su butaca favorita como solía hacer. Hablaba del barrio, de las tiendas, del bar de la calle, de un cine próximo, tal como habían sido a mediados de los años setenta. Le incomodaba y le desconcertaba que se hubiesen introducido cambios en su casa, aunque fuesen mínimos. («¡Has cambiado las cortinas hoy!», dijo una vez enfadado a su esposa. «¿Cómo es eso? Así, de golpe. Esta mañana eran verdes.» (Pero no habían sido verdes desde 1978.) Identificaba la mayoría de las casas y tiendas del barrio, que habían cambiado poco entre 1978 y 1983, pero le desconcertaba la «reubicación» del cinema («¿cómo pudieron echarlo abajo y levantar un supermercado de la noche a la mañana?»). Identificaba a amigos y vecinos, pero le chocaba encontrarlos más viejos de lo que esperaba («¡Hay que ver, Fulanito! Cómo se le nota la edad. Nunca me había fijado. ¿Cómo es posible que se le note tanto la edad a todo el mundo hoy?»). Pero lo verdaderamente conmovedor, el horror, se producía cuando su esposa lo traía de nuevo… lo traía, de un modo fantástico e inexplicable (eso sentía él), a una casa extraña, que él no había visto nunca, llena de desconocidos, y lo dejaba allí. «¿Pero qué hacen ustedes?», gritaba aterrado y confuso. «¿Qué es este lugar? ¿Qué pasa aquí?» Estas escenas resultaban casi insoportables, y al paciente debían parecerle una locura o una pesadilla. Afortunadamente las olvidaba a los dos minutos.

Estos pacientes, fosilizados en el pasado, sólo pueden sentirse cómodos, orientados, en el pasado. Para ellos el tiempo se ha detenido. Oigo a Stephen R. chillando lleno de terror y de confusión cuando regresa… pidiendo a gritos un pasado que no existe ya. ¿Qué podemos hacer? ¿Crear una cápsula del tiempo, una ficción? Nunca he visto un paciente tan asaltado, tan atormentado por el anacronismo, salvo quizás la Rose R. de Awakenings (ver «Nostalgia incontinente», capítulo dieciséis).

Jimmie ha alcanzado una especie de calma; William (capítulo doce) confabula continuamente; pero Stephen padece una herida abismal en el tiempo, un calvario que nunca curará.

3. La dama desencarnada

Aquellos aspectos de las cosas que son más importantes para nosotros permanecen ocultos debido a su simplicidad y familiaridad. (No somos capaces de percibir lo que tenemos continuamente ante los ojos.) Los verdaderos fundamentos de la investigación no se hacen evidentes ni mucho menos.

WITTGENSTEIN

Lo que Wittgenstein escribe aquí, sobre epistemología, podría aplicarse a aspectos de la propia fisiología y de la psicología, sobre todo en relación con lo que Sherrington llamó una vez «nuestro sentido secreto, nuestro sexto sentido», ese flujo sensorial continuo pero inconsciente de las partes móviles del cuerpo (músculos, tendones, articulaciones), por el que se controlan y se ajustan continuamente su posición, tono y movimiento, pero de un modo que para nosotros queda oculto, por ser automático e inconsciente.

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