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Authors: John Le Carré

El honorable colegial

BOOK: El honorable colegial
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Hay un negativo. Existe una zona de sombra, una zona de la que Bill Haydon nunca se ocupó o, mejor, si lo hizo fue para borrar pistas. Y Bill Haydon fue el topo desenmascarado por Smiley, el hombre que desde el mismo centro de poder y decisión del Servicio Secreto británico mantenía constantemente informados a los soviéticos de los movimientos ingleses y norteamericanos. Y la existencia de ese negativo en Extremo Oriente tiene que probar -Smiley se aferra a la idea de que forzosamente tiene que demostrarlo-, que Karla prepara una operación de envergadura en aquella zona. Tal vez por ahí podría empezarse la reconstrucción del Circus. Pero, para ello, se necesitan agentes libres de toda sospecha, individuos que no hayan sido detectados o conocidos por Haydon. Y Smiley cree haber dado con el hombre preciso: un aristócrata tan digno y frustrado como la propia Gran Bretaña, un honorable colegial cuya dignidad aristocrática estará a punto de dar al traste con una contraoperación que se revela sucia, como todas las operaciones de espionaje, pero en la que reside la gran oportunidad de que el Circus renazca de sus cenizas.

John Le Carré

El honorable colegial

ePUB v1.1

ErikElSueco
22/04/2012

Para Jane, que aguantó lo peor,

soportó por igual mi presencia y mi ausencia,

y lo hizo todo posible.

El público y yo sabemos

lo que aprende el colegial:

que mal devuelven en pago

quienes han sufrido el mal.

W. H. A
UDEN

Prefacio

Doy las gracias más encarecidas a las muchas personas, generosas y hospitalarias, que hallaron tiempo para ayudarme en mi investigación para esta novela.

En Singapur, Aluyne (Bob) Taylor, el corresponsal del
Daily Mail;
Max Vanzi de la UPI; y Bruce Wilson, del
Melbourne Herald.

En Hong Kong, Sydney Liu, de
Newsweek;
Bing Wong, de
Time;
HDS Greenway, del
Washington Post;
Anthony Lawrence, de la BBC; Richard Hughes, entonces del
Sunday Times:
Donald A. Davis y Vic Vanzi, de la UIP; y Derek Davies y su equipo, de la
Far Easter Economic Review,
en especial Leo Goodstadt. Quiero hacer patente también mi gratitud por la excepcional cooperación del general de división Penfold y su equipo del Royal Hong Kong Jockey Club, que me guió en la Happy Valley Racecourse y fue amabilísimo conmigo sin querer indagar en ningún momento cuál era mi propósito. Querría también mencionar a los diversos funcionarios del gobierno de Hong Kong y a los miembros de la Royal Hong Kong Pólice, que me abrieron puertas con cierto riesgo de meterse en líos.

En Fnom Penh, mi cordial anfitrión el barón Walther von Marschall me atendió extraordinariamente bien y jamás podría habérmelas arreglado sin la sabiduría de Kurt Furrer y Madame Yvette Pierpaoli, ambos de Suisindo Shipping and Trading Co., y actualmente en Bangkok.

Pero debo reservar mi especial agradecimiento para la persona que hubo de aguantarme más tiempo, mi amigo David Greenway, del
Washington Post,
que me permitió recorrer bajo su sombra distinguida Laos, el nordeste de Tailandia y Fnom Penh. Tengo una gran deuda con David, con Bing Wong y con ciertos amigos chinos de Hong Kong, que creo preferirán permanecer en el anonimato.

He de mencionar, por último, al gran Dick Hughes, cuyo carácter expansivo y cuyos modales he exagerado desvergonzadamente en el papel del viejo Craw. Algunas personas, en cuanto las conoces, sencillamente se cuelan en una novela y se sientan allí hasta que el escritor les encuentra un sitio. Dick es una de esas personas. Sólo lamento no haber podido obedecer su vehemente exhortación a denigrarle hasta la empuñadura. Mis más crueles esfuerzos no pudieron sobreponerse a la cordial naturaleza del original.

Y puesto que ninguna de estas buenas gentes tenía más idea de la que yo tenía por entonces de cómo resultaría el libro, debo apresurarme a absolverles de mis fechorías.

Terry Mayers, veterano del equipo británico de Karate, me asesoró sobre ciertas técnicas inquietantes. En cuanto a la señorita Nellie Adams, no habría alabanzas suficientes para describir sus prodigiosas sesiones de mecanografía.

Cornualles, 20 de febrero de 1977.

Primera Parte:
Dando cuerda al reloj
1
Cómo dejó la ciudad el Circus

Más tarde, en los polvorientos rinconcitos donde los funcionarios del servicio secreto se reúnen a tomar un trago, hubo disputas sobre cuándo había empezado, en realidad, la historia del caso Dolphin. Un grupo, dirigido por un reaccionario patriotero encargado de la transcripción microfónica, llegó al extremo de afirmar que la fecha correcta era sesenta años atrás, cuando «aquel supersinvergüenza de Bill Haydon» llegó al mundo bajo una traidora estrella. El solo nombre de Haydon les hacía temblar. Aún hoy les hace temblar. Pues fue a este mismo Haydon a quien, cuando aún estaba en Oxford, reclutó Karla el ruso como «topo» o «durmiente» o, en lenguaje llano, agente de penetración, para trabajar contra ellos. Y quien, guiado por Karla, se incorporó a sus filas y les espió durante treinta años, o más. Y cuyo posterior y casual descubrimiento (tal era la línea de razonamiento) hundió hasta tal punto a los británicos, que se vieron forzados a una fatal dependencia respecto a su servicio secreto hermano norteamericano, al que, en su extraña jerga particular, llamaban «los primos». Los primos cambiaron por completo el juego, decía el reaccionario patriotero. Lo mismo que hubiese podido deplorar el tenis fuerza. Y lo destruyeron también, según sus ayudantes.

Para mentes menos floridas, el verdadero origen fue el desenmascaramiento de Haydon por George Smiley y el posterior nombramiento de éste como encargado jefe del servicio secreto traicionado, cosa que ocurrió a finales de noviembre de 1973. En cuanto George consiguió quitarle la careta a Karla, decían, no hubo nada que le parase. El resto era inevitable, decían. El pobre y buen George… ¡pero qué inteligencia bajo todo aquel peso!

Un alma erudita, una especie de investigador, un «excavador» en la jerga, insistió incluso, algo borracho, en el 26 de enero de 1841 como fecha natural, cuando un cierto capitán Elliot de la Marina Real Inglesa condujo a un grupo de desembarco a una roca envuelta en niebla llamada Hong Kong en la desembocadura del río de las Perlas y unos días más tarde la proclamó colonia británica. Con la llegada de Elliot, decía el erudito, Hong Kong se convirtió en el cuartel general del comercio de opio de Inglaterra con China y, en consecuencia, en uno de los pilares de la economía imperial. Si los británicos no hubieran inventado el mercado del opio (decía, no del todo en serio), no habría habido caso alguno, ni conjura, ni dividendos: y ningún renacimiento, en consecuencia, del Circus, tras el traidor saqueo de Bill Haydon.

En cuanto a los duros (los agentes de campo en la reserva, los preparadores y los directores de casos, que formaban siempre un grupito aparte), veían la cuestión sólo en términos operativos. Señalaban el diestro juego de piernas de Smiley al rastrear al pagador de Karla en Vientiane; cómo había manejado a los padres de la chica; y sus maniobras y tratos con los reacios barones de Whitehall, que sostenían las cuerdas de la bolsa operativa, y controlaban derechos y permisos en el mundo secreto. Sobre todo, el maravilloso momento en que dio la vuelta a la operación sobre su eje. Para estos profesionales, el caso Dolphin era sólo una victoria de la técnica. Ellos veían el matrimonio forzado con los primos sólo como otro habilidoso ejemplo de pericia profesional en una partida de póker larga y delicada. En cuanto al resultado final: al diablo. El rey ha muerto, viva el siguiente rey.

La polémica se reanuda siempre que se reúnen los viejos camaradas, aunque, lógicamente, el nombre de Jerry Westerby raras veces se menciona. De vez en cuando, bien es verdad, lo menciona alguien, por temeridad o pasión o simple descuido; lo saca a colación y hay ambiente un instante, pero la cosa pasa. Hace sólo unos días, un joven en período de prueba, recién salido de la renovada escuela de adiestramiento del Circus en Sarratt (en jerga de nuevo, «La Guardería»), lo sacó a colación en el bar de menos de treinta, por ejemplo. Hace poco ha incluido una versión aguada del caso Dolphin en Sarratt como material para discusión de agencia, con breves puestas en escena, incluso, y al pobre muchacho, aún muy verde, le pudo la emoción, como es lógico, al descubrir que estaba en el ajo. «Pero por Dios —protestó, saboreando ese tipo de libertad estúpida que se concede a veces a los guardamarinas en los vestuarios—. Dios mío, ¿cómo no habla nadie del papel de Westerby en el asunto? Él fue sin duda el que soportó la carga más pesada. Él fue la punta de lanza. Fue él, ¿no?… qué duda cabe.» Salvo, claro, que no llegó a decir «Westerby» ni tampoco «Jerry», no porque no supiese tales nombres, ni mucho menos, sino porque usó en su lugar el nombre cifrado asignado a Jerry para el caso.

Fue Peter Guillam el que devolvió la pelota al campo. Guillam es alto y recio y apuesto y los aspirantes que aguardan el primer destino suelen mirarle como a una especie de dios griego.

—Westerby fue el leño que avivó la hoguera —declaró secamente, rompiendo el silencio—. Cualquier agente de campo lo habría hecho igual, y algunos bastante mejor.

Al ver que el muchacho aún no captaba la insinuación, Guillam se levantó y se acercó a él y, muy serio, le dijo al oído que debía tomar otro trago, si podía aguantarlo, y después cerrar el pico durante unos cuantos días, o unas cuantas semanas. Tras esto, la conversación volvió de nuevo al tema del buen amigo George Smiley, sin duda el último de los
auténticos
grandes, y ¿qué sería de su vida, ahora que estaba retirado de nuevo? Había llevado tantas vidas distintas; tenía tanto que recordar en paz, decían.

—George dio cinco veces la vuelta a la Luna por cada vuelta que dimos nosotros —declaró lealmente alguien, una mujer.

—Diez veces, aceptaron todos. ¡Veinte!
¡Cincuenta!
Con la hipérbole, el fantasma de Westerby retrocedió misericordiosamente. Y retrocedió también, en cierto modo, el de George Smiley. En fin, George tuvo muy buena suerte, decían. ¿Qué se podía esperar a su edad?

Quizás un punto de partida más realista sea un cierto sábado de tifón de mediados de 1974, a las tres en punto de la tarde, cuando Hong Kong yacía desarbolada esperando el asalto siguiente. En el bar del club de corresponsales extranjeros, un grupo de periodistas, casi todos de antiguas Colonias británicas (australianos, canadienses, norteamericanos) bromeaban y bebían en un estado de ánimo de ocio belicoso, un coro sin héroe. Trece plantas más abajo, corrían los viejos tranvías y autobuses de dos pisos, embadurnados del pegajoso polvo marrón-cieno de las obras y del hollín de las chimeneas de Kowloon. Los pequeños estanques de las entradas de los gigantescos hoteles sufrían el aguijoneo de una lluvia lenta y subversiva. Y en el aseo de caballeros, que, en el Club, tenía la mejor vista del puerto, el joven Luke, el californiano, hundía la cara en el lavabo limpiándose la boca de sangre.

Luke era un jugador de tenis larguirucho y díscolo, un viejo de veintisiete años que hasta la evacuación norteamericana había sido la estrella de la cuadra saigonesa de corresponsales de guerra de su revista. Cuando sabías que jugaba al tenis era difícil pensar en él haciendo otra cosa, ni siquiera bebiendo. Le imaginabas en la red, devolviendo todo lo que llegase hasta el Día del Juicio, o sirviendo saques inalcanzables entre dobles faltas. Mientras sorbía y escupía, su mente hallábase fragmentada por la bebida y la concusión leve (probablemente Luke hubiera utilizado el término bélico «tragueada») en varias partes lúcidas. Ocupaba una parte una chica de bar de Wanchai llamada Ella, por cuya causa le había atizado un gancho en la mandíbula a aquel maldito policía y padecido las inevitables consecuencias: el mencionado superintendente Rockhurst, también conocido por el Rocker, que se hallaba en aquel momento en un rincón del bar relajándose después del ejercicio, con el mínimo de fuerza necesario le había derribado como a un saco y le había atizado luego una buena patada en las costillas. Otra parte de su mente estaba en algo que su casero chino le había dicho aquella mañana cuando fue a quejarse del ruido que hacía su gramófono y se quedó a tomar una cerveza.

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