Read El hotel de los líos Online

Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (2 page)

BOOK: El hotel de los líos
3.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Oh, voy en serio —respondí con firmeza—. Gregory se marchó. En junio. —Me contuve para no mirar los muy apetitosos hombros de aquella alta y perfectamente afeitada montaña de músculos escondida bajo un casco protector a mi derecha. Al parecer, había sido incapaz de guardar el secreto de mi retorno al estado de soltería ante mi propia libido.

Se abrieron las puertas y Pippa y yo comenzamos a andar con el resto de la gente por la pasarela, algo que siempre lograba hacerme sentir como una vaca en un rebaño y al mismo tiempo como una Astor o una Vanderbildt, a punto de abordar un flamante transatlántico de los de antaño, seguida por sus baúles y criados. En otras ocasiones imaginaba que era una emigrante que abandonaba su hogar definitivamente, aterrada por lo que le esperaba, pero más aún por la idea de quedarse atrás.

Tras adelantar con habilidad a los pasajeros menos decididos para asegurarnos asientos en la cubierta de estribor, supuse que habríamos dejado atrás los asuntos personales. Pero, al igual que una gaviota se niega a soltar un trozo de basura, Pippa no me dejaba.

—No —negó mientras me tendía una de las Nalgene—. O sea, no puedo creerme que le dijeras que nunca tendrías hijos. No puedes tener la completa certeza. —Se me ocurrió que aquella costumbre de celebrar reuniones en el mar no era muy distinta a una boda en un barco: un ejercicio de poder. Tienes que hacer las cosas al gusto de tu anfitrión y no puedes marcharte hasta que has chillado al compás del
I Will Survive
, de Gloria Gaynor, junto con otras veinte mujeres.

Enarqué ligeramente las cejas mientras tomábamos asiento sobre unos bancos relucientes, abrillantados por el paso de centenares de miles de traseros. Suponía que aquella solterona confesa estaba tomándome el pelo, pero después de casi tres años de una cordial relación profesional, no teníamos la costumbre de bromear. Pippa era muchas cosas —una astuta detective, una apasionada del ciclismo, una jefa justa y, aunque resulte un poco sorprendente, una coleccionista de bolsos Lucite (y más concretamente, de bolsos Lucite de color verde mar)—, pero no tenía una sola gota de sentido del humor. Los chicos de la oficina la llamaban a sus espaldas «Pippa póquer» por lo desconcertante de su expresión imposible de interpretar.

—Pippa —dije, sin saber si debía meterme en la vida personal de mi jefa. Qué demonios, ella había empezado—. Has dejado sobradamente claro que el matrimonio y los niños no son para ti. —Me limpié el sudor de los pliegues de los brazos y traté de devolver unos rizos húmedos y rebeldes al interior de mi improvisado moño. Cuando el tiempo era caluroso se relajaban las normas con respecto a la vestimenta y yo iba rotando de manera regular a lo largo de mi modesta colección de trajes veraniegos de mercadillo. Aquella mañana me había decantado por un modelo de cuadros rojos y blancos que había inspirado un sinfín de «¿Dónde has dejado las ovejas?» y «¿Cuántas vacas tienes que ordeñar para sacar un litro de leche?» entre mis compañeros, quienes no se caracterizaban precisamente por sus deseos de agradar a sus semejantes. Cosa que, como preguntones profesionales que eran, resultaba muy conveniente.

—Bueno, sí, pero ésa es mi decisión con respecto al matrimonio y los niños. —Sorbió por la nariz y desvió la mirada hacia el agua—. No creo que tú lo hayas pensado a fondo.

Era una declaración de una condescendencia tan indignante —al estilo de las que le gustaban a mi madre— que me dejó sin palabras. Abrí la boca para protestar, pero en ese momento sonó la sirena del ferry. Estoy segura de que pareció que era yo la que emitía aquel enorme y estruendoso bramido. Cerré la boca con la sensación de que el buque había protestado por mí. Comenzamos nuestro suave avance hacia el otro extremo del puerto de Nueva York.

—Sólo te digo que lo pienses un poco más. ¿Vale?

Asentí como una niña que prometiera hacer mejor el próximo dictado.

—Muy bien, pues hablemos de tu nuevo caso —propuso Pippa, y exhalé. Miró con desagrado a una mujer menuda que se había sentado demasiado cerca de ella. Llevaba el pelo recogido en un moño alto y muy tieso y estaba estudiando las páginas de un catálogo de Crate and Barrel con tanta concentración como si fueran a examinarla sobre su contenido.

—Aún no he acabado con mi caso actual —le recordé.

Me clavó una mirada fría y yo, tímidamente, tomé un trago de mi botella. Pippa sabía con exactitud lo que estaba haciendo cada uno de sus doscientos detectives en todo momento, en qué punto de sus respectivos casos se encontraba, a quién se le daba bien la vigilancia, quién destacaba manejando a los testigos, quién necesitaba pausas para fumar y quién prefería las rosquillas glaseadas a las cubiertas de azúcar espolvoreado.

—Tommy O. puede encargarse del caso de las farolas. A ti te quiero en otro asunto, uno relacionado con el hotel Greenwich Village.

Traté de parecer interesada en lugar de aplastada por el desencanto. El vendedor de farolas al que estaba investigando había estado sobornando a un funcionario del departamento de Transportes. Era el primer caso en el que iba a utilizar uno de los elegantes cachivaches, dignos de 007, que diseñaban los chicos de la oficina técnica, Tommy T. y Tommy R. Le había echado el ojo a una ingeniosa cámara-pajarita y había llegado a discutir con nuestro informador, Eustace, sobre el modelo que debía llevar durante la detención, prevista para cinco días más tarde. En mi opinión, una pajarita de cachemira garantizaba que la cámara pasara inadvertida, pero Eustace afirmaba que siempre había llevado corbatas azul marino y que tal variación con respecto a su comportamiento habitual llamaría demasiado la atención. Tuve que recordarme que estaba nervioso —sería él quien estuviera a solas en el coche, dándole el dinero a un tipejo suspicaz del departamento de Transportes— pero, aun así, seguí pensando que habría tenido que portarse como un hombre y desechar semejantes temores.

—¿Estás… descontenta con mi trabajo en el caso de las farolas? —pregunté.

—No seas absurda. Tu trabajo siempre es impecable. —Se pasó vigorosamente las manos sobre los lunares negros que bailaban sobre su regazo.

De hecho, era el primer elogio directo que me dirigía Pippa y por consiguiente la primera vez que el alborozado desfile de dudas sobre mi propia capacidad profesional detenía su marcha a través de mi psique con un toque de silbato. Al instante me imaginé dándole la noticia a Gregory y, casi con la misma rapidez, recordé que aquella posibilidad ya no existía. Mis tripas hicieron la pirueta aérea con la que cada vez estaba más familiarizada, un ascenso rápido al pensar en él, seguido por una caída en picado al acordarse de que se había ido y luego un descenso aún más acusado al pensar en lo poco segura que estaba de haber hecho lo correcto cancelando nuestro viaje al altar.

—Gracias —conseguí murmurar.

—Tranquila —dijo Pippa mientras se llevaba la mano a la frente para protegerse los ojos del sol—. ¿Te pongo al corriente entonces?

Asentí. No me quedaba más remedio.

—Un viejo hotel en la esquina sudeste de Waverly con la Sexta. Propiedad de la misma familia durante tres generaciones. El patriarca es Ballard McKenzie, sesenta y dos años, cuyo sucesor es su único hijo, Hutchinson. La madre, Clarissa McKenzie, de sesenta años, pintó con sus propias manos los murales y las estanterías de las paredes del vestíbulo —palabra que Pippa pronunció con marcada elegancia—, el abuelo instaló por sí mismo el mosaico del suelo y la abuela empapeló personalmente cada una de las habitaciones. Es un lugar de aspecto extraño, para serte sincera.

Hizo una pausa, tan distraída como yo por la mujer con el catálogo de Crate and Barrel. Estaba llorando sin el menor disimulo sobre sus páginas, aunque no quedaba claro si de alegría, o por nostalgia u otra razón totalmente distinta. Pippa se aclaró la garganta y se dio la vuelta hasta quedar de espaldas a aquel espectáculo.

—Bien. El caso es que no se ha denunciado ni un triste hurto en el hotel en más de cuarenta años. Ni siquiera un problema de inmigración con el personal. Es todo de lo más hogareño, romántico y familiar. O al menos lo era hasta la primavera pasada.

Sentí que una deliciosa corriente de impaciencia se propagaba por mis extremidades y mi cerebro comenzaba a crepitar, plenamente alerta. Por eso me encantaba mi trabajo, o puede que por eso supiera que me gustaba. Me sentía de aquel modo siempre que Pippa me asignaba un caso nuevo, por muy tonto que pudiera parecerle a cualquier otra persona. Lo cierto era que no me importaba pasarme el rato en mi cubículo, buceando entre páginas borrosas mecanografiadas con máquinas Xerox para tratar de reunir pruebas contra salones de belleza, ni acudir a interrogatorios en las afueras en compañía de detectives saturados de humo de tabaco que se burlaban de mí y de mi intrascendente historial. La definición de mi padre sobre la felicidad profesional era encontrar algo que te gustara y conseguir que te pagaran por ello. Y a mí me pagaban por fisgar.

—La pasada semana —continuó Pippa— el padre se decidió finalmente a llamar a Consumo para decirles que pasaba algo con los libros. —Me miró con una ceja enarcada. Era su versión del típico gesto de sacar el mentón. Respondí como se esperaba de mí.

—Supongo que habrá alguna razón por la que no pidió al resto de la familia que echara un vistazo, ¿verdad?

—Ballard McKenzie teme que sea cosa de su hijo, Hutchinson, que es el que lleva la contabilidad, y está deshecho. Notó algo hace un año, pero ha tardado todo este tiempo en admitir que podría tratarse de un desfalco de su propio hijo. —Pestañeó repetidas veces. No confiaba en las lealtades familiares.

—¿Y por qué es un caso de la CIE? —Nuestro ámbito de jurisdicción eran los funcionarios municipales y los contratistas que trabajaban para (léase: timaban a) la ciudad. Y hasta donde yo sabía, la ciudad no estaba en el negocio de los hoteles.

—El hotel Greenwich Village es uno de los pocos en la ciudad que ofrece descuentos a quienes la visitan por asuntos oficiales del ayuntamiento —dijo Pippa—. Es decir, la cuenta de quienes se hospedan allí corre a cargo de la ciudad.

—¿La ciudad nos paga alojamientos vip en hoteles con encanto? —pregunté con tono dubitativo.

—No necesariamente vip y, en realidad, tampoco hablamos de un hotel con encanto. Es un hotel pequeño, eso es todo. Digamos que la Junta de Educación quiere traer a un personaje importante para dar una conferencia en un acto de postín. No siempre lo meten en los barrios más mugrientos. Quieren lucir el color de la ciudad. El centro.

—Vale. ¿De cuánto estamos hablando? —Dirigí la mirada sobre el agua al pasar por delante de la estatua de la Libertad y volví a sentirme cerca de los campos ondulados y amarillentos de grano que se extendían más allá de ella, algo que había estado muerto desde las elecciones de 2000 hasta las de 2008.

—Cien de los grandes.

Estuve a punto de atragantarme con el agua. Me volví y miré fijamente a mi jefa.

—Exacto —Pippa asintió, satisfecha con mi reacción—. Trató de convencerse de que un descuadre de cien mil dólares era aceptable.

—¿Alguna pista? —pregunté con incredulidad.

—Ni una sola.

—Qué bien —murmuré tratando de parecer fastidiada cuando, en realidad, estaba tan emocionada que podría haber salido volando hasta Staten Island. ¡Iba a tomar las riendas de un caso totalmente nuevo! No tendría que fingir por educación que me importaban las notas, ideas y mal dirigidas hipótesis de otro. Tierra virgen.

—Pero si te encanta —comentó Pippa con voz seca—, no intentes parecerte a los amargados de tus compañeros de trabajo. A ellos también les encanta, ¿sabes?

Me ruboricé. Algún día quería ser como Pippa —un enigma, un libro cerrado—, pero por el momento tenía que aceptar el hecho de que yo era tan poco fascinante como un carrusel. El obrero de los preciosos hombros pasó a nuestro lado. Todos podían darse cuenta de que sus hombros no eran ni de lejos el mejor de sus rasgos. Inhalé el aire salado y traté de recobrar la concentración.

—¿Por qué querías hablar de esto en el barco? —pregunté de repente. La explicación podría haberle llevado un máximo de sesenta segundos en la oficina—. Y no es que me queje —me apresuré a añadir.

—Por dos razones —respondió Pippa al instante. Se volvió hacia la izquierda y pareció sorprenderse al descubrir que la mujer del catálogo y su llanto habían desaparecido. Lanzó una rápida mirada a su alrededor y me di cuenta de que la perturbaba el hecho de haberle perdido la pista a alguien, como si hubiera fallado en un ejercicio de vigilancia—. La primera y más importante es que el caso no pasará por el sistema central. —Hizo una pausa para dejar que asimilara sus palabras.

—¿Quieres decir que se trata de algo confidencial? —inquirí tratando de parecer indiferente.

Me estudió mientras afloraba una sonrisa irónica en sus labios. Estaba claro que había fracasado vilmente en mi intento de parecerle fría.

—Sí. No puedes hablar de ello con tus compañeros. ¿Serás capaz de hacerlo, Zephyr?

Me ruboricé. En una ocasión, éstos habían colgado un cartel en mi cubículo que rezaba «Zoo matutino con Zephyr Z.». Pero eso se había acabado, me juré. Era la oportunidad que había estado buscando, la oportunidad de hacerme un nombre, de terminar con mis tres años de instrucción y conseguir al fin mi licencia de investigadora privada, con la que podría trabajar, más o menos, donde siempre había querido. Me presentaría al examen estatal para obtenerla en medio de fuegos artificiales. O al menos sin que mis compañeros más veteranos siguieran tomándome tanto el pelo.

—Y sobre todo, no debes hablar de ello con tu familia ni con tus amigos.

Tragué saliva y traté de no pensar en mis padres: Ollie, el ayudante del fiscal del distrito, y Bella, la fundadora de una franquicia que impartía seminarios sobre finanzas, que vivían en el piso de arriba de mi edificio y volvían a ser los depositarios de mis reflexiones cotidianas ahora que Gregory se había marchado. Hice un esfuerzo por bloquear los pensamientos sobre la camarilla de mis amigas del instituto —nos hacíamos llamar las Chicas Sterling, en honor al instituto del Upper East Side al que a duras penas habíamos logrado sobrevivir—. Lo sabían todo de mí, incluso hasta lo que había pesado al nacer. Ignoré los pensamientos referentes a mi confidente de aquel entonces, una loca neurótica llamada Macy St. John con la que había consumido ingentes cantidades de café Roasting Plant en un parque para perros de la calle Leroy (y eso que ninguna de las dos tenía perro). Y aparté a un lado la imagen de mi hermano el escritor, cuyo interés por mi carrera no servía a otro fin que el de darle materia prima para sus guiones.

BOOK: El hotel de los líos
3.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Tragic Age by Stephen Metcalfe
(1964) The Man by Irving Wallace
Beauty Dates the Beast by Jessica Sims
Unraveled by Sefton, Maggie
Diamond (Rare Gems Series) by Barton, Kathi S.
Reunification by Timothy L. Cerepaka