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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (23 page)

BOOK: El hotel de los líos
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La oscuridad y el calor casi insoportable me calmaron, así como el hecho de tener a un magnífico detective de la policía de Nueva York con el que analizar el caso. Se lo conté todo a Gregory, sin prestar atención al sudor que se me acumulaba en el escote, me goteaba por detrás de las rodillas y me empapaba el pelo. Fue un alivio, sobre todo después de lo que me había costado mantener la boca cerrada con Macy y Lucy. Comencé con el dinero desaparecido de Ballard McKenzie, mi incapacidad para encontrar nada raro en la contabilidad del hotel y la de Hutchinson McKenzie para tolerar mi presencia. Luego le relaté la noche de los neozelandeses borrachos, el encontronazo de Jeremy con la muerte, la esclarecedora visita a la habitación de Samantha y su posterior confesión —si se le podía llamar así a un encuentro del que apenas había salido información— en el asilo. Le hablé de la sorpresa genuina de Jeremy al enterarse de que Samantha había recibido medio millón de dólares de su empresa y describí tanto la amenaza de Jeremy como la preocupación de Pippa por mi seguridad. También mencioné a Zelda Herman, la inquilina del hotel que había tenido una cita en Summa la semana antes, a pesar de que no estaba segura de que tuviese importancia. Cabía la posibilidad de que Jeremy hubiera recomendado el hotel a la gente que hacía negocios con Summa —fueran quienes fuesen— para echar una mano a la familia. El único detalle que omití fue la cita con el bombero inmediatamente posterior a la partida de Jeremy en una ambulancia.

Y a pesar de que estaban embadurnando generosamente a una hirsuta señora con barro del mar Muerto en una esquina alejada de la sala y de que a un antiguo alcalde lo estaban poco menos que azotando (con su consentimiento) con una
platza
—una especie de escoba hecha de hojas de roble empapadas de aceite de oliva— a no más de tres metros de nosotros, Gregory me prestó toda su atención. Escuchaba mejor que ninguna otra persona que yo conociera, aparte de mis padres. Era un interés genuino, nada que ver con la técnica de los ojos vidriosos que algunos hombres aprenden a perfeccionar después de que sus ex novias los acusen de no prestarles atención. De vez en cuando intervenía con alguna pregunta, pero no demasiado a menudo, y siempre lo hacía para ayudarme a pensar, no para demostrar lo listo que era. Me aseguró que hacía bien en no detener a Samantha de momento y me recordó el caso que nos había reunido: su nervioso jefe estaba tan ansioso de ver detenciones por el asunto de las licitaciones fraudulentas que al final Gregory acabó por perder a una familia del hampa entera.

—Otro elemento del asunto —continué mientras el ex alcalde se daba la vuelta con un gruñido—, o algo que podría ser un elemento del mismo, no lo sé, es la basura que Jeremy tenía en la mano cuando llegó la ambulancia.

No dije que me había olvidado de las dos recetas y la hoja de papel arrugado del hotel hasta una hora antes, cuando estaba en el vestuario de señoras. Los vaqueros que con tanto cuidado había seleccionado el comité (tiempo derrochado, puesto que al final había cambiado mi
pollo al forno
y mi
pinot grigio
por unas
pierogi
con cerezas y un cuenco de
borscht
) eran los mismos que llevaba el sábado por la noche al acabar mi turno. Había guardado los papeles en el bolsillo de atrás, donde permanecieron hasta aparecer en el suelo húmedo delante de la taquilla 120. Además de no manipular como era debido lo que podían ser pruebas del caso, me culpaba de forzar los límites del comportamiento aceptable en la lavandería.

—¿Basura? ¿De la habitación en la que lo encontraste? —Gregory se secó en vano el pecho con una toalla empapada.

—Es lo que parece, pero no sé. No, espera, seguro que lo era. El recibo de la compra en la farmacia con la tarjeta tenía el nombre del marido, Martin Whitecomb.

—¿Y Samantha dijo que Jeremy se marchó directamente a su habitación tras ver que los Whitecomb se despedían de la camarera?

Levanté las manos: no sabía si aquellas piezas formaban un puzle completo.

—¿Un recibo y qué más?

—Dos recibos. Y un número de teléfono en una hoja de papel del hotel, que comprobé que pertenecía a Visitas Guiadas Large Tomato. Nada sospechoso.

Gregory se estiró en dirección contraria para que sus axilas no estuvieran frente a mí. Tan caballeroso como siempre.

—Bueno, está claro que tienes que hacer una visita a Summa mientras Jeremy sigue atrapado en Bellevue…

—¿Y si llamo antes a Zelda Herman para ver qué puede contarme?

—Sí, es lo que iba a sugerirte. Así no irás a ciegas.

—Y echar un vistazo a la reserva de los Whitecomb —añadí mientras elaboraba en voz alta una lista de tareas pendientes—. A ver si hay algo en las facturas sobre lo que estaban haciendo en la ciudad.

—Y dile a tu jefa que necesitas tener vigilados a Hodges y Wedge las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana —me recordó mientras se incorporaba. Fingió que jadeaba—. Creo que necesito un descanso.

El ex alcalde se incorporó con pesadez y nos saludó con la mano mientras nos dirigíamos con paso tambaleante a la puerta. No le causaba la menor incomodidad que sus antiguos votantes pudieran ver su cuerpo rollizo y cubierto de pecas, un cuerpo sobre el que ya no recaía la responsabilidad de dirigir la ciudad.

—¡Acupuntura judía! —dijo con un resoplido mientras señalaba la
platza
.

—No hay superego en esta ciudad —murmuró Gregory de camino al baño.

Yo permanecí sentada en un banco húmedo junto a la piscina de agua fría, contemplando el desfile de cuerpos semidesnudos: flojos, garbosos, arrugados, tensos, algunos de ellos con restos de barro aún adheridos. Y si alguna vez me había preguntado el aspecto que tendría Humpty Dumpty
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con una toalla, ahora lo sabía. Un hombre con forma de huevo de avestruz y un vientre túrgido y prominente cubierto por una pequeña toalla pasó a mi lado y estiró el brazo hacia la lata de crema de afeitar unida por una cadena a la pila comunal. Mientras él comenzaba a pasarse una cuchilla por las mejillas, yo me preguntaba qué llevaba a los hombres a invitarme a sitios cuyo interés no resultaba evidente a la primera. Cinco días antes, Delta me había agasajado con una velada a base de arneses y dedos desnudos. No es que no hubiera sido divertido, pero tampoco habría jurado que iba a serlo antes de hacerlo. Y ahora aquello. Que yo supiese, afeitarse con una toalla era algo reservado para la intimidad del hogar o, al menos, para el aseo de caballeros.

Dejé caer mi toalla sobre el banco, llené los pulmones de aire caliente y salté a la piscina de agua fría. Mis gritos sólo atrajeron algunas miradas poco interesadas. Me obligué a permanecer dentro y, al cabo de pocos segundos, me sentí como si me hubiera bebido un
espresso
triple después de doce horas de sueño. Mientras flotaba boca arriba y me miraba los dedos de los pies sin pedicura, hice inventario de la velada. Hasta el momento, mi interacción con Gregory parecía un ejercicio de falsa comodidad: habíamos vuelto a nuestra vieja y sencilla costumbre de relacionarnos con intercambios respetuosos y reflexivos, transitando por los mismos campos que con tanto cariño habíamos trillado a lo largo de los años, cosa que no habría estado mal de no ser por el asunto que estábamos esquivando, la bomba que no nos atrevíamos a detonar.

Pero ahora, pensé —mientras mi mente huía del frío con certidumbre optimista, práctica y en última instancia falsa—, ahora parecía que se abría para nosotros una posibilidad nueva y del todo maravillosa. De hecho, no podía creer que la idea no se me hubiera ocurrido hasta entonces.

Amistad. Podíamos ser grandes amigos. Unos amigos increíbles. Si aquella cita —en la que estábamos dedicándonos a hablar con comodidad de trabajo en traje de baño, bajo luces fluorescentes y rodeados por azulejos blancos y empañados— era un indicio de que el romance había abandonado nuestra relación, tal vez no necesitara dos semanas para decidirme por un curso de acción. Llamaría al teniente Fisk aquella noche y me embarcaría con todo el equipaje en el próximo capítulo de mi vida, uno en el que Gregory y yo contemplaríamos nuestras respectivas bodas con el amor y el orgullo de una especie de hermanos. Sería una amistad admirada por su rica historia y su madura resolución, un modo brillante de responder a nuestro fatal problema de fertilidad. ¡Había sido absurdo creer que dos personas podían llegar a un acuerdo sobre la posibilidad de tener hijos! Estuve a punto de reírme a carcajadas de la niña estúpida que había sido hasta treinta segundos antes.

Pero entonces…

Justo detrás de dos hombres cuyos pechos cóncavos y cuyas perillas decían a gritos «intelectuales» apareció el rostro perfecto y radiante que hacía que se difuminara en blanco y negro todo cuanto lo rodeaba. Su fuerte barbilla, sus alargados pómulos, su abundante cabellera castaña… Todo era hermoso y estaba en el sitio preciso y en las proporciones adecuadas, pero ¿qué tenía que le hacía brillar con luz trémula, que hacía que todos cuantos le rodeaban quedaran reducidos a dos dimensiones?

Lo vi recorrer la sala con la mirada. Sus ojos de color marrón, cubiertos de brillantes motitas doradas, se contuvieron hasta encontrarme. Y entonces me ofrecieron la mirada que nunca le había visto ofrecer a nadie más, la mirada que no había tenido la suerte de recibir hasta pasado más de un año del inicio de nuestra relación. Me franqueaba la entrada, hasta el final, incluso ahora, tras meses de separación y, antes de eso, meses de desolación y dolorosa desintegración. En aquel momento, en una sala que compartía todas las características de un depósito de cadáveres, me sentí fascinada y aterrada a la vez. No es que temiera que nadie más volviera a mirarme así. Es que no quería que nadie volviera a hacerlo salvo él.

Con sólo un escalofrío casi imperceptible, Gregory bajó los escalones de la piscina y se acercó flotando hasta mí. Observamos cómo Humpty Dumpty se secaba la cara a palmaditas y luego la examinaba en el espejo. ¿Qué veía? ¿Qué veía su esposa? Desde que había empezado a trabajar en el asilo de la calle Hudson me había hecho consciente de que mi mirada no se sentía atraída por la gente mayor en la calle. Los mayores eran poco interesantes. La idea de volverme invisible yo también en cuestión de pocas décadas me había impresionado y ahora me había comprometido a mirar a las personas, más allá de su edad. Por desgracia, mi línea de pensamientos seguía empeñada en la banalidad de elaborar catálogos de todo lo que podía hacerle a mi cara la cruel fuerza de la gravedad y seguía preguntándome cuál de mis rasgos sería el primero en iniciar el camino hacia el sur. Pero estaba trabajando en ello y hacía esfuerzos por preguntarme cuál de aquellas personas habría sido investigador alimentario, cuál taxidermista, cuál se dedicaría a la epigrafía real, cuál acabaría de descubrir un hermano al que no conocía, fruto de una antigua aventura de uno de sus padres, cuál habría ganado un Pulitzer y cuál acabaría de enterrar a su mejor amigo.

El hombre que se estaba afeitando nos vio mirándolo en el espejo y sonrió, una gran sonrisa llena de dientes de oro. Toqueteó la cadena del Barbasol.

—Menos mal que ponen «esdo»… Si no, podría «dener» la «dendación» de «medérmelo» en los «pandalones». —Se rió por lo bajo, recogió sus cosas y, con gran esfuerzo, se encaminó a la escalera.

Levanté la mirada hacia el suelo manchado mientras disfrutaba de la presencia del cuerpo semidesnudo de Gregory a mi lado. Sus largos dedos cogieron los míos y, a mi pesar, me relajé.

Treinta minutos después nos habíamos duchado y vestido, y estábamos sentados bajo las ruidosas tuberías de la zona de recepción/café, tomando unos zumos de apio, manzana, remolacha y zanahoria mientras esperábamos a que llegara la comida. Permanecimos un rato sin decir nada, mirando sólo a Stanislav refunfuñar y lanzarle las llaves a los clientes. Gregory trazó con los dedos los tendones de mi mano y luego se inclinó para besar cada uno de mis dedos. Yo estaba pensando que debía moderarme con las albóndigas de patata —primas hermanas del cemento— si quería disfrutar plenamente de las inminentes acrobacias de alcoba.

—Tengo una propuesta —dijo al tiempo que una chica de cara estrecha colocaba unos platos de comida amarilla y beis delante de nosotros. Ella lo miró—. Para usted no —añadió con un leve rubor en la punta de las orejas. La muchacha se encogió de hombros y se marchó.

—Una propuesta —repetí. Mordí un
pierogi
y al instante dejé caer el ardiente bocado en el plato—. ¡Ay!

—Encantador. Sí, una propuesta. —No estaba comiendo, sólo taladrándome con la mirada. Tomé un trago de zumo frío y le di vueltas alrededor de la lengua—. Te propongo que no digas que no ahora mismo.

—¿Que no diga que no a qué? ¿A la crema agria?

—A los niños.

Mientras me tragaba el zumo, me pareció que la velada se detenía de golpe y con un chirrido. Sentí deseos de borrar sus tres últimas palabras y empezar de nuevo.

—¿Por qué me has llamado? —le pregunté con voz cansada—. La semana pasada, me refiero. ¿Por qué empezar de nuevo con esto?

—Espera, Zephyr. Escucha, por favor —me urgió—. Escucha lo que te estoy diciendo.

Apoyé la barbilla en la mano, tensa de impaciencia.

—Lo que digo es que quiero estar contigo y aceptar la posibilidad de que nunca quieras tener hijos…

—¿Qué quieres decir con «la posibilidad»? ¿Dónde demonios estabas durante el año entero que hemos pasado discutiendo este…?

—¿Quieres callarte un momento, por favor? Estoy dispuesto a estar contigo y a aceptar la posibilidad de que nunca quieras tener hijos si tú accedes sólo a pensarlo una vez al año.

Me quedé mirándole.

—Una vez al año volveremos a hablar del asunto. Eso es todo.

—¿Hasta…? —Me sentía como si estuviera hablando con un borracho. Le haría caso, fingiría que estábamos teniendo una conversación inteligible y ganaría tiempo para poder escapar.

—Hasta que cambies de idea o hasta que seamos demasiado mayores para tener hijos.

Sentí que me empezaba a palpitar la cabeza.

—Increíble —concluí.

—No lo es.

—No, de hecho lo que es es insultante.

Enarcó las cejas.

—Zephyr, estoy cediendo. Tú ganas. Hurra. Fuegos artificiales. Podemos estar juntos. ¿Por qué es insultante?

La camarera apareció de repente y arrojó un pequeño cuenco de metal sobre la mesa.

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