Read El hotel de los líos Online

Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (5 page)

BOOK: El hotel de los líos
13.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Al parecer, a Jeremy lo había utilizado y luego abandonado una de sus conquistas. Esto me procuró cierta satisfacción. Sabiendo que era el sobrino del dueño, no le deseaba lo mejor del mundo. Pero aquello… Tampoco quería que le sucediera algo así. Ni a mí. No me apetecía que muriera nadie durante mi turno, y mucho menos un pariente de los McKenzie.

Me incliné y acerqué la oreja a su boca. Respiración: bien. Puse los dedos sobre su carótida, maravillada por la oportunidad que me deparaba el destino de tocar sin desearlo a dos hombres sudorosos en el transcurso de cinco minutos. Pulso: bien.

Por suerte, todo el personal de la CIE tenía la obligación de sacarse un cursillo de primeros auxilios y reanimación cardíaca durante sus semanas de orientación. Por desgracia, todo lo que había aprendido en él no duró mucho y acabé recurriendo a abofetear las mejillas cubiertas de manchas de Jeremy mientras gritaba su nombre.

Mi heroico cuarto grito fue interrumpido por la irrupción de tres bomberos en la habitación. Hasta aquel momento, nunca había albergado fantasías de rescate. Sí, había pasado unos años oscuros en los que habría deseado que cualquiera —hombre, mujer o cabra— me ayudara a averiguar lo que debía hacer con mi vida, pero en realidad no soñaba con que recogieran los diversos pedazos y los pegaran en un todo coherente. Sólo esperaba que, con un poco de suerte, pudieran llevarme a la sección de manualidades y mostrarme dónde estaba el pegamento.

Sin embargo, en aquel momento me transformé en una conversa instantánea de las fantasías de rescate. Aquellos hombres entraron a grandes zancadas, con sus botas y su voluminoso equipo. No hicieron caso de las menudencias civilizadas, como limpiarse los pies o asegurarse de que el picaporte de la puerta no arañaba la pared al abrir. Eran la viva encarnación de la aptitud y el control y pensé que nunca había visto nada más atractivo. Lo resultaban por su total dominio de la situación y porque irradiaban una confianza cercana a la presunción, desde las rayas amarillas de sus chaquetas abiertas hasta sus rostros perfectamente afeitados. El porqué los paramédicos que venían tras ellos —uno de los cuales llevaba una fina coleta y el otro, un tatuaje de un toro en el cuello— no resultaban atractivos, a pesar de que también acudían al mismo rescate, era un intrigante misterio al que tendría que dedicar algún tiempo a investigar más adelante.

—¡Quite de en medio! —gritó el más bajo de los bomberos. Me aparté de la cama de un salto. Pero de hecho, lo único que hizo él fue dejar paso a los paramédicos, con su desfibrilador, su camilla y sus bolsas llenas de tubos, agujas y frasquitos. Pasé de bombero en bombero hasta encontrarme de nuevo en el pasillo, tratando de ver algo por encima de sus enormes equipos.

—¿Sabe lo que le ha sucedido? ¿Cuánto tiempo lleva con él? —preguntó un bombero con cara de niño y pestañas absurdamente largas. Seguro que unas pestañas así eran peligrosas en caso de incendio. ¿Exigirían a los bomberos que se las recortaran, del mismo modo que les sucedía con la barba? (Un detallito que me había contado uno de los Tommys en el trabajo: los pelitos de la barbilla obstruían los sellos de las máscaras de oxígeno.) Pasé un momento observándolo absorta antes de recuperar la voz.

—No tengo ni idea. Estaba trabajando en recepción y entonces subí con otros huéspedes que necesitaban ayuda. Oímos a Jeremy y vinimos corriendo…

—¿Lo conoce? ¿Y a quién se refiere con «oímos»? —me interrumpió.

«¡Las preguntas las hago yo!», sentí ganas de replicar. Me moría de ganas de sacar mi placa y mostrarle que podía tratarme como a una compañera. Aunque, a decir verdad, no era probable que a un miembro de «Los más valientes de Nueva York» le impresionase demasiado una de «Los increíblemente capaces de Nueva York», como a veces se referían a sí mismos mis compañeros —la mayoría de ellos, antiguos policías—. Éramos una agencia de la ley que trabajaba sobre todo de incógnito, o al menos entre bambalinas, y como consecuencia de ello, muchas veces nos veíamos en la obligación de ofrecer largas explicaciones a las mismas personas a las que estábamos deteniendo.

—Es sobrino del propietario del hotel. Con «oímos» me refiero a mí y a una inquilina. —Señalé la habitación de Samantha Kimiko Hodges, pasillo abajo—. La mujer de la 505 también lo ha oído. Y no, no sé quién estaba en la habitación con él. —Añadí al ver que abría la boca para preguntarlo. Una boca que encajaba a las mil maravillas con aquellas pestañas.

—¿Qué oyeron? —Pestañas me miró con la cabeza ladeada y sin sonreír. Estaba claro que no había nada en mi cara que lo distrajera.

—Un gemido…, unos cuantos, y luego entré. Ya estaba tirado ahí. Dijo mi nombre y luego perdió el conocimiento. No he podido bajar para ver quién está registrado en la habitación… o lo estaba. —Mientras hablaba, me di cuenta de algo que me estaba escamando—. Sólo lo oímos hace dos minutos. No sé cómo habéis podido llegar tan de prisa, chicos.

El héroe frunció el cejo.

—Se habrá confundido con el tiempo. Recibimos la llamada hace diez minutos.

—Eso es imposible —respondí al instante—. A menos que… —A menos que Jeremy hubiera tenido un ataque al corazón y hubiera llamado él mismo antes de pedir ayuda. A menos que su acompañante anónima hubiera llamado… y luego se hubiese marchado. ¿Dónde estaba? ¿Quién era?

—Tengo que volver a la habitación —dije a Pestañas, sacudiéndome de encima el hechizo de sus bien proporcionados rasgos.

—¿Por qué? —Cruzó tranquilamente los brazos, para dejarme claro que de momento no iba a hacerlo.

Me volví un instante, saqué la placa y se la mostré. Para mi total humillación, se inclinó hacia adelante para estudiar el escudo, como si creyese que podía tratarse de una falsificación.

—Estoy de incógnito —murmuré, sabiendo que Pippa me mataría y posiblemente me despediría—. No me estropee la tapadera, por favor.

—¿Eso es una paloma?

—Es una águila. ¿Puedo? —pregunté con altanería.

Se apartó e hizo un gesto ostentoso en dirección a la puerta.

—Adelante.

Al pasar a su lado, me atreví a establecer contacto ocular. Me sostuvo la mirada… y entonces parpadeó. Parpadeó de verdad. Ay, tía. Al margen de los pequeños golpes al ego, me encantaba mi trabajo.

Jeremy estaba ya en la camilla, con una bolsa IV sobre el pecho y rodeado por un montón de envoltorios de jeringuillas en el suelo. Junto al celofán abandonado por los sanitarios se encontraban los papeles que había estado sujetando cuando entré. Me incliné y me los guardé con rapidez en el bolsillo. Y al hacerlo, reparé en otra cosa en el suelo, que asomaba por debajo de la mesita de noche. Un frasco de medicamentos de color naranja. Lo cogí y eché un rápido vistazo a la etiqueta. Los datos del paciente estaban tachados con rayas negras.

—¿Es suyo? —espeté a los sanitarios. El del tatuaje, que apestaba a tabaco, me miró con impaciencia antes de pestañear varias veces.

—¡Posible intento de suicidio! —señaló a su compañero—. Sobredosis de Ambien. —Se volvió hacia mí—. ¿Sabe cuánto había?

Sacudí la cabeza.

—¡Vale, vámonos! —gritó y se llevaron a Jeremy Wedge. Realmente esperaba, aunque sólo fuese por su tío, que no fuera la última vez que lo veía.

Regresé de manera apresurada a la 506, hogar lejos del hogar de mis ebrios amigos de las antípodas. Esperaba que estuvieran todos felizmente dormidos para poder hacer una llamada a Pippa.

Algo o alguien obstruía la puerta. Apoyé todo mi peso en ella y me asomé. Manchitas estaba hecho un ovillo en la puerta, con los brazos alrededor de un charco de vómito. La mujer estaba KO en una de las camas y a Ricitos no se le veía por ninguna parte.

—¡Eh, esperen! —le grité al último miembro del circo de rescate que, al otro lado del pasillo, estaba metiéndose en el minúsculo ascensor del hotel.

Pestañas le dijo algo a su compañero y los dos acudieron corriendo. Su ruidoso equipo les hacía parecer sendos gigantes que estuvieran atacando una aldea en miniatura. Abrí un poco más la puerta y les indiqué que entraran. Diez minutos más tarde, otros dos equipos de sanitarios ocupaban el pasillo hasta el máximo de su capacidad y se escribía un nuevo capítulo de la historia del hotel, con el envío al hospital de tres de sus huéspedes por intoxicación etílica.

A las nueve y veinte, apenas una hora después de que siguiera a los entusiastas de
The Rocky Horror Show
escaleras arriba, la última de las ambulancias se marchaba. Hutchinson McKenzie, pálido por debajo de su capa de bronceado permanente y reluciente de sudor, había esperado a que llegase su padre antes de subirse a un taxi y salir para el hospital. El miedo que había en sus ojos era genuino y, por una vez, lo sentí por él.

Me senté en el reborde de piedra que había junto a la entrada y contemplé cómo Asa y Ballard tranquilizaban a los preocupados huéspedes en el vestíbulo. La atmósfera se estaba enfriando y había un par de estrellas que desafiaban con su brillo al de las luces de la ciudad. Una pareja de pelo igualmente cano y peinado en punta entró en Babbo en busca de un asiento de última hora. Los corredores callejeros avanzaban de forma sinuosa por el siempre cambiante circuito de obstáculos formado por las correas de los perros. El aire era sin duda más frío que tres semanas antes y la ciudad parecía estar exhalando un suspiro de alivio colectivo por el fin de un verano especialmente húmedo.

Me recliné y sentí que el agotamiento afluía como un torrente. Abrí mi maltrecho teléfono móvil y traté de dejar un mensaje de disculpa a mi hermano que no suscitara su interés y provocara más adelante una andanada de preguntas. Luego saqué los papeles arrugados que había recogido en el suelo de la 502 y los alisé. Un recibo de taxi manchado de café, la factura de una tarjeta de crédito expedida en una farmacia Ansonia por la compra de desodorante y champú, y una arrugada hoja de papel del hotel con un número de teléfono, al que procedí a llamar.

—Ha llamado usted a Visitas Guiadas Large Tomato. En este momento nuestras oficinas están cerradas…

Colgué y llamé a Pippa.

—Zuckerman —dijo con tono cortante—. ¿Era necesario que me llamaras?

—Del todo —repuse con tono de confianza, un instante antes de ver que Pestañas doblaba la calle MacDougal y se me acercaba en línea recta por Weverly—. En realidad no. —Colgué a mi jefa con gesto despreocupado y volví a guardarme los recibos en el bolsillo.

Una oleada de emoción infundada, de un tipo de la que creía que habría tenido que dejar a las puertas de la treintena, me invadió y tuve que hacer acopio de fuerzas. Lo más probable era que se hubiera dejado algo dentro. Una manguera, quizá. O puede que tuviese que usar el baño. O sintiera curiosidad por nuestros precios. Puede que…

—Hola —dijo mientras se detenía delante de mí. Esbozó una sonrisa ladeada. No parecía preocupado por el extravío de ninguna manguera—. Soy el teniente Fisk. Puedes llamarme Delta.

—Tú puedes llamarme Ismael —respondí al instante y luego cerré la boca. Tres años de relación habían minado de forma grave, al parecer, mis habilidades en el flirteo.

Puso cara de confusión.

—¿Te llamas Ismael?

Me resigné a explicarlo, pero entonces esbozó una gran sonrisa.

—Te estaba tomando el pelo. He leído
Moby Dick
tres veces. Los bomberos tenemos mucho tiempo libre. ¿Has salido ya de tu supuesto trabajo?

—Sí, pero… —Traté de despejar la cabeza y responder de manera ingeniosa.

—¿Estás soltera?

Lo miré con la boca abierta. Descarado. Pippa lo habría llamado descarado.

—Es una pregunta pertinente. Los dos somos adultos. Voy a pedirte salir. Pero no lo haré si no estás soltera. —Cruzó los brazos.

—Eres muy… —balbuceé en busca de las palabras apropiadas.

—Práctico. Tengo casi cuarenta años y soy práctico.

—¿Tienes cuarenta? —dije antes de poder contenerme.

—¿Alguna vez piensas antes de hablar? —Sonrió.

—¿Y tú?

—La verdad es que sí. ¿Quieres venir a escalar conmigo?

—¿Ya has deducido que soy soltera?

—Sí.

—Nunca he ido a escalar.

—Qué mejor momento para empezar…

—¿Quieres ir a escalar ahora? —Me eché a reír. Estaba a punto de comportarme de manera práctica yo también, de señalar el reloj y sacudir la cabeza con desaprobación, como una maestra de escuela, cuando me acordé de que, en el sistema de creencias de las Chicas Sterling, era un pecado rechazar una oportunidad de vivir una aventura urbana, con todos los beneficios que acarreaba: sin bosques en los que perderse, sin posibles avalanchas, sin tener que realizar peligrosas caminatas…

—Sí. Ahora. En Aviator Sports. Hay menos gente que en Chelsea Piers.

Y así, dos horas después de que Jeremy, Manchitas, Ricitos y la Chica trasladaran su fiesta al St. Vincent, yo no me encontraba a menos de tres metros de la calle Orchard pero diez por encima de la avenida Flatbush, demostrándome a mí misma que aún estaba capacitada para probar cosas nuevas, aunque ocurrieran después de las diez y media, la hora en la que, por lo general, me convertía en una calabaza un tanto gruñona.

—¡A la derecha, a la derecha, sujétate a ese asidero rojo de tu derecha! —gritó Delta mirándome desde un ángulo que nunca habría creído posible en una primera cita—. ¡Lo estás haciendo bien, Zephyr, realmente bien! ¡Ya casi has llegado!

No habría sabido decir si me estaba divirtiendo. Llegar a la cúspide de un acantilado, aunque fuese uno de pega en un antiguo hangar para aviones, usando sólo las manos y los pies, era una experiencia emocionante. La descarga de endorfinas no se podía comparar con la que provocaba ir en bici, patinar o incluso ir a tomar un café con las amigas. Y el hecho de que estuviera tan agotada que me daba vueltas la cabeza intensificaba aún más la sensación. Pero el estrés de enfrentarse a algo nuevo, algo que me exigía el uso de un arnés alrededor del trasero en presencia de un hombre al que conocía hacía tan poco que aún no había tenido la ocasión de verlo a la luz del día, amortiguaba un poco la emoción.

—¡Vale, ahora el azul! ¡Alarga la mano derecha hacia el asidero azul!

Agarré el asidero más alto de la pared y oí los vítores procedentes de Delta y de los empleados (de entusiasmo obligado por contrato) en cuyas manos desconocidas había puesto mi vida como si tal cosa. Miré hacia abajo y traté de sonreír. Delta se agarró a un asidero y, con agilidad, ascendió siguiendo una trayectoria paralela a la mía hasta alcanzarme en unos diez segundos. Yo había tardado cinco minutos largos en coronar la montaña de material plástico de color gris.

BOOK: El hotel de los líos
13.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Darcys of Pemberley by Shannon Winslow
Beautiful Boy by David Sheff
Dark and Twisted by Heidi Acosta
A Woman Called Sage by DiAnn Mills