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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (6 page)

BOOK: El hotel de los líos
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—Ya has hecho esto antes —señalé.

—Sí.

—Y creo que lo haces para enseñar los cuádriceps.

—Y también los bíceps, no te olvides —dijo.

—Y los bíceps —asentí.

Nos miramos sonriendo como dos tontos.

—¿Puedo besarte? —preguntó.

—Bueno, no me has enseñado a bajar, así que supongo que no tengo demasiadas alternativas. —La pregunta no me había sorprendido, pero tenía que andarme con rodeos. Lo cierto era que deseaba besar a aquel tío, allí mismo y en aquel mismo momento, pero tenía que contenerme. Para mí sería el Primer-Beso-Después-de-Gregory. Tendría que abrir una nueva página en mi álbum mental y no estaba segura al cien por cien de estar lista.

Me incliné hacia atrás y lo estudié. Bastaría con un noventa por ciento.

Tres pisos por encima del sur de Brooklyn, nos besamos. Y, oh, había olvidado que los primeros besos pertenecen a una categoría propia. Con ellos importa poco que sean buenos. Son excitantes por sí mismos, aunque sean húmedos, flácidos o inseguros. Pero los labios de Delta no eran torpes. Eran firmes, delicados y sin duda expertos. Dadas las circunstancias, fue un beso sin manos, lo que lo convirtió en una experiencia más caballerosa y al mismo tiempo más emocionante. Reprimí la sensación de estar engañando a Gregory.

Unos vítores y aplausos ascendieron flotando desde la posición donde se encontraban nuestros dos protectores. Nos apartamos.

Delta me sonrió.

—¿Ésta es tu táctica de seducción? —pregunté—. ¿Bombero impresiona a la chica en la primera cita llevándola a escalar para besuquearla en la cima? —No es que me estuviera quejando.

—Zephyr, te juro que nunca había hecho algo así. O sea, no es la primera vez que escalo, eso es evidente.

—Es evidente —repliqué, y él tuvo la deferencia de ruborizarse.

—Pero me ha parecido que era lo que deseabas.

—¿Lo juras por el código de honor de los bomberos?

Se rió por la nariz.

—Lo juro. —Me besó de nuevo. Y allí mismo, bajo las luces fluorescentes, volvió a abrirse para mí un mundo entero de besos, manitas en la oscuridad y promiscuidad. La libertad.

—¿Quieres niños? —balbucí de repente.

Puso cara de susto.

—No piensas antes de hablar.

—No —reconocí mientras sentía que comenzaba a arderme la cara—. Supongo que no. Creo que antes lo hacía. Me parece.

—¿Es necesario que resolvamos el asunto de los niños ahora mismo? —preguntó con fingida seriedad—. Tengo la costumbre de no hablar de eso hasta que conozco a la chica desde hace al menos veinticuatro horas o me he acostado con ella. De otro modo es un asunto meramente hipotético. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Puse los ojos en blanco, por mí más que por él.

—Sí, lo sé. Olvida lo que he dicho. Cosas mías. —Me habría gustado hacer un ademán, pero mi mano seguía adherida al asidero azul y estaba empezando a tener calambres—. Bueno, ¿cómo bajamos de aquí? —Miré el suelo con cautela. Estaba más lejos de lo que había pensado.

—Aunque —respondió él sin hacer caso de la pregunta—, si voy a salir con una agente de incógnito, no podremos hablar de trabajo, así que quizá sí deberíamos hablar sobre niños.

Tensé todas aquellas partes de mi cuerpo que aún no lo estaban.

—Si vuelves a decirme las palabras «de incógnito», me largo —le espeté. Y aunque era una amenaza absurda, dadas las circunstancias (es decir, estando colgada a bastante altura en algún lugar sobre la avenida Flatbush), el pánico de mis ojos debía de ser más que elocuente. Puso cara de contrición al instante.

—Oye, lo siento. Era una broma. Te prometo que no volveré a poner en peligro tu trabajo, aunque no nos veamos nunca más.

¿Eso era una amenaza? Por Dios, ¿qué había hecho? Un momento de orgullo en el pasillo del quinto piso por culpa de unas pestañas largas y unos hombros fornidos y había volado por los aires mi tapadera delante de un auténtico desconocido. ¿Cuándo aprendería a controlarme?

—Pero —añadió en voz baja— espero que no sea así. Que volvamos a vernos.

Me dolían los dedos y empezaba a tener calambres en el muslo izquierdo.

—Y yo —dije, aunque lo que me apetecía era besarlo, no hablar. Señalé el suelo con la cabeza—. ¿Podemos bajar ya? —pregunté con algo que prácticamente era un susurro.

Asintió a regañadientes, como si la idea le fastidiara, y me enseñó a bajar deslizándome por la cuerda. Rebotamos varias veces en la pared hasta llegar a tierra firme. Una vez en el suelo, nuestros ojos se esquivaron mutuamente mientras nos desabrochábamos el equipo y nos sumábamos a la fila de escaladores nocturnos que esperaban para devolverlo.

Una rubia con la respiración entrecortada y el maquillaje corrido se encontraba delante de nosotros, esperando para entregar su arnés. Metió la mano en un bolsillo del trasero y sacó un frasco de color naranja, lo destapó con una mano y se metió una pastilla en la boca.

Se volvió hacia nosotros y alargó el frasco.

—¿Percocet? —nos ofreció con amabilidad.

Al ver que rechazábamos su oferta, se volvió hacia la pareja que tenía delante, ansiosa por compartir su botín con cualquier otro que pudiera necesitar su ayuda en el campo de los analgésicos.

—Conmovedor, ¿verdad? —comentó Delta, pero yo estaba distraída pensando de nuevo en el frasco que había encontrado en la habitación 502. Había aceptado sin más la teoría del sanitario de que Jeremy había tratado de suicidarse. Explicaba más o menos, de un modo apresurado y no demasiado convincente, el hecho de que la habitación en la que lo habíamos encontrado, en lugar de pertenecer a una joven belleza, estuviera a nombre del señor y la señora Whitecomb de Akron, Ohio: sólo estaba buscando un sitio en el que morir.

Pero, en cambio, no explicaba por qué la etiqueta del frasco estaba redactada de un modo que la hacía parecer un archivo afectado por la ley sobre la libertad de información. Los nombres y los números estaban tachados, lo que sólo dejaba a la vista la información sobre el fármaco. Y tampoco explicaba los papeles que había encontrado en la mano de Jeremy: ¿por qué iba a revolver entre la basura de los Whitecomb antes de tratar de suicidarse en su habitación?

Le entregué mi arnés a Delta.

—¿Te importa devolver esto por mí? Tengo que llamar a mi jefa.

—¿A las once y media de un sábado por la noche? —Parecía dolido—. Si no te ha gustado el beso, dilo sin más.

Me quedé estupefacta. Había olvidado el tiento con el que hay que andar con una persona cuando acabas de empezar con ella. ¿Estábamos empezando? No tenía ni la menor idea. Sólo sabía que nos habíamos besado. ¿No podíamos hacer las cosas de manera sencilla? Sentí una oleada de nostalgia, no tanto por el propio Gregory, sino por la familiaridad que tanto nos había costado conseguir. A él no habría tenido que hablarle de Pippa ni de mi necesidad de llamarla a horas absurdas.

—No, no, te lo juro, eres estupendo y el beso también lo ha sido. —De hecho, no sabía si lo era. ¿Por qué resultaba todo tan complicado? ¿No podía decirle sin más que quería un poco de diversión sin compromiso hasta que encontrara alguien que compartiera mi visión del futuro? ¿Era eso de verdad lo que quería?—. Lo que pasa es que tengo que llamar a mi jefa para contarle una cosa… —Me paré en seco.

—Lo sé. No puedes hablar de tu trabajo. —Delta ladeó la cabeza y tuve que reprimir el impulso de pasar los dedos por los tensos tendones de su cuello—. Ve. Si estás ahí cuando salga, estupendo —dijo con voz monocorde.

Había metido la pata. La llamada a Pippa podría haber esperado unos minutos más. Pero en aquel momento, por mucho que me apeteciera besuquear al teniente Fisk, el del precioso cabello negro y la musculatura superlativa, me interesaba aún más el hotel Greenwich Village. Puede, pensé mientras le dirigía una mirada de disculpa y caminaba hacia la puerta delantera, que si aún hubiese llevado su uniforme de bombero de franjas amarillas, no habría estado pensando en Jeremy Wedge, en la basura de la habitación 502 y en una receta médica censurada.

3

La segunda vez que me vi con Macy St. John fue en agosto de 2007. Estaba tendida de lado sobre el sofá de mi amiga Lucy Toklas, sujetando sobre sus labios un bote de crema batida mientras clavaba una mirada de ojos vidriosos en las páginas de
Valley of the dolls
. Cada pocos segundos —pff— inyectaba una nueva dosis en su boca, sin apartar un solo instante los ojos del libro. Cuando llegaba el momento de pasar la página, usaba la mano que sostenía la crema batida para hacerlo y luego volvía a poner la boquilla en posición. Pff. Pausa. Pff. Pausa. Pff.

Macy estaba sumida de pleno en un ataque de nervios. No era culpa de Lucy y no era el primer ataque de Macy. Macy, una hada de piel de alabastro, cabello de fuego y ojos azules a la que sólo le faltaba brillar en la oscuridad, era una antigua editora que había alcanzado cierta fama. Gracias a su incansable trabajo había logrado ascender desde el puesto de ayudante editorial, adquiriendo libros que cada vez habían cosechado éxitos mayores. Luego publicó las memorias de John Douglas,
Plegarias con las mamás
, un retrato desde dentro de la realidad de la adolescencia en un enclave polígamo fundamentalista en Texas. El libro logró coronar la lista de los más vendidos y Douglas hizo la ronda de apariciones televisivas obligatorias, de Lopate a Oprah. Fue una época vertiginosa para Macy —cenas en el comedor para ejecutivos de Bonanza Books, copas en Elaine’s, un presupuesto enorme para la feria de Frankfurt—, hasta el día en que
The Smoking Gun
publicó un artículo en el que se cuestionaba la veracidad de las memorias de Douglas. Resultaba que John Douglas era en realidad Isaac Fishtein y que el libro había comenzado siendo una apuesta con un amigo del taller de escritores de Iowa que se había salido un tanto de madre.

Macy se disculpó con sus jefes, hizo algunas declaraciones a la prensa, multiplicó por dos sus clases de lucha contra el estrés y volvió al trabajo. Por desgracia, la primera, la segunda y la tercera de sus siguientes adquisiciones tuvieron todas destinos muy similares. Escritor tras escritor, le presentaban fascinantes y a menudo salaces historias en las que conseguían pagarse la carrera en Harvard prostituyéndose, o supervisando la producción de marihuana de su sinagoga, o acampando a un lado del bulevar Palisades y esquivando a las tropas estatales durante casi un año. Parecía haber una epidemia de autores que creían que su procedencia de familias impecables de clase media ponía en cuestión su valor como artistas. No les bastaba con publicar obras de ficción: tenían que creer que eran sus personajes principales. A veces me preguntaba si habría un baño en Writers Room donde figurara el teléfono directo de Macy escrito sobre la puerta. «Para determinadas publicaciones, llamen a Macy St. John, especialista en cagarla con memorias.»

Ni sus mejores amigos y más estrechos colegas llegaban a comprender cómo era posible que Macy se hubiera dejado colar la cuarta y la quinta invención. Al llegar al último libro,
La huida de Englewood Cliffs
, Macy, aquejada por entonces de acné, insomnio y dolores de mandíbula por trastorno de la articulación tempranomandibular, había recabado la ayuda de todos los especialistas en contrastar datos y becarios disponibles en Bonanza, amén de la de un investigador autónomo al que pagaba de su bolsillo. Pero aquellos autores tan ingeniosos parecían haber convertido en un deporte la falsificación de memorias y nadie lograba encontrar un solo agujero en sus historias hasta después de que los libros hubieran llegado a las estanterías. Y cuando, por fin, el autor aparecía en
The View
para expiar alegremente y sin ninguna sinceridad sus pecados, poca gente sentía el impulso de consolar a Macy y nadie lo intentaba de verdad.

Macy pasó los tres meses siguientes intimando con el sofá de sus padres en Durham, New Hampshire, hasta el día que su padre le entregó un folleto de una institución dedicada a la promoción de actividades al aire libre y le sugirió, con toda delicadeza, que se aventurase más allá del Stop & Shop. Ella decidió echarle narices y se marchó cuatro semanas a Wyoming. Allí aprendió a usar una brújula, a ser más lista que los osos, a comer serpiente de cascabel (sólo una vez, para ganarse el derecho a presumir de ello) y a navegar por aguas rápidas. Y cuando estuvo a punto de morir en una inundación, la neblina se levantó, se hizo la claridad y volvió a reinar la perspectiva. Dominada, según todos los testigos, por un optimismo imposible, parecía decidida a empezar desde cero.

Regresó a Brooklyn y montó su propio negocio, asegurando a diestro y siniestro que era lo que siempre había querido hacer. Se convirtió en la propietaria única de Nada de Divas, una empresa de organización de bodas para mujeres que no eran novias profesionales, mezquinas y narcisistas, sino que estaban demasiado ocupadas para planificar un casamiento sin un poco de ayuda. Nada de Divas dividía la organización de fastos nupciales en ocho elementos: vestido, invitados, ubicación, música, flores, comida, ceremonia e invitaciones. Macy explicaba a sus clientas que podían priorizar dos de ellos, mientras que para el resto se mostraría implacable en nombre de la frugalidad y la moderación. Si lo que te importaba eran el vestido y la música, tus únicas alternativas para las flores eran «formales» o «salvajes», y ella se encargaba del resto. Si te interesaban las flores y la comida, te daba a elegir entre tres diseñadores de vestidos de novia y te aconsejaba que te decantases por uno blanco. A la novia que quería organizar una reunión de dos horas para hablar sobre el pastel, Macy le decía: «Será blanco y estará rico». Y a la clienta le faltaba tiempo para echarse a llorar de alivio. Con la que expresaba su consternación por el hecho de que su vestido fuese de color marfil y las invitaciones blancas, Macy se ofrecía a sumergir todas las invitaciones en una bañera llena de té. La joven salía corriendo de allí con el tul entre las piernas.

Nada de Divas fue un éxito desde el primer momento. Y a pesar de que casi la mitad de las clientas de Macy eran en realidad personas caprichosas y petulantes que querían que sus zapatos hicieran juego con el pastel, lo cierto es que deseaban aún más que los demás pensaran que no era así. Macy había dado con un secreto del marketing: las mujeres que no querían reconocer que eran niñas caprichosas y mantenidas de alto standing podían exhibir Nada de Divas delante de todo el mundo como si aquello fuese la refutación definitiva de todos sus defectos. Parecían disfrutar al ser disciplinadas por Macy, del mismo modo que a ciertos presidentes de empresa y gobernadores les gusta que los aten, les den órdenes o los humillen de manera sistemática.

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