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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (3 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Lope de Soto era andaluz; mandaba una treintena de soldados, varios oficiales y un bachiller, mozo avispado que le hacía de asistente para todo servicio. Se apellidaba Maderos; nadie se interesó por su nombre.

Después de dejar a los comerciantes en la plaza de carretas, ellos, guiados por un chiquillo, se dirigieron hacia los predios del Cabildo.

Y al pasar frente a una de las casas principales, Soto vio a una mujer que se asomaba a la ventana atraída por las carcajadas de sus hombres y el escándalo de las herraduras cuando algún caballo, nervioso, se trepaba a la vereda. Algo como un efluvio indiscreto lo tocó y volvió el rostro atezado hacia ella, sintiendo que el corazón se le apuraba en el pecho. La mujer le sostuvo la mirada y le dedicó la insinuación de una sonrisa de dientes blancos, muy sanos.

Soto tragó saliva ante los labios húmedos y oscuros, ante los ojos que se demoraban en su cintura, como evaluando el poder de su sexo. La saludó con una cortesía de cabeza y ella contestó con otra y al inclinarse, la bata de casa, escotada y con las cintas sueltas, mostró la hendidura entre los senos. Luego arrimó los postigos y él imaginó la mirada sobre su hombro, imaginó la mirada hipnótica, negra, brillante, clavada en su nuca.

Un súbito deseo por aquella mujer lo trastornó, pero Maderos, sabiendo los calibres que calzaba su amo, adelantó el caballo y murmuró:

—Discreción, señor, que aún no sentamos plaza. Ya averiguaré yo lo necesario.

—Que sea hoy —exigió, la garganta apretada y la boca seca como si viniera de atravesar un salitral.

Acomodado en el Cabildo hasta que le entregaran la casa del cargo, comió con desgano y fue a un burdel de las afueras. De vuelta al catre de campaña, pensó por horas en la mujer, pero cuando Maderos regresó, apenas si sabía el nombre del dueño de la casa.

—Aguante, señor, unos días y no hará falta que pregunte, porque pronto estarán contándome todo —lo aplacó el estudiante, entregándole una misiva lacrada—. Os la manda el secretario del gobernador. Hay una celebración y debéis participar en ella.

—Léela —se la devolvió él.

—La festividad será solemne, pues se festeja el nombramiento de Córdoba como ciudad catedralicia, la presencia del primer prelado de esa dignidad —a quien tendrá que presentar sus respetos— y el día de San Pedro, de los mayores de la Iglesia Romana. Por supuesto, antes habrá que cumplir con ciertos trámites… ¿Sabe, señor, que los jesuitas tienen un pleito muy movido con el obispo? Dicen que quiere arrancarles el diezmo, del que al parecer están exentos, y la Sociedad de Jesús se muestra como una piedra a la que es imposible sangrar…

La llegada del obispo Mercadillo en las postrimerías del año anterior —precedida por agentes de su confianza que venían a escrutar el movimiento cambiario de Córdoba y sentar tienda de mercancías para el prelado— provocó un pequeño sismo en la ciudad. De carácter irascible, mejor comerciante que diplomático, fray Manuel Mercadillo no se guardó de ocultar que «no podía tragar» a los jesuitas, y abrió de inmediato las hostilidades contra ellos, sin meditar en que ya venían de otros pleitos con obispos y pocas veces habían podido ser avasallados. Tenían más doctores expertos en leyes, en bulas, en autos, en cédulas reales, que la misma Audiencia de Charcas.

Aprovechando que el clero secular se encontraba empobrecido, tomó el asunto de las contribuciones como excusa para arremeter contra la orden.

Para esa época, las propiedades rurales de la Compañía formaban un territorio de más de cincuenta leguas en las más hermosas tierras de las sierras de Córdoba, entre estancias, estanzuelas, puestos y potreros. Si a eso se le sumaban las otras comunidades, el producto del diezmo hubiera sido muy alto, pero había un convenio firmado por el cual dominicos, mercedarios y jesuitas sólo pagaban una veintena —es decir, de 20, uno— sobre posesiones y frutos. Molesto ante la noticia, el doctor Mercadillo envió de inmediato una comisión al rey rogándole que deshiciera el acuerdo; también solicitaba permiso para echar una mirada al hospital de Santa Olalla, y como no era de sentarse a esperar respuestas, inspeccionó personalmente sus cuentas y recursos. Para esto pidió la presencia del gobernador que, por no malquistarse, lo secundó, aunque mostrando su disconformidad.

—Ea, vamos —se explayó Zamudio con Becerra—, que tamaña tarea es propia de subalternos idóneos y no de encumbrados funcionarios —y se palmeaba el pecho.

Luego, don Esteban se enteró de que, tras aquella inspección, el obispo mandó clausurar el hospital por falta de medios, «hasta que se encontrase remedio a la pobreza».

Como un huracán, pasó luego a hacer un relevamiento de campos, ganados, sementeras, peones y esclavos diezmables de los conventos.

—Ahora sabremos —se le oyó decir a su sobrino, y a don Dalmacio de Baracaldo, hombre de su confianza— cómo se manejan estos teatinos —por los jesuitas.

Pronto olvidó pedir a dominicos y mercedarios razones de sus rentas y —como dijo después don Esteban Becerra— con el asunto de los diezmos empezó el incendio. Y auto va, descargo viene, en unos meses estaban en juego no únicamente las rentas de la Compañía, sino también el Noviciado, la Universidad, el Convictorio del Monserrat y el derecho de los ignacianos a atender las solicitudes y necesidades espirituales —y muchas veces corporales— de sus fámulos y seguidores.

Becerra apoyó al gobernador cuando intervino para atenuar la furia del señor diocesano mientras la ciudad tomaba partido y no se hablaba más que de las razones y las sinrazones del litigio.

Hubo quien pensó que aquel santo hombre a quien se adeudaban los medios con que se había levantado el nuevo —y ya prestigioso— Colegio Convictorio, el doctor Duarte y Quirós, se había recluido en su quinta de Caroya debido al desagradable conflicto.

Sucedió lo que tanto se temía: los padres rectores de la Compañía fueron excomulgados, y seguían excomulgados cuando llegó la tan esperada fiesta de San Pedro.

Aquel día, en casa de los Becerra, esperando por las mujeres para presentarse en la plaza, don Gualterio discutía con don Esteban sobre el embrollo. Su mayor preocupación era que les cerraran la botica, que estaba muy bien surtida, dejándolo además sin la asistencia del padre Thomas Temple.

—¿Entonces, la Compañía no se presentará al oficio?

—El gobernador no los ha invitado… por aquello de que tienen colgada la excomunión; el protocolo es el protocolo, y nadie más apegado a él que los loyolistas.

—Sin ellos, la ceremonia será deslucida —musitó don Gualterio, acariciándose los dedos enguantados—; sin contar que le restarán presencia muchos de sus fieles, pues seguramente se quedarán en casa, viendo pasar la procesión desde las ventanas… ¿Quién llevará el Estandarte Real si está ausente don Enrique?

Se refería al teniente general de la gobernación, alférez real propietario y Caballero de la Orden de Santiago, don Enrique de Ceballos Neto y Estrada.

—Llegó del Cuzco este amanecer y ya se está preparando. Ha venido fustigando caballos para la celebración —contestó Becerra que, como alcalde de primer voto, hubiera podido ser uno de los elegidos con aquella distinción.

Pensando en el maestre de campo, que integraría con sus oficiales la cohorte de Ceballos Neto y Estrada, don Esteban sintió un escozor de celos. Siendo uno de los solteros más codiciados de la ciudad, perseguido y consentido por las mujeres en edad o no de merecer, a una semana de llegado, Lope de Soto dominaba las tertulias y las ilusiones de muchas damas. Se sabía que no tenía mujer, y aunque algo mayor que Becerra, era fuerte y de buen ver. Viudas y solteras andaban inquietas por él. Ya se le adjudicaban amoríos.

A esa hora, en la casa que se había dispuesto para él, Lope de Soto salió de la tina, pues su ayudante lo había convencido de que tomase un baño antes de acicalarse. Con casi cuarenta años y aspecto de haber reñido muchas guerras, tenía el cuerpo duro y recio cruzado por fieras cicatrices, con algún hueso mal soldado y viejas heridas que comenzaban a agriarle el carácter, que nunca había sido bueno: todo ello contaba una dura historia de batallas y malandanzas por aquel continente incomprensible.

—¿Averiguaste quién es la hermosa? —preguntó al estudiante, que le refregaba los hombros con un manojo de hierbas aromáticas.

—Con diligencia, como cumple a vuestra señoría —se burló el muchacho, aunque sin sorna—. Es la esposa de un español, gente de caudales, de abolengos y de tierras cuantiosas, en España y aquí. Es famosa por sus desplantes y su soberbia. El marido… —echó agua sobre la cabeza de su señor y continuó mientras buscaba el lienzo para secarlo—: El marido es bastante mayor que ella.

—¿Aguerrido?

—Diría más bien que apocado. Vive entre libros y pergaminos.

Maderos observó el perfil de líneas firmes, encasquetado por el pelo negro, encabritado en las puntas pero corto, como cuadra a un soldado. Sobre el cutis moreno, la barba recortada, apenas canosa, las cejas angulares, la nariz romana, le daban un aspecto atractivo y turbador. No era varón que una mujer de genio desdeñara, aunque no convenía a las pacatas. Y él sospechaba que la mujer que desvelaba a su amo era de las primeras.

Tarareando, el joven fue hasta el arcón de viaje y sacó una muda de ropa —el maestre había consentido en emplearlo más como criado que como escribiente— después de elegir cuidadosamente las prendas. Lo ayudó a vestirse, tocándolo apenas, dándole la palmada final que corregía algún detalle que la indiferencia del militar pasaba por alto. Notó que se comportaba con inusual paciencia: no había duda de que tenía el pensamiento clavado en la dama, y esperaba impresionarla.

No lucía mal su amo, se dijo Maderos, con el traje de gala: el verde y el amarillo siempre le habían sentado. Pero desnudo era imponente, suspiró con envidia de muchacho inteligente pero desmañado y sin robustez.

—Las sortijas —dijo Soto con voz profunda y seca a tiempo que chasqueaba los dedos.

No que tuviera mucho más en riqueza, salvo lo que traía escondido, recapacitó Maderos, pero de inmediato se dijo que mejor sería no pensar en ello, pues sabía que el maestre de campo no dudaría en matarlo si desconfiaba de su discreción.

—Una esmeralda de Nueva Granada, que son las mejores —dijo, probándosela; por supuesto, bailaba en sus dedos flacos, de tinterillo—. Y el verde combina con vuestra casaca. Veamos qué más: el topacio, para que dé luz a vuestras pupilas y, por supuesto, el oro…

Quiso ponerle un arete, pero Soto lo rechazó.

—No en esta ciudad de timoratos. Serían capaces de ponerme un mal mote.

Luego mientras Maderos sacudía el gorro abultado, le quitaba una mota con el brazo y soplaba las plumas para enhestarlas, pasaron a la otra sala. Allí, sobre el bufete, estaban las armas que luciría.

El joven oyó que traían los caballos y aparecieron los oficiales y los soldados para escoltar la salida del maestre de campo. Por más que se decía, Maderos no creía eso de que españoles y criollos eran iguales. Había captado ciertas ínfulas, especialmente en los funcionarios peninsulares, y algo de resentimiento en los criollos: cuando Lope de Soto se presentó a hacer el homenaje conforme a los fueros de Castilla, no percibió entusiasmo entre los cabildantes; todo era ceño y silenciosa hostilidad.

En el enrejado de ventanas y balcones por donde pasaría la procesión se enlazaban el olivo con los narcisos de otoño, las rosas color ámbar y los últimos lirios. En las esquinas se habían levantado altares muy adornados, y hojas de palma —en algunos casos pintadas de bermellón— formaban arcos que atravesarían las comitivas de las parroquias y de las imágenes conventuales.

Córdoba era por fin sede de obispo. En el Acta Consistorial del 28 de noviembre de 1697, se había defendido la conveniencia de trasladar la Catedral de Santiago del Estero a ella «… por el número de habitantes, la Universidad, los cuatro monasterios de varones, los dos de monjas y por el único Colegio de seglares en que se educa la juventud…», pero frente a la plaza el edificio que aspiraba a ser algún día soberbia Catedral, cuyos cimientos habían sido cavados un siglo atrás, lucía como una ruina sin haber llegado a ser monumento.

Don Esteban lo miró con pesadumbre: tendría que dar más dinero en cuanto acabara la seca y se recuperara el comercio con el Alto Perú, y convencer además a sus tías de que dedicaran algunas donaciones, pues ahora era cuestión de honor que la ciudad contara con el templo.

En sitio de privilegio, empeñosamente disputado, reinaba, en un sillón que habían llevado sus criadas, la famosa doña Saturnina Celis de Burgos. Obesa hasta la deformidad, la habían transportado en una silla de manos especialmente construida para ella. Sus sirvientes eran cuatro negros fornidos —consentidos en ropa y comida por su ama— que le daban mucho tono cuando se le antojaba atravesar el centro. Señora entre las principales, tenía a su familia bailando en la punta de un alfiler con las promesas de unos dineros y muchos campos, pues moriría soltera después de haber acumulado sucesivas herencias. Cuando vio llegar a don Gualterio y a don Esteban, los llamó con muchos aspavientos y sacudidas de pañuelo, indicándoles que se acomodaran cerca de ella: ya había convencido a los parientes de don Gualterio, los de Guipúzcoa, de que la acompañaran. Con voz ronca y asmática, preguntó: «¿Y Tianita? ¡Ven conmigo, querida, que he traído pastelitos para ti!». La joven lo intentó, pero la mano de su madre la detuvo del cuello.

—Lo siento, Saturnina, pero mi hija tiene que atender a su padre —y con un leve empujón, llevó a Sebastiana hacia los estrados y se sentó a su lado.

Los estrados de la Alcaldía eran bajos, incómodos y movedizos, pues nadie había osado solicitar a los jesuitas los suyos. Allí se acomodaba la clase patricia, ostentando su riqueza en cruces y rosarios: de ámbar guarnecidos en oro, de oro macizo con guarniciones de perlas, de negras perlas de Molucas rematados en una cruz de plata avivada por un granate.

Don Esteban sabía que el gentío reunido no respondía sólo a la fe. Como todas las ciudades del interior de aquel virreinato, Córdoba estaba aislada en un territorio que carecía de puentes y apenas si contaba con carreteras; era improbable que pasaran caravanas de cíngaros, mucho más que llegaran cómicos de la legua: sólo contaban para entretenerse con las celebraciones religiosas, universitarias, y una que otra fiesta cívica… condimentadas con escándalos y habladurías. Y algo de eso se esperaba aquel día, pues fray Manuel Mercadillo, primer obispo de Córdoba, tenía preparada una homilía contra lo que consideraba la incurable contumacia de los jesuitas y el tufo a sedición que flotaba en las aulas de su Universidad. Con la excusa de las contribuciones, protestaría en nombre de la inconclusa Catedral por los escatimados beneficios de sus prósperas estancias, a las que no había forma de exprimir. ¡Ni siquiera había conseguido cobrarles el impuesto a la cruz, porque los jesuitas no acostumbraban llevar la cruz procesional, cosa que al parecer Su Ilustrísima no había tenido en cuenta!

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