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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (8 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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La superiora, emocionada, prometió que velarían por sus deseos; ya sabían de una pareja de hortelanos, algo mayores, que penaban por un hijo.

—Son de Saldán y muy piadosos; muertos sus esfuerzos por tener un hijo propio, han pedido varios en crianza. Es gente honrada.

—Si por mí fuera, conservaría al niño y permanecería soltera, reconoció la jovencita; pero tendré que resignarme a darlo o me casarán con don Julián, —y llena de dudas, los interrogó—: ¿Creéis posible que mi madre consienta? Sé que han firmado ante el letrado la cesión de algunos bienes y que se está discutiendo la dote…

—Nosotras convenceremos a doña Alda —hizo un gesto la directora y el médico aseguró que hablaría con don Gualterio. Era una buena y sensata solución para todos.

Esa misma tarde, el padre Thomas se llegó a lo de Zúñiga para tratar el tema, lamentando que don Esteban, que tanto crédito tenía sobre el caballero, y único que podía disuadir a la señora de lo que se había propuesto, estuviera ausente de la ciudad.

Para mayores males, en cuanto entró en la sala encontró al prometido rodeado de un tufo agrio y acomodado en el mejor sillón.

De malhumor y en la certeza de que no conseguiría nada sin discutirlo a solas con Zúñiga, hizo el esfuerzo de llevar a don Gualterio a su despacho, pero el viejo, más obnubilado que de costumbre, no entendió sus demandas. Por lo que pudo escuchar, Ordóñez estaba negociando una cesión en metálico, y comprendió que tendría que exponer el proyecto antes de que avanzase la entrega. Si el compromiso se deshacía, no le parecía probable que el novio devolviera lo que estuviese en su poder.

Dio dos toses, lo suficientemente perentorias como para hacerlos callar y que volvieran la vista hacia él.

—Doña Sebastiana pide permiso para permanecer en el convento… definitivamente —y el sacerdote se apresuró a aclarar—: Lo hemos hablado con la madre superiora, que lo propuso al padre rector, y desearían exponer el caso ante ustedes, pues ambos creen que sería lo más beneficioso para ella.

—¿Y qué harían con el incordio? —dijo ásperamente Ordóñez. A su voz, en la pieza contigua se oyó el gruñido profundo, agónico de rabia, del perro, a quien habían tenido que encerrar: don Julián había sido quien organizó la pelea con el puma de la que Brutus salió moribundo.

Disgustado por el recuerdo de la pasada atrocidad y por la actual torpeza del hombre, el padre Thomas contestó después de apoyar los codos en los brazos del sillón y de entrelazar los dedos:

—Se lo daría en adopción. Doña Sebastiana está de acuerdo, y las religiosas ya tienen en vista a los padres sustitutos.

Un silencio sorprendido le respondió y el tictac del reloj de fanal adquirió el peso de una alegoría. Don Gualterio fue el primero en reaccionar. Feliz ante la alternativa, intentó que doña Alda y don Julián la aceptaran.

—Por mí —aseguró Ordóñez, empinando el codo para beber hasta el fondo de la copa—, hagan lo que quieran con su hija y el crío, pero no cederé un jeme de las tierras, los doblones y la hacienda pactados.

—Me importan un bledo las supuestas pérdidas, que las doy por ganancias si conseguimos librarnos de usted. Harto va a heredar mi hija en Navarra y acá para que me preocupe por una poca de tierras y un puñado de monedas —dijo don Gualterio con altivo desdén.

Mientras el padre Thomas se preguntaba por qué, por el bien de la joven, no mantenía siempre esa actitud, doña Alda, que había permanecido muda, reaccionó con un rotundo «No», asegurando que si era eso lo que la descarriada quería, no lo obtendría, mientras estuviera en ella impedirlo.

—No la caso —reconoció— tanto por tapar el entripado como por castigarla, y su castigo recibirá. Vería yo de aligerar las cosas si ella me dijera con quién pecó, pero mientras se niegue a ello, yo continuaré haciendo lo que es deber de toda madre: cuidar de que salga de esto con la menor deshonra posible, y eso no es concebible si no se encuentra casada en unos días.

Y de pie, fría como la venganza, señaló al pretendiente.

—Mirad esta bestia llena de vicios, a quien tengo cogido por la codicia de lo que le entregaré. Sus pecados son los que mi hija eligió al entregarse… ¡sabe Dios a quién!, y con ellos tendrá que convivir por descuidada.

El discurso regocijó a don Julián, que se sacudió de risa, manchándose la ropa con el vino que, sin esperar a la criada, había vuelto a servirse.

Estremecido de repugnancia, el padre Thomas, buscando apoyo en don Gualterio, intentó que aquellos dos desistieran de sus propósitos.

Lo único que obtuvo fue el retiro del apesadumbrado viejo, a quien, de gallardo y decidido, vio encogerse ante una larga mirada de su esposa.

Disgustado, optó por dirigirse a la Merced, donde buscó al padre Cándido de aliado.

—Estoy convencido, y lo estará vuestra merced en cuanto lo piense, que la reclusión de doña Sebastiana es más agradable a los ojos de Dios que el matrimonio que quieren imponerle. Porque, entre nos, bien sabemos que don Julián es hombre de costumbres corrompidas —le advirtió con firmeza.

—Veré de hablar con doña Alda, aunque ya sabéis cómo es, animosa de por sí… —contestó, dubitativo, el mercedario—. Además, parece que está muy en confianza con nuestro obispo, y le ha prometido una granja y unos derechos sobre sus tierras de Álava para la obra de la Catedral y de los Padres Predicadores…

A buen entendedor, el padre Cándido le advertía que, si se acudía a él, era posible que el doctor Mercadillo se negara a amparar los deseos de la joven, especialmente si sabía que la Compañía intentaba protegerla. Monseñor sólo apoyaría a don Gualterio —como padre, tenía mayor poder sobre la prole que la madre—, pero no creía que el anciano se enfrentara a su esposa. «Raro influjo tiene sobre él, y no ha de ser por la pasión genésica, ya que no tiene fuerzas para ello», reflexionó, intrigado.

Todo fue en vano; embajadores y lenguaraces no alcanzaron a torcer la voluntad de la señora. Don Gualterio necesitaba de la atención del padre Thomas muy seguido, y fue menester que éste lo reprendiera por la severidad de los castigos que se infligía.

—Muerto usted, no le servirá de nada a su hija —le dijo acremente.

Dándole la espalda en el lecho, mostrándole la coronilla tonsurada por la calvicie, el hidalgo murmuró:

—Nunca le he servido de nada; nunca he podido protegerla de esa mujer.

Tocado por la profunda desesperación que traslucía su voz, impresionado por los surcos de la flagelación que, como el manto de la Verónica, marcaban sobre el hilo de la camisa un dibujo sangriento, el médico se llevó a decir:

—Aun en esas condiciones, ella lo ama tiernamente y sólo desea darle a usted gusto y cuidados —y esas palabras, llenas de convicción, serenaron al anciano, que consintió en beber un caldo de su mano.

Días después, cuando doña Alda se presentó en el convento para llevarla de vuelta a la casa, Sebastiana se negó a seguirla, diciendo que allí se sentía feliz y a salvo de sí misma.

—No puedo remediarlo. Además de repugnarme, don Julián me da miedo. Temo que dañe a mi hijo —y con acento desesperado, buscando la negada mirada de la madre, intentó por primera vez en su vida un acercamiento con ella—. Mejor estaría el niño con los padres que le han buscado, y yo aquí, sin molestarla en la casa, sin que tuvieran ustedes que pagar siquiera el velo, pues deseo refugiarme en la más baja condición de la orden.

Y como su madre no pareciera oírla, se puso de pie con torpeza de adolescente, se apoyó de espaldas en la pared, las palmas sobre el muro, y se volvió para decirle con un leve tartamudeo:

—Pe… pediré am… amparo al obispo.

Fue como si una víbora hubiera picado a la señora; volviéndose con rapidez, la tomó de un brazo y antes de que la jovencita pudiera cubrirse, le dio un revés en la oreja. La hermana Feliciana, que en la otra punta del salón vigilaba mientras copiaba unas cartas, se puso de pie conteniendo una exclamación, pero un gesto de doña Alda la inmovilizó. Y como Sebastiana gemía y se debatía, tratando de liberarse de la mano de su madre, ésta le envolvió la cabeza y el cuerpo con la capa, y así amarrada la arrastró hasta el coche que esperaba, de propósito, pegado al portal.

La hermana Sofronia, que recorría con ansiedad la pieza contigua, oyó el «¡No, no!» de la jovencita, el ruido que le indicó que se había asido al picaporte y luego el sonido de algo inerte que era arrastrado. Temblorosa, se dirigió al jardín de hierbas, donde oró, mientras desmalezaba de rodillas, hasta que una novicia vino a decirle que la madre superiora quería hablarle.

Allí estaba el padre Thomas, y al parecer habían conversado largo rato antes de dar con ella.

—Por supuesto —dijo la religiosa—, acudiremos al obispo. Usted, hermana, puede hablar en favor de nuestra niña, explicar la índole bondadosa que tiene, y el deseo manifiesto de permanecer entre nosotras.

Pero, como el jesuita suponía, el prelado falló a favor de los padres: «¿Habrase visto alguna vez que una doncella incapaz alcance la sabiduría de sus progenitores?», y desoyendo los deseos de la jovencita y los pareceres de las religiosas, dio la razón a los mayores y el acuerdo para la boda.

El día de las bendiciones, el padre Thomas despertó antes del alba, pensando en el destino de aquella criatura cuya suerte había quedado sellada al haberse entregado, confiada, a su primer amor; víctima de su debilidad, pero también de la cobardía criminal del padre, de la ruindad del prometido y de la extremosidad de la madre.

Los dedos sobre las sienes, de rodillas en el piso desnudo, trató de hacer un pacto con Dios para que resguardara a la joven del mal que no tiene remedio, aquel que duda de la bondad de Dios, el que hace caer en la desesperación a las almas debilitadas.

Esa mañana fue llamado de urgencia por los Becerra. Al llegar, su impaciencia se desvaneció al ver que el estado de doña Saturnina se debía a la preocupación por Sebastiana.

—Ese Julián es un mal hombre —decía con la respiración entrecortada y los labios amoratados—. Una jovencita tan bella, tan buena, ¿por qué casarla así? ¡Y este badulaque de Esteban, que se ha ido y no viene a ver si puede intervenir! ¡Cinco chasquis le he mandado a Anisacate!

Consiguió serenarla hablándole con suavidad mientras le palpaba el pulso; el hermano Hansen, advertido, preparaba un quemadizo para hacerle aspirar como medida inmediata y de la cocina trajeron una infusión de chañar, con la esperanza de que le abriera los pulmones.

Las criadas que cuidaban del ama vinieron corriendo a decir que pasaría por el frente la silla de manos que llevaba a Sebastiana hacia Santo Domingo, donde se bendeciría el matrimonio, pues doña Alda quería dar gusto al obispo.

Sin poder evitarlo, el padre Thomas se arrimó a la ventana, y tras el encaje que velaba los vidrios, vio pasar primero el cortejo del novio, formado por unos cuantos amigos y unos pocos parientes. Don Julián llevaba en los ojos el brillo del alcohol y se rascaba alternativamente los sobacos y la entrepierna mientras reía con sus acompañantes. «Como no le contagie algo; ladillas sería incómodo, pero el mal de Venus…», temió el sacerdote.

Poco después apareció Sebastiana: llevaban la silla cuatro negros vestidos de lacayos y varias esclavas la rodeaban con los brazos cargados de azucenas. Pálida y debilitada, la joven se aferraba a las portezuelas. Aquello, sintió el sacerdote, parecía la ofrenda de una inocente a un ídolo insensible. Volvió con doña Saturnina mientras creía escuchar la lapidaria sentencia: «Luego, lo que Dios juntó no lo separe el hombre». En este caso, era el introito a una vida de dolor.

Esa tarde, cuando fue a las Catalinas, encontró a la hermana Sofronia en la sala que usaban como aula. Estaba de pie ante uno de los altos pupitres, más encorvada que nunca y ensimismada en algo; no lo oyó entrar. Al acercarse a ella, vio que se entretenía en armonizar las hojas de un Hortus Siccus, un herbario inconcluso. Era el que Sebastiana, bajo su dirección, había comenzado a armar. Una esclava muy joven miraba, interesada y atenta, lo que hacía.

—Le faltaba un poco de prolijidad, pero iba adelantando. Mire usted las últimas páginas —dijo la religiosa, y él sólo notó un borrón sobre la escritura, producido, seguramente, por una lágrima.

—Dicen que Sebastiana se desmayó cuando oyó la campana de Santa Eulalia —murmuró la religiosa, y la chiquilla elevó los ojos grandes, oscurísimos, hacia el sacerdote, que comprendió que ella había sido quien trajo la noticia.

—Mala mano tuvo el que la hizo tañer —y la monja cerró la carpeta anudando las cintas—, recordándole su última hora de soltera, su primera hora de tormento.

Y tomando delicadamente un pensamiento seco que había quedado sobre el pupitre y le alcanzaba la jovencita, preguntó al sacerdote:

—¿Cuántos siglos más habremos de pagar nosotras por el pecado original?

El padre Thomas pensó en el estado de sufrimiento, injusticia y desesperación en que sobrevivían muchas mujeres.

«Entiendo que mi marido deba pegarme, señor juez, pero dígale que no extreme», había oído suplicar a una moza humilde, mostrando los brazos llenos de moretones, al comparecer ante el magistrado.

De las confesiones

… Desde el día en que entré en la iglesia para casarme conseguí separar mi vida interior de la otra, la vida real que tanto me lastimaba. Los golpes, la humillación, la indignidad en que me arrastraba parecían entonces cosas que le sucedían a otra, en un mundo que yo me negaba a habitar. Volvía en mí cuando temía que la paliza dañara al hijo que crecía en mi seno, pero el resto del tiempo estaba como en estado de gracia: los recuerdos eran la sístole y la diástole que obligaban a mi corazón a seguir bombeando el torrente que me mantenía viva.

Fue de asombrarse que, mientras indagaban con quién había yo caído, no relacionaran el embarazo con mi primo de Guipúzcoa. Nadie se atrevió a decir lo que temía: mi madre y el tío Esteban, que había sido con el maestre de campo; el padre Cándido, que mi bastardo era de un hombre casado o de hábito; el padre Thomas, que podía ser de un indio, de un mestizo. ¡Ah, pero mi falta fue más inocente que las especulaciones que se hicieron sobre ella!

Pequé una vez en la carne, y fue con mi primo, cuando se los agasajó pues emprendían el regreso a España. Yo lo había mirado con mirada de gusto la primera vez que lo tuve frente a mí, y en la fiesta que dieron cuando partían hacia Cuyo, nos perseguimos por las galerías hasta enojar a su padre, y más tarde me robó un beso detrás de la puerta de nuestro oratorio; y mientras me sofocaba con sus abrazos, señaló a la Virgen Niña, que, con la cabeza inclinada sobre el hombro, parecía mirar hacia otro lado: «Te quiero como a nadie —me dijo—. Por la Madre de Dios lo juro: te querré hasta mi muerte». ¡Quién hubiera sabido que cumpliría tal juramento!

Cuando volvieron de Mendoza, para la festividad de San Pedro, quise sentarme a su lado, pegada a doña Saturnina, pero mi madre me lo impidió y tuvimos que contentarnos con mirarnos desde lejos cuando los mayores se descuidaban. Ese día me dio un anillo trenzado con su pelo sobre un hilo de oro y yo le di un rizo que él guardó dentro de la chupa, «junto a mi corazón» dijo, y tomándome la mano la apretó sobre su pecho.

Pero fue en la fiesta de despedida que sucedió todo. Él, sentado lejos de mí, no dejó de mirarme sobre las fuentes, las copas, los panes desmigajados, el vino especiado que coloreaba los botellones, y aunque parezca imposible, nadie lo notó, abstraídos como estaban en hablar de la familia, del reino, de las posesiones en Guipúzcoa, de ganancias y títulos, de monseñor, el rey…

No sé qué fui a buscar a la despensa, de buena voluntad o quizá con la malicia de que me siguiera, y él vino tras de mí. Me acosó entre bromas y requiebros, rozándome la espalda con el cuerpo, separando con dedos calientes mi pelo de la nuca, echando su aliento en mi oído mientras yo llenaba el botellón. Intenté, encendida, evitarlo; quise huir, pero él saltó sobre la mesa y me apresó. En la penumbra de la habitación, pareció un gato enorme, moteado por la luz del ventanillo del techo; semejó una navaja que cortó el espacio en el tiempo de un parpadeo. Y sin mediar palabra de él, gritos de mí, tomó el botellón de mis manos para que no fuera a estrellarlo y me besó, hambriento, mientras yo lo golpeaba sin poder impedir que me apretujara los senos hasta sofocarme. Intenté resistir, pero había perdido la voluntad y cedí a algo que no tenía nombre para mí, más tirano que la moral que me enseñaron las monjas, que los preceptos que me inculcó mi familia, que los consejos incomprensibles de mi confesor. Algo que me arrastraba más allá del temor a mis mayores, a la Iglesia y a Dios.

Él cerró la puerta con el hombro, me arrastró hacia el poyo que corre por la pared y sobre la piedra me levantó faldas y enaguas y me tomó con presteza y (ahora lo comprendo) con mucha maña para conseguir lo que deseaba en el menor tiempo posible, sin que nadie alcanzara a descubrirlo, sin que nadie viniera a estorbárselo.

Antes de salir me rodeó el cuello con el brazo y, recostándome sobre su pecho, susurró con su acento de español del norte, que tanto me atraía: «En un año estaré de vuelta. Por Cristo te digo, es mejor que me esperes, porque si te encuentro prometida, te mataré a ti y también a tu novio».

Él salió primero y yo me demoré hasta serenarme. Me sobresaltó la voz de mi padre y temblando me escondí tras unos barriles, no sabía si feliz o arrepentida. Esperé hasta que se hizo silencio en la huerta y, llena de temor por la prueba que manchaba mi ropa íntima, corrí hacia el horno que ese día se mantenía encendido. Con torpeza y avergonzada, me la quité y la arrojé allí, atizándola con un palo para que se quemara con rapidez. Más y más asqueada a medida que mi cuerpo se enfriaba, me lavé en la gran batea del fondo, corrí a mi dormitorio y me encerré: no podía mirar a mi primo a la cara, y mucho menos enfrentar los ojos de mi madre…

Ni siquiera me vieron en compañía de él.

¿Hubiera regresado por mí? Quizá, pero cuando cruzaban la pampa los atacaron los indios; sólo dos españoles murieron, y uno tuvo que ser ese mozo atrevido y hermoso que me había arrebatado sin esfuerzo la voluntad, la virtud y los sentimientos.

A pesar del dolor por su muerte y el miedo de que supieran mi estado, fui feliz pensando en que tendría un hijo, un trocito de su carne, de su alma, para recordarlo.

Después de él, todos los hombres me parecieron sosos; hasta don Esteban, a quien yo tanto quería. Ninguno me transmitía —en la mirada, en el roce de los labios al besar mis manos, en la punta de los dedos que me ofrecían el agua bendita— pasión suficiente para deshelar mi corazón. Ningún varón parecía lo bastante atrevido para perseguirme por la pieza en penumbra, entre jamones colgados, ristras de ajo, aros de orejones y odres de vino. Ninguno, ni siquiera don Esteban, que había dado en mirarme seguido, parecía capaz de saltar sobre la ancha mesa para capturarme y con dos movimientos expertos voltearme y poseerme, además de amenazarme si olvidaba esperarlo.

Mi madre desesperaba por conocer la identidad del responsable, y fue un juego perverso no develársela: ella sospechaba del maestre de campo, por quien estaba enceguecida de pasión, y si bien me castigó hasta hacerme caer en el desmayo, disfruté sabiendo que ella sufría y desesperaba tanto o más que yo, pues tenía dos interrogantes y sólo mis palabras podían liberarla. Si me hubiera permitido quedar en el convento, cerca de sor Sofronia, a salvo entre el coro y el jardín de hierbas, creo que habría tenido compasión de ella. No me lo permitió, y quise que, perdida por perdida, ella padeciera en su corazón tanto como me hacía padecer en mi cuerpo; hasta hoy siento que llevé la mejor parte.

Con el tiempo me di cuenta de que en la vida de una mujer los mozos atrevidos, seductores, peligrosos, pasan sólo una vez, y a veces nunca. Lo que abunda son señores de peluca y gafas —o en camino de serlo—, no necesariamente compasivos; y si no, brutos hediondos como mi esposo, a quien se sirva el Diablo guardar en los Infiernos. El resto lo componían hombres vedados: los que habían tomado estado de matrimonio, o eran parientes de sangre, o de otras razas o quizá sacerdotes y varones santos.

En lo peor de mi situación, ¡tonta de mí!, pensé que sería posible que don Esteban se ofreciera para cubrir mi deshonra, pero él de quien, si no aquella desmesura, pedía al menos una defensa, se volvió a sus campos y no lo vi por largo, largo tiempo. También por él me sentí traicionada y, cuando caí en la noche del alma, puse su nombre en la misma tabla en que había escrito los de mis enemigos…

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