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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

El juego de Ripley

BOOK: El juego de Ripley
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Tom Ripley, el ambiguo y seductor personaje de Patricia Higlismith, inspiró la película a pleno sol, de René Clément, y, posteriormente, El amigo americano, de Wim Wetiders. Wim Wenders siempre ha estado fascinado por el universo turbio de Patricia Highsmith: "A partir de una mentira inocente, de una confortable traición, se desarrolla de repente una historia horrible... un torbellino que no puede evitarse porque se conoce demasiado bien. Esto nos puede suceder a cada uno de nosotros. Y de ahí que las historias de Patricia Highsmith sean verdaderas." Nada al principio une a Jonathan Trevanny con Tom Ripley. Jonathan es un hombre honesto y pobre que lleva una existencia apacible y gris, junto a su mujer y su hijo. ¿Por qué Tom Ripley le pide que asesine a dos mafiosos? La razón es que Jonathan Trevanny no tiene nada que perder: enfermo de leucemia, le espera una muerte inminente. Insensiblemente, la conciencia de Jonathan se sumerge en un estado de duermevela. El asesinato de dos mafiosos quizá no sea verdaderamente un crimen; el dinero, que su mujer y su hijo necesitarán después de su muerte, quizá no sea, en realidad, dinero sucio...

Minuciosamente, con su arte maravilloso del suspense, Patricia Highsmith analiza el lento trabajo de corrupción en un ser acechado por la muerte, convertido en una marioneta del inquietante Ripley.

Patricia Highsmith

El amigo americano

El juego de Ripley

ePUB v1.0

ErikElSueco
11/10/2011

1

—Sí, claro —dijo Reeves.

—El crimen perfecto no existe —dijo Tom a Reeves—. Creer que sí existe es un juego de salón y nada más. Claro que muchos asesinatos quedan sin esclarecer, pero eso es distinto.

Tom se aburría. Paseaba arriba y abajo por delante de su gran chimenea, en la que ardía un fuego pequeño pero acogedor. Tenía la impresión de haber hablado de forma grandilocuente, pontificando. Pero lo cierto era que no podía ayudar a Reeves y así se lo había dicho ya.

Estaba sentado en uno de los sillones de seda amarilla, con su delgada figura inclinada hacia adelante, las manos apretadas entre las rodillas. Su rostro era huesudo, el pelo corto, castaño claro, los ojos grises y de mirada fría. No era un rostro agradable, pero habría sido guapo sin la cicatriz de doce centímetros que surcaba su cara desde la sien derecha hasta casi rozar la boca. La cicatriz era algo más sonrosada que el resto de la cara y parecía obra de unos puntos de sutura mal hechos; o tal vez se debía a que no le habían cerrado la herida con puntos de sutura. Tom nunca le había preguntado nada acerca de la cicatriz, pero Reeves le había explicado su origen de todos modos: «Me lo hizo una chica con su polvera. ¿Te imaginas?» (No. Tom no se lo podía imaginar.) Reeves le había dedicado una sonrisa fugaz, triste, una de las pocas sonrisas que Tom recordaba haber visto en su rostro. Y en otra ocasión, estando Tom presente, Reeves había atribuido la cicatriz a otra causa: «Me tiró un caballo y me arrastró unos cuantos metros al quedárseme el pie enganchado en el estribo.» Tom sospechaba que el verdadero causante era un cuchillo romo durante una pelea encarnizada.

Ahora Reeves quería que Tom le proporcionase alguien, que le sugiriese alguien dispuesto a cometer uno o dos «asesinatos sencillos» y tal vez un robo, igualmente sencillo. Reeves se había desplazado de Hamburgo a Villeperce para hablar del asunto con Tom; se quedaría a pasar la noche y al día siguiente se iría a París para discutirlo con alguien más; luego regresaría a su domicilio de Hamburgo, seguramente para seguir pensando en el asunto si sus gestiones fracasaban. Reeves se dedicaba principalmente a recibir mercancía robada, aunque últimamente hacía sus pinitos en el mundillo del juego ilegal en Hamburgo, el mundillo que precisamente ahora trataba de proteger. ¿Proteger de qué? De los «tiburones» italianos que querían meter mano en el negocio. Según Reeves, uno de los italianos que rondaban por Hamburgo era un sicario al que la Mafia había enviado a explorar el terreno; el otro pertenecía posiblemente a otra familia. Reeves confiaba en que, si se eliminaba a uno de los intrusos, tal vez a ambos, la Mafia dejaría de meter las narices y, además, la policía de Hamburgo tomaría cartas en el asunto y se encargaría de los demás, es decir, expulsaría a la Mafia de la ciudad.

—Esos chicos de Hamburgo son buena gente —había dicho Reeves con fervor—. Puede que lo que hacen sea ilegal, dirigir un par de casinos privados, pero como clubs no son ilegales y no sacan beneficios escandalosos. No es como en Las Vegas, donde todo, absolutamente todo está corrompido por la Mafia, ¡bajo las mismísimas narices de la policía americana!

Tom cogió el atizador y removió el fuego; luego echó otro leño en la chimenea. Ya eran casi las seis de la tarde. Pronto sería la hora de tomarse una copa. ¿Y por qué no tomársela ahora mismo?

—¿Te apetece…?

Justo en aquel momento apareció
madame
Annette, el ama de llaves de los Ripley.

—Perdón, messieurs. ¿Quiere que les sirva las copas ahora,
monsieur
Tome? Lo digo porque como este señor no ha querido tomar el té…

—Sí, gracias,
madame
Annette. Precisamente iba a pedírselo. Y haga el favor de decirle a
madame
Heloise que se reúna con nosotros, por favor.

Tom quería que Heloise aclarase un poco el ambiente con su presencia. Antes de salir para Orly a las tres de la tarde, con el objeto de recoger a Reeves, le había dicho a Heloise que Reeves quería tratar un asunto con él, así que Heloise se había pasado toda la tarde en el jardín, sin hacer nada en particular, o en las habitaciones de arriba.

—¿No estarías dispuesto a encargarte tú mismo del trabajo? — preguntó Reeves con tono apremiante y esperanzado—. Tú no estás relacionado con el negocio y eso es justamente lo que necesitamos. Seguridad. Después de todo, la paga no está mal: noventa y seis mil pavos.

Tom meneó la cabeza.

—Estoy relacionado contigo… en cierto modo.

Había hecho muchos trabajitos para Reeves Minot, como, por ejemplo, enviar por correo mercancía robada o sacar de los tubos de dentífrico, donde Reeves los había metido sin que el propietario del tubo lo supiera, objetos diminutos tales como rollos de microfilm.

¿Crees que puedo seguir por mucho tiempo con esas intrigas de capa y espada? Tengo que proteger mi reputación, ¿sabes?

Tom sintió ganas de sonreír, pero al mismo tiempo su corazón latió más de prisa, empujado por un sentimiento sincero, e irguió el cuerpo, consciente de la elegante casa en que vivía, de la existencia segura que llevaba ahora, seis meses después del episodio de Derwatt, de aquel episodio que había estado a punto de terminar en catástrofe y del que se había librado sin apenas despertar sospechas. Había sido como caminar sobre una delgada capa de hielo, sí, pero el hielo no había cedido bajo sus pies. Había acompañado al inspector inglés Webster y a un par de ayudantes del forense a los bosques de Salzburgo, donde incinerara el cadáver del hombre que se hacía pasar por el pintor Derwatt. La policía le había preguntado por qué había aplastado el cráneo del cadáver. Tom todavía se estremecía cuando pensaba en ello, ya que lo había hecho con la intención de esparcir y ocultar los dientes superiores. La mandíbula inferior se había desprendido fácilmente y Tom la había enterrado a cierta distancia del lugar de la incineración. Pero los dientes superiores… Uno de los ayudantes del forense había recogido unos cuantos, pero ningún dentista de Londres tenía ficha de los dientes de Derwatt, toda vez que éste (según se creía) había vivido en México los seis años anteriores a su muerte. «Me pareció que formaba parte de la incineración, de reducirlo a cenizas», había contestado Tom. El cadáver incinerado era el de Bernard. Sí, Tom aún sentía escalofríos, tanto por el peligro que había corrido en aquel momento como por el horror de lo que había hecho: dejar caer una piedra enorme sobre el cráneo carbonizado. Pero al menos no había matado a Bernard. Bernard Tufts se había suicidado.

—Seguro que entre toda la gente que conoces habrá alguien capaz de hacerla —dijo Tom.

—Sí, pero eso sería escoger a alguien relacionado conmigo… aún más que tú. La gente que conozco es demasiado conocida —dijo Reeves con voz triste, de hombre derrotado—. Tú conoces a mucha gente respetable, Tom; gente de la que nadie sospecha, que está por encima de todo reproche.

Tom se echó a reír.

¿Y cómo vas a conseguir a alguien así? A veces pienso que no estás bien de la cabeza, Reeves.

—¡No! Sabes muy bien lo que quiero decir. Alguien que lo hiciese por el dinero, nada más que por el dinero. No es necesario que sea un experto. Nosotros le prepararíamos el camino. Serían como… asesinatos públicos. Alguien que, en caso de ser interrogado, pareciese… absolutamente incapaz de hacer una cosa así.

Madame
Annette entró con el carrito-bar, sobre el cual relucía el cubo de plata con el hielo. El carrito chirriaba levemente. Hacía semanas que Tom se proponía engrasar las ruedas. Hubiese podido seguir charlando con Reeves porque
madame
Annette, bendita ella, no entendía el inglés, pero ya estaba cansado de aquel tema y le encantó que el ama de llaves les interrumpiese.
Madame
Annette tenía sesenta años y pico, procedía de una familia normanda, sus rasgos eran delicados y su constitución robusta; era una joya de sirvienta. Tom no podía imaginarse a Belle Ombre funcionando sin ella.

Luego entró Heloise desde el jardín y Reeves se levantó. Heloise llevaba un mono de perneras acampanadas, con rayas color de rosa y encarnado y la palabra «LEVI» estampada verticalmente sobre todas las rayas. Tenía el pelo rubio, largo, y lo llevaba suelto. Tom vio que la luz del fuego se reflejaba en él y pensó: «¡Cuánta pureza, comparada con lo que hemos estado tratando!»

De todos modos, la luz que se reflejaba en el pelo de Heloise era dorada e hizo que Tom pensara en el dinero. En realidad no necesitaba más dinero, aunque la venta de los cuadros de Derwatt, de la que recibía un porcentaje, llegaría pronto a su fin cuando no quedasen más cuadros que vender. Tom seguía recibiendo un porcentaje de la compañía de materiales para artistas que se comercializaban con la marca Derwatt, y eso continuaría. Luego tenía las rentas que le producían los valores Greenleaf heredados gracias a un testamento falsificado por él mismo. Era una cantidad modesta, aunque iba aumentando poco a poco. Y todo ello sin contar la generosa asignación que Heloise recibía de su padre. No servía de nada ser codicioso. Tom detestaba el asesinato a menos que fuese absolutamente necesario.

—¿Habéis charlado a vuestras anchas? — preguntó Heloise en inglés, sentándose grácilmente en el sofá amarillo.

—Sí, gracias —dijo Reeves.

El resto de la conversación se desarrolló en francés, ya que Heloise no hablaba el inglés con soltura. Reeves no sabía mucho francés, pero sí el suficiente para salir del paso y, además; no hablaron de nada importante: el jardín, el invierno benigno, que en realidad parecía haber pasado porque estaban a primeros de marzo y los narcisos ya empezaban a abrirse. Tom cogió una de las botellitas del carrito y sirvió champán a Heloise.

—¿Qué tal las cosas por Hamburgo? — preguntó Heloise, aventurándose nuevamente a hablar en inglés.

Tom vio que en sus ojos había una expresión divertida mientras Reeves se las veía y se las deseaba para contestar en francés.

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