El laberinto de las aceitunas (10 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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—¿Unos recibos a la academia de corte? —mascullaba uno de los individuos—. ¡Pero si la academia está cerrada a estas horas, hombre!

—Yo no quiero saber nada de este asunto —se disculpaba el portero—. A un vecino mío, por pasarse de listo, le dieron de palos, le robaron todo lo que tenía y le hicieron apostatar de la religión católica.

—¿Qué pinta tenía? —preguntó el otro individuo.

—Asquerosa —dijo el portero asestando un puyazo a mi vanidad—. Como de esta estatura, poco más o menos, esmirriado, con cara de nabo… yo qué sé.

—Tú quédate aquí por si sale —le dijo uno de los individuos al otro—. Yo voy a echar un vistazo.

Salí corriendo escaleras arriba cuando el que acababa de hablar ponía el pie en el primer peldaño y al llegar al segundo piso me metí en la academia de corte y confección y me acurruqué entre las ropas que colgaban de una barra. En el cristal esmerilado de la puerta se perfiló la silueta del individuo. Me armé de una percha de madera y contuve el aliento. El individuo forcejeó con el pomo y comprobó que la puerta estaba cerrada y el local a oscuras. Eso debió de tranquilizarle, porque siguió camino. No por eso dejaba de ser apurada mi situación, porque probablemente no le pasaría inadvertida la desaparición del álbum de fotos y tarde o temprano acabaría por dar conmigo. Sin pensarlo dos veces me desnudé, hice un rebuño con mi ropa y la escondí entre un montón de retales. Luego me puse el primer vestido que me vino a mano. Era una bata de percal floreada con escote en pico y volantes en los puños; la falda me llegaba un poco por debajo de la rodilla. Con unas madejas de lana blanca me confeccioné una peluca que sujeté con un pedazo de tela anudado a modo de pañoleta y rellené con unos trapos el escote hasta formar un busto generoso. En un cuartito recubierto de azulejos y a cuya ventana faltaba un pedazo de cristal encontré una escoba, un cubo de plástico amarillo y un bote vacío de Ajax. Me apoderé de todo ello y así disfrazado salí de la academia y volví a bajar las escaleras entonando una coplilla y confiando en que la escasa iluminación del zaguán camuflase mis mejillas hirsutas y mis pilosas pantorrillas. Por suerte, el portero y el individuo se habían enzarzado en una acalorada discusión, en la que ambos parecían estar de acuerdo, sobre lo cara que se había puesto la vida, sobre la inminente subida de la gasolina y sobre lo mal que se comía por el doble de lo que años atrás costaba un festín y apenas si me dirigieron una mirada desdeñosa. Me deslicé modosa entre ellos y musité con voz de falsete:

—Que ustedes lo pasen bien.

Me respondieron con sendos gruñidos y continuaron con sus jeremiadas. Una vez en la calle y ya lejos del edificio arrojé a una papelera los distintivos de mi humilde oficio, al igual que la peluca, la pañoleta y los postizos y seguí caminando a buen paso. Tuve que sufrir los comentarios chuscos de algunos viandantes por mor de mí atavío, pero estaba a salvo y bastante satisfecho de mí mismo, porque pese a todas las tribulaciones por las que había pasado, no había soltado el álbum de fotos que ahora llevaba bajo el brazo muy orondo.

De un bar cercano al domicilio de la periodista salió la Emilia desaforada en cuanto me vio llegar. Le pregunté que qué hacía allí y contestó:

—María Pandora no está en su casa. He llamado a la puerta cuarenta veces y nada. Me temo que le haya pasado algo. ¿Qué haces vestido de mujer?

—Ya te lo contaré luego. ¿Has llamado a la redacción del periódico? Quizás está aún allí.

—Sí, he llamado y tampoco contesta nadie.

—Vamos a echar una ojeada —dije—, pero antes me gustaría tomarme una Pepsi-Cola. Con el miedo que he pasado se me ha quedado la garganta hecha un estropajo.

—Deja los vicios para mejor ocasión —me reconvino la Emilia—, que igual peligra la vida de la pobre María.

—La pobre María, la pobre María… —repetí algo molesto ante tanta solicitud para con aquella estantigua y tan poca deferencia para conmigo.

Atravesamos el lóbrego vestíbulo sin que la portera, absorta en sus quehaceres, a juzgar por las fumaradas de fritanga que emanaban de su cubículo, nos diera el alto y subimos a pie al último piso. Llamamos a la puerta y esperamos un tiempo prudencial, transcurrido el cual abrí con la ganzúa. La vivienda era minúscula y nos sobró un segundo para cerciorarnos de su vacuidad. Una de las ventanas estaba abierta y al asomarme vi que daba directamente a la azotea, porque el piso había sido añadido en época reciente al edificio.

—Tengo la sospecha —dije yo arremangándome las faldas y poniéndome a horcajadas en el alféizar— de que la pobre María se ha largado siguiendo la misma vía que voy a utilizar ahora.

Salí a una azotea erizada de antenas de televisión y alfombrada de un manto excrementicio depositado por las aves que anualmente cruzan nuestro firmamento en busca de otros climas.

—No vendría mal un baldeo —comentó la Emilia reuniéndose conmigo—. ¿Tú crees que María se ha ido saltando por las azoteas?

—Hasta un tullido podría hacerlo —dije yo señalando con gesto marinero un horizonte gris y desangelado que sólo interrumpía un enorme anuncio de pastillas contra el catarro.

—Siempre que tuviera algún motivo.

—Sí, y un motivo poderoso para dejar la ventana abierta, si de veras proliferan, como dicen, las infracciones contra la propiedad.

—Mira que si la han secuestrado…

—No he advertido signos de violencia en la casa —dije yo—, pero volvamos a entrar y procedamos a un metódico examen.

Reinaba en los dos míseros aposentos que integraban la vivienda, amén de un cuarto de baño y una cocina para pigmeos, el relativo caos de quien vive a solas y no siente una especial compulsión por el orden, pero por más que buscamos no hallamos rastro de sangre, vísceras, miembros cercenados u otro indicio de que allí hubiera pasado nada malo. Tampoco cabía inferir una marcha premeditada, porque descubrimos unas bragas limpias en el armario del dormitorio y otras sucias en el suelo, el cepillo de dientes y otros aperos higiénicos en el cuarto de baño y algo de dinero en uno de los cajones del escritorio. Toqué las bombillas y comprobé que estaban frías, cosa, por lo demás, poco reveladora puesto que aún entraban por la ventana los últimos rayos del sol. Abrí los grifos y salió el agua tibia y pardusca. La cama estaba revuelta pero no conservaba olor a humanidad. En la mesilla de noche había una revista de tías en cueros. Me puse a hojearla con avidez mientras una sospecha me revoloteaba por el magín. Luego me dije que siendo María Pandora periodista era natural que colocase sus artículos en revistas de muy diverso espectro, y que lo que estaba pensando sería, con toda seguridad, un infundio. Desde la pieza contigua la Emilia, que estaba revisando los papeles apilados en el escritorio, me preguntó si había encontrado algo digno de mención. Avergonzado de haber perdido el tiempo en mórbidas delectaciones, respondí apresuradamente que no y volví a meter en el cajón de la mesilla de noche la revista. Mas he aquí que, al tratar de ocultarla, vi que de debajo de unos pañuelos asomaba el pico de un marco plateado. Lo saqué imaginando que contendría el retrato de un familiar ausente o de un novio evasivo respecto de cuyo recuerdo se mostraba María Pandora ambivalente. Cuál no sería, pues, mi sorpresa al encontrarme con la foto del malogrado Muscle Power, inmovilizado de tres cuartos para la posteridad, con una media sonrisa, una ceja arqueada y la otra fruncida, la camisa desabrochada hasta su entronque con el pantalón y una fusta flexionada entre ambas manos. En el ángulo inferior derecho de la foto aparecía garrapateada esta dedicatoria: «Al gran amor de mi vida, con ardiente pasión. M.P.».

Si la revista lúbrica me había lanzado por el sendero de las más atrevidas fantasías, ¿qué no pensar de este inesperado hallazgo? Nada de particular tenía, en principio, el que una chica atesorase la foto dedicada de su ídolo, pero ¿por qué enmarcada?, ¿por qué celosamente escondida en la mesilla de noche? Y ¿qué significado había que dar a una dedicatoria tan inusual como comprometedora?

Ruido de pasos me alertó de que la Emilia se acercaba. Metí de nuevo el retrato en el cajón y lo cerré antes de que la Emilia hiciera su entrada en el dormitorio.

—Aquí —dije con voz atropellada y sintiendo que el rubor me teñía las mejillas— no hay nada que nos pueda interesar. Y tú, ¿has encontrado algo?

Respondió que no, añadiendo luego:

—Haría falta un mes para poner orden en este maremágnum de papeles. Y me pregunto si al permanecer aquí no estaremos corriendo un riesgo innecesario. Es posible, por lo demás, que la ausencia de María se deba pura y simplemente a un malentendido. Yo creo que lo mejor sería irnos con la música a otra parte. ¿Tú qué dices?

—Que estoy en todo de acuerdo —asentí acuciado por un deseo irrefrenable de salir de allí—. Vámonos.

Estábamos por hacerlo cuando oímos el chasquido de una llave en la cerradura, se abrió la puerta del piso e hizo su entrada una mujer de edad indeterminada, alta y en extremo flaca, con brazos y piernas de cigala, que al verme lanzó un chillido y se persignó con gestos de mosquetero.

—Ay, Jezú —dijo señalándome—, un pervertío.

—¿Quién es usted? —preguntó la Emilia con esa voz de pito que se saca después de recibir un susto.

—Azucena Remojos, fregona pedánea, para lo que tengan a bien los señores disponer.

—Yo creía que las compañeras de la limpieza sólo trabajaban por las mañanas —dijo inquisitorial la Emilia.

—Eso, y por las tardes nos reunimos todas para jugar al bridge —replicó la fámula—. Bien se echa de ver que no se gana usted el puchero currando.

—¿Cómo es que tiene usted la llave de la casa? —pregunté yo.

—Porque me la dio la señorita. Ella no está casi nunca y servidora es de toda confianza.

—No lo dudo. ¿Desde cuándo trabaja usted en esta casa?

—Van ya para los dos años. Y ustedes, ¿quiénes son y cómo han entrado, si se me permite la intromisión?

—Somos amigos de la señorita María; pero no se preocupe, que ya nos vamos y la dejamos que trabaje en paz.

Al salir, y como quien no quiere la cosa, cogí una gabardina que colgaba de un perchero y me la eché por los hombros, no porque el tiempo no estuviera de lo más benigno, sino para ocultar la indignidad de mi atuendo. Cuando bajábamos las escaleras me dijo la Emilia con aires de gran misterio:

—Es una impostora. La fregona es una impostora.

—¿Cómo lo sabes?

—María Pandora y yo compartimos este piso el año pasado, antes de que encontrara yo el mío. Nunca ha tenido asistenta ni dada su idiosincrasia creo que la tenga jamás. ¿Qué hacemos con ella?

—Esperar a que salga y seguirla subrepticiamente.

Dejé a la Emilia de vigía en un portal y me metí en el bar. Iba ya mediada la botella de Pepsi-Cola y estaba sintiendo la embriaguez que siempre me produce la ingestión de tan exquisito néctar cuando entró la Emilia a avisarme de que la fregona acababa de salir. Apuré el resto de la botella, pagué y eché a correr en pos de la Emilia. Mientras tanto la falsa fregona había llegado a la esquina y describía molinetes con el bolso. No tardó en aparecer un coche negro al que se subió la fregona, dejándonos con un palmo de narices.

—Vaya —exclamé—, teníamos que haber previsto esta contingencia. ¿Dónde tienes el coche?

—Aquí mismo, ven.

El hado en sus impredecibles caprichos o un funcionario municipal en el más estricto cumplimiento de su deber le había puesto un cepo al coche. Mientras la Emilia se daba a los demonios me afané con la ganzúa. Como nunca me había enfrentado a un cepo, invento para mí novedoso, me llevó más de media hora desmontarlo. Al concluir la operación, el corrillo de ociosos que se había formado prorrumpió en aplausos y varias personas me pidieron la dirección y el teléfono. Para entonces, claro está, no quedaba ni rastro de la fregona.

—Hemos perdido una magnífica oportunidad —me lamenté.

—No te descorazones, Pedrín —dijo la Emilia—. He memorizado la matrícula del coche negro.

—¿Y eso de qué nos va a servir?

—Tengo un amigo en Tráfico. ¿Qué hacemos ahora?

Miré la hora y le recordé la cita que había concertado con el presunto productor italiano. La idea, como cabía esperar, no le hizo ninguna gracia y tuve que prometerle que la acompañaría para que no se rajase. Preguntado que le hube dónde habían quedado, dijo:

—En el restaurante chino Dos Gardenias, por la zona de Mitre-Muntaner, ¿lo conoces?

—No, pero espero que las raciones sean abundantes, porque estoy que desfallezco —dije yo.

Capítulo 9:
Ñam ñam

Nada más entrar en el restaurante nos abordó un chino tan untuoso de modales como pérfido de catadura, que insistió, como primera providencia, en que me despojara de la gabardina que traía abotonada hasta la nuez y la depositara en el guardarropa. Yo me resistí pretextando ser friolero de natural.

—Restaurante ser un horno —perseveró el chino—. Servidor tener camisa pegada a cuerpo.

Se quitó la chaquetilla y nos mostró los húmedos rodetes que circundaban sus axilas. Por no empezar mal la velada me quité la gabardina y la dejé sobre el mostrador del guardarropa. El rostro del chino permaneció inescrutable a la vista de mi atuendo, pero no me pasó por alto el disimulado codazo que le dio a otro chino que por allí pasaba. La Emilia se puso a contemplar la abigarrada decoración del establecimiento como si no me conociera. Mientras el chino me entregaba el resguardo de la gabardina, le pregunté si había llegado un señor italiano, a lo que contestó deshaciéndose en zalamerías:

—Famoso productor estar esperando en reservado. Larga espera. Subirse por paredes.

Nos hizo recorrer un pasillo oscuro que desembocaba en el salón comedor donde había unos pocos comensales con aspecto desvalido, atravesar éste y pasar a un reservado situado al fondo, junto a las cocinas, y separado del resto por unas mamparas como de papel cebolla. Era el reservado una especie de toril con una mesita en el centro a la que alguien, quién sabe con qué intenciones, había serrado las cuatro patas. En la estera que cubría el suelo se sentaba un individuo cincuentón, de aspecto aristocrático, escrupulosamente vestido y agraciado con una perilla blanca que contrastaba con su cabellera color de azafrán. Al vernos entrar hizo el productor, pues de él sin duda se trataba, ademán de levantarse, pero llevaba mucho rato en aquella forzada postura y sólo consiguió soltar una prolongada pedorrera y volver a caer en la misma posición.

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