El laberinto de las aceitunas (2 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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Tesitura esta que, aun amarga, no me privó de percatarme de que de súbito mi compañero se callaba. Transcurridos unos minutos y extrañado de su silencio, cuchicheé:

—Pepito, ¿qué haces?

Sólo el susurro de las hojas respondió a mi apercibimiento.

—Pepito, ¿estás ahí? —insistí con idéntico resultado.

Intuí que un peligro rondaba y, por lo que pudiera pasar, me puse en guardia, aunque la experiencia me ha enseñado que ponerse en guardia equivale normalmente a adoptar una expresión ladina y resignarse de antemano a lo que inexorablemente habrá de suceder.

En efecto, a los pocos segundos cayeron sobre mí dos sombras corpulentas que dieron conmigo en el suelo y me hundieron el rostro en la tierra para que no pudiera gritar. Sentí que me maniataban y amordazaban y, sabedor de que toda resistencia era inútil, consagré mis escasas fuerzas a escupir el estiércol y los escarabajos que se me habían metido en la boca antes de que un trapo sucio la sellara. Fracasado el intento, procuré no tragar saliva, cosa nada fácil, como podrá comprobar quien desee hacer el experimento, bien con fines académicos, bien por solidaridad con mi persona.

No era este último sentimiento el que debía de mover a mis atacantes, pues apenas hubieron hecho de mí un fardo, me arrastraron sin miramientos por la rosaleda, me alzaron en vilo al llegar junto a la tapia del manicomio y me hicieron volar por encima de ella, con lo que di con mis huesos en el duro suelo de la carretera que circundaba el jardín. No dejé, mientras en el vacío estaba, de percibir un coche aparcado cerca de allí, lo que me llevó a sospechar que no estaba yo siendo objeto de una chocarrería, sino víctima de algo más serio. Mis dos atacantes, entretanto, habían rebasado la tapia y volvían a tironear de mis enclenques piernas. En esta indecorosa forma llegué junto al coche, cuya portezuela trasera alguien abrió desde dentro y a cuyo suelo fui arrojado al tiempo que una voz no del todo por mí desconocida ordenaba:

—Enchega y sal pitando.

Mi postura y ubicación sólo me permitían ver unos zapatos de charol negro, unos calcetines blancos, dos rodajas de pantorrilla pilosa y el arranque de un pantalón de tergal. Entraron en el coche los dos secuestradores, haciendo de mí escabel, ronroneó el motor y partimos rumbo a lo desconocido.

—¿Estaba solo? —preguntó el que había dado la orden de marcha.

—Con otro majara —dijo uno de los esbirros.

—¿Qué habéis hecho con él?

—Lo dejamos seco de un mamporro.

—¿Seguro que no os ha visto nadie?

Los dos esbirros prorrumpieron en reiteradas protestas y el jefe, convencido de que la operación se había llevado a cabo limpiamente, indicó al chófer que se saliera de la carretera y se parara en un lugar discreto. Cumplidas las instrucciones, cuatro manos procedieron a desatarme. Me incorporé como buenamente pude y me encontré, a un palmo de mis ojos, con el rostro siempre jovial del comisario Flores, a quien ya conocerá quien sea reincidente en mis escritos. Para el neófito diré que, sin que por ello se nos pudiese considerar amigos, un caprichoso destino nos había unido de antiguo al comisario Flores y a mí, haciendo nuestras trayectorias vitales, si se me permite la antítesis, a la vez paralelas y divergentes, pues él había trepado por mis costillas hasta coronar la cima de su escalafón mientras yo declinaba por su influjo hasta tocar el fondo de la escala social y acabar en la benéfica institución ya mentada. Era el comisario Flores hombre de agraciado físico, aliñado vestir, gesto viril y labia fácil, si bien la guadaña impía del tiempo había restado donaire a su fina estampa, que no empaque, abotargando su faz, desertificando su cráneo, cariando sus molares, acreciendo michelines a su cintura y activando sus glándulas sebáceas en todo clima, lugar y circunstancias. Y aquí debo interrumpir mi descripción, porque el poseedor de los envidiables atributos que acabo de enumerar me estaba diciendo:

—Ni una maña o te dejo la cara más aplastada que el producto interno bruto —a lo que agregó al cerciorarse de que yo había asimilado el mensaje—: Supongo, por lo demás, que te alegrará ver que he sido yo quien ha planeado sin fisuras y ejecutado sin contratiempos tu escapada, sabiendo como sabes que sólo actúo pensando en tu bien y en el de mi rey. Y ahora, si me prometes portarte como corresponde a la gratitud que me debes, haré que te quiten la mordaza.

Hice señas de asentimiento con las cejas y, obedeciendo un gesto del comisario, los agentes me quitaron el trapo que tenía metido hasta el gaznate y que, a juzgar por su apariencia y sabor, debía de usarse comúnmente para restañar la grasa de las bielas.

—Ni creerás —continuó diciendo el comisario mientras el coche volvía a la carretera y se zampaba el asfalto camino de Barcelona— que esta comedia no obedece a un alto fin. Nada tan reñido con mi cargo y natural como la arbitrariedad. Bástete saber que cumplo instrucciones emanadas de muy arriba y que mi misión, de la que tú eres objeto, es de índole confidencial. De modo que, a callar.

Seguimos viaje sin que mediara palabra y, sin más incidencias que algún atasco esporádico, hicimos nuestra entrada en las abigarradas arterias urbanas, cuya visión, tras tan largo alejamiento, me ensanchó el corazón e hizo acudir lágrimas a mis ojos, pese a que mal podía dar rienda suelta a mis emociones en la incómoda posición en que me hallaba, porque viajaba de hinojos y sin otro sostén que las rodillas de los agentes, a las que procuraba yo no arrimarme mucho para eludir tocamientos que pudieran ser malinterpretados. Así llegamos a una calle céntrica pero no excesivamente concurrida, en la que se detuvo el coche. Nos apeamos el comisario, los agentes y yo y anduvimos hasta una puerta de hierro desprovista de todo rótulo, que el comisario abrió, entrando acto seguido, y cuyo umbral traspuse yo ayudado por los puntapiés de los agentes, quienes habiendo procedido así se retiraron.

Nos encontramos el comisario Flores y yo en un pasadizo bajo de techo, iluminado por unos fluorescentes que de éste pendían y a lo largo del cual se alineaban bolsas de basura harto apestosas. No se detuvo empero el comisario a degustar estos detalles, sino que avanzó a grandes zancadas arrastrándome por la manga, hasta que otra puerta nos cerró el paso, bien que sólo hasta que el comisario la hubo abierto. Franqueada aquélla, aparecimos, con gran sorpresa por mi parte, en una enorme cocina en la que trajinaban no menos de doce personas trajeadas de bata blanca y tocadas con esos extraños gorros tubulares que distinguen la profesión de cocinero de cualquier otra de las que en el mundo se ejercen. De lo exquisito de los aromas que allí flotaban y de la primorosa apariencia de algunos platos ya listos para ser servidos deduje que la cocina en cuestión debía de pertenecer a algún restaurante de lujo y no pude menos de establecer una dolorosa comparación entre semejante edén y la cocina del manicomio con su imperecedero hedor a organismos fermentados, aunque debo decir, en honor a la verdad, que en el santuario de la gastronomía en el que momentáneamente me encontraba percibí a un cocinero que se refrescaba los pies en un perol de
vichyssoise.

Atravesamos la cocina sin que nadie nos diera el quién vive y salimos de ella, no por unas puertas batientes que seguramente daban al comedor, sino por otra afín a las antes descritas que daba a un segundo pasadizo cuya descripción sería igualmente redundante, salvo por el elemento de la basura, del que este último carecía. El pasadizo de cuya descripción acabo de hacer gracia al lector moría en un montacargas tan amplio como vacuo, en el que subimos un número indeterminado de pisos y del que emergimos en un cuarto donde había un carretón lleno a rebosar de ropa arrebujada. Siempre en pos de otros horizontes, dejamos el cuarto de la ropa sucia y salimos a un pasillo ancho y largo. El suelo estaba cubierto de una mullida alfombra, del techo colgaban lámparas de cristal y otros objetos de buen gusto y a los costados menudeaban puertas de madera noble. Todo daba a entender que estábamos en un hotel, pero ¿en cuál?

Capítulo 2:
Y por qué

No me dejó el comisario Flores remolonear en mis cábalas, sino que actuó como si aquel repentino cambio de decorado no precisara de un período, siquiera breve, de adaptación. Yo le precedía por el suntuoso pasillo tratando de adelantar mis glúteos a las punteras de sus zapatos, y así llegamos al término de nuestro periplo, siendo aquél una de las puertas, en cuyo pomo un cartoncito redondo rezaba así: NO MOLESTEN. El comisario golpeó la puerta con los nudillos y alguien desde dentro preguntó que quién iba, a lo que replicó el comisario que él, Flores, tras lo cual se abrió la puerta, pese a que el letrerito admonitorio hacía prever que muy otra sería la acogida, y entramos en un salón demasiado amueblado no ya para mis gustos espartanos, sino para que pudiera yo ganar la ventana y arrojarme por ella sin ser atrapado a medio intento. En vista de lo cual, decidí postergar todo plan de fuga y seguir estudiando el terreno. No dejó de chocarme, dicho sea de paso, el que el cuarto de un hotel que se pretendía bueno no tuviera a la vista ni la cama ni el bidet. Sí tenía, en cambio, un ocupante al que al entrar no había percibido por hallarse oculto tras la puerta que ahora, verificada nuestra identidad, cerraba con pasador, llave y cadena. Era quien tal hacía un maduro caballero de atlética complexión. Sus facciones y modales reflejaban lo elevado de su cuna. Llevaba el pelo grisáceo pulcramente esculpido a navaja, tenía la tez muy bronceada e irradiaba, en conjunto, esa aura de charcutería cara que suele envolver a los cincuentones que trabajan su apariencia corporal. No debía de ser éste, sin embargo, el secreto de la felicidad, porque el caballero en cuestión parecía estar asustado, receloso y un punto histérico. Sin darnos las buenas noches ni interesarse por nosotros en modo alguno, corrió el caballero a sentarse tras una mesa de despacho que ocupaba el centro de la pieza y sobre la que había un teléfono y un cenicero de cristal tallado. Quizás era el temor de que le quitáramos el asiento lo que traía conturbado al caballero, pues una vez sentado recuperó visiblemente la calma, distendió su rostro en una sonrisa bonachona y nos hizo señas de que nos acercásemos. Me asaltó entonces la extraña pero inequívoca sensación de que yo había visto a aquella persona en alguna parte. Quise recordar dónde, pero el destello había vuelto a caer en el pozo negro del subconsciente, del que no había de regurgitarlo la memoria hasta mucho después, cuando ya las cosas no tenían remedio.

Nos acercamos a la mesa y el que se la había apropiado miró al comisario, me señaló a mí y despejó la ambigüedad con ello causada preguntando:

—¿Es éste?

—Sí, excelencia —respondió el comisario Flores.

Quien a semejante tratamiento se había hecho acreedor enroscó el índice con que me apuntaba y se dirigió a mí mediante la palabra.

—¿Sabes con quien estás hablando, hijo? —me preguntó.

Yo dije que no con la cabeza.

—Infórmele usted, Flo —le dijo al comisario.

Éste se acercó a mi oído y susurró como si el interesado no hubiera de escuchar la revelación:

—Es el señor ministro de Agricultura, don Ceregumio Lavaca.

Sin perder un instante, flexioné las piernas, respiré hondo y me impelí por los aires para saltar por encima de la mesa y besar la mano del prócer, y habría logrado mi propósito de no ser por el centelleante rodillazo que el comisario Flores tuvo a bien propinarme en salvas sean las partes. El superhombre, que, en su grandeza, debía de ser inmune al culto personal, restableció la familiaridad con una sonrisa benévola y el sencillo gesto de barrenarse la nariz con el meñique. El comisario arrimó una silla y se sentó. Yo juzgué preferible mantener la posición de firmes. Se arremangó el señor ministro la camisa y advertí que llevaba tatuado en el antebrazo un corazón atravesado por un dardo y festoneado por esta lapidaria inscripción: TODAS PUTAS.

—Te estarás preguntando, hijo mío —empezó el señor ministro su importante discurso—, por qué te he convocado a mi presencia y por qué esta entrevista ha lugar en el anonimato de un hotel y no, como correspondería a mi dignidad, en un palacio de mármol. A que sí.

Amagué una genuflexión y prosiguió diciendo el mandatario:

—Que nadie se llame a engaño: aunque ostento la cartera de Agricultura, me ocupo de asuntos que competen a Interior. De la agricultura se encarga el ministro de Marina. Un truquillo que hemos urdido para eludir responsabilidades. Lo digo porque sé que puedo contar con tu discreción —volvió a señalarme con un dedo en cuya punta había quedado prendida una pelotilla—, de la que el comisario Flores me ha dado, no sin cierto retintín, óptimas referencias. Prescindiré, pues, de todo preámbulo. Por lo demás, todo el mundo sabe la situación por la que atraviesa el país, y soy optimista al emplear la palabra atraviesa, porque nada hace prever que vayamos a salir por el otro lado. El marxismo nos acecha, el capitalismo nos zahiere y somos blanco de terroristas, espías, agentes provocadores, especuladores rapaces, bucaneros, fanáticos, separatistas y algún judío de los que nunca faltan. Impera la violencia, cunde el pánico, la moral ciudadana se va al garete, el Estado surca galernas y las instituciones se asientan sobre arenas movedizas. No me tomen por derrotista: aún percibo a lo lejos destellos de esperanza. —Se hurgó el seno y extrajo un escapulario de franela que besó con ejemplar unción—. Ella no nos abandonará en este trance. ¿Qué les parece si hacemos una pausa para tomar unas copas?

Levantándose se dirigió a una suerte de mesilla de noche que resultó ser una nevera camuflada. Sacó una botella de champán del congelador y la depositó en la mesa al tiempo que exclamaba:

—No sé dónde estarán los vasos. Pero todo tiene arreglo, con buena voluntad y un poco de ingenio. Traeré el vaso de los dientes, que ustedes dos pueden compartir, y yo beberé a morro.

Desapareció por una puerta y regresó con un vaso en cuyos bordes se dibujaban medias lunas lechosas.

—No tengan reparos: sólo lo he usado yo para mis enjuagues. Si huele mucho a Licor del Polo le paso una agüilla. ¿No? Vale. —Le tendió la botella al comisario—. Ábrala usted, Flo, que es el que entiende de explosivos, ja, ja, ja.

Sonriendo de medio lado, el comisario Flores se puso a tironear del tapón hasta que salió éste disparado contra el techo y empezó a brotar de la botella una espuma amarillenta que se desparramó por la alfombra.

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