El laberinto de las aceitunas (3 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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—¡Yeeeepa! —gritó alborozado el señor ministro.

El comisario llenó el vaso y pasó luego la botella al prohombre, quien formó con los labios un hociquito al que aplicó el gollete, trasvasó medio litro a sus cavidades, chasqueó la lengua y bramó:

—¡Carajo, como en la mili! Qué bien, ¿eh? Sólo nos faltan tres niñas bien cachondonas. Flo, usted que es hombre de mundo, ¿no podría…?

El comisario Flores emitió una tosecilla, como llamando a la circunspección y el señor ministro esbozó un resignado mohín.

—Está bien, está bien —murmuró entre dientes—. Me había dejado arrastrar por este ambiente tan simpático. La verdad es que entre las obligaciones del cargo y el cascajo de mi mujer llevo una vida… En fin —suspiró—, ¿dónde andábamos?

—Acababa usted de describir… —apuntó el comisario.

—…la verdad de las cosas, tiene usted razón. Y ahora, con su permiso, pasaré de lo general a lo concreto. El asunto es que ayer se produjo un secuestro. Me dirán que eso ni es novedad ni tiene la menor importancia. Tal vez. Pero en este caso, y no me pidan detalles, la cosa ha tomado un feo cariz. Resumiré diciendo que el Gobierno, pese a su reconocida y encomiable firmeza, está dispuesto a pagar el rescate. Una suma, dicho sea de paso, tan exorbitante, que para reunirla hemos tenido que echar mano de cuentas corrientes cuya mera titularidad, de conocerse, haría rodar cabezas. Así de complejos son los parámetros de nuestra realidad política. Si voy demasiado aprisa, levanten la mano. ¿No? Bien, continúo. La entrega del dinero ha de efectuarse mañana por la mañana en una discreta cafetería de Madrid. La operación no lleva aparejado peligro alguno, claro está. Lo único que nos hace falta, como ya habrán supuesto, es un intermediario digno de toda confianza que, por sus circunstancias personales, no tenga contacto alguno con medios de difusión, círculos políticos, corrillos bursátiles, cónclaves eclesiásticos ni salas de banderas. Por eso he acudido a Barcelona, ciudad tan europea, sí señor, y tan ¿cómo diría yo?… tan cosmopolitamente provinciana, donde el siempre eficaz Flores me ha sugerido tu nombre, hijo dilecto…

Esta última parte, aunque me haya abstenido de acotarla, iba dirigida a mí, con lo que pasé sin transición, y como tantas veces me ha sucedido en la vida, de agudo espectador a perplejo protagonista. Y consciente de que semejantes regalos hay que atajarlos de raíz, so pena de meterse en unos líos de madre santísima, me atreví a levantar el dedo para pedir la palabra. El prócer frunció el ceño y preguntó:

—¿Pipí?

—No, excelencia reverendísima —empecé a decir. Y en este atento preámbulo quedó encallada la perorata, pues cuál no sería mi confusión al advertir que de la boca me salían, propulsadas por el aire que siempre expelo al hablar, diminutas bolitas de tierra, estiércol y baba, supérstites del conglomerado que, a causa de la mordaza primero y de la distracción provocada por las novedades luego, me había ido tragado desde que fui secuestrado hasta el presente. De modo que opté por dejar para mejor ocasión la exposición y me afané por reagrupar las pellas que maculaban la mesa del señor ministro con ánimo de volvérmelas a meter en la boca. No lo conseguí, porque ya el dinámico prohombre las había arrojado de un manotazo al otro extremo de la habitación y con ese aplomo del que sólo nuestros políticos son capaces me instaba a proseguir mi parlamento. Pero yo estaba tan azorado que olvidé lo que quería decir y los argumentos con que pensaba apuntalar mis aserciones.

Capítulo 3:
Pasos malhabidos

Heme aquí, me puse a cavilar, introducido en la trastienda de la máquina estatal. Y de ahí mis reflexiones fueron a dar en la inexactitud de la metáfora que acabo de transcribir y en otros problemas que no tienen nada que ver con el asunto que a la sazón nos ocupaba, bien sea, como el doctor Sugrañes sugería a veces, por mor de eludir la realidad circundante, bien, como el mismo facultativo afirmaba cuando perdía los estribos, por falta de capacidad mental. Sea como fuere, ya me había quedado casi dormido cuando me percaté de que el señor ministro tenía clavados en mí unos ojos inyectados en sangre o, quizás, aquejados de conjuntivitis, en vista de lo cual simulé unas arcadas, como si mi silencio se hubiera debido a un bloqueo laríngeo y no síquico, y me esforcé por hilvanar los desastrados flecos de mi raciocinio.

—Tenías una pregunta que hacer —me animó el señor ministro.

—En efecto, excelencia. ¿Qué tengo que hacer?

—Si haces preguntas tan directas, nunca llegarás a nada —se chanceó retozón el notable—, pero no me importa contestarte sin ambages. Hay en esta habitación un maletín lleno de dinero. Te vas a hacer cargo de él y, huelga decirlo, a responsabilizarte hasta de la última peseta. Si se te pasara por la cabeza la peregrina idea de sustraer algo, recuerda que la Inquisición no ha muerto; sólo duerme un sueño ligero. Me parece que hablo claro. Bueno, cogerás, como digo, el maletín y te irás a Madrid. Tienes reserva en el vuelo de medianoche. En Barajas cogerás un taxi, que pagarás con lo que el comisario Flores tendrá la bondad de adelantar, porque yo sólo llevo encima bonos del tesoro para dar fe de mi confianza en el sistema, y le dirás al taxista que te lleve al hotel Florinata de Castilla, donde hay también reserva a nombre de Pilarín Cañete. Es mi secretaria particular y no tiene mucha imaginación para los
noms de guerre,
pero no la puedo despedir porque me temo que la he dejado embarazada. Una vez en el hotel, te encerrarás en la habitación y extremarás las precauciones. A las nueve y media de la mañana saldrás del hotel. La cuenta está pagada. En otro taxi te irás a la cafetería Roncesvalles. No te doy la dirección, pero el taxista la tiene que conocer seguro. A las once menos cinco entrarás en la cafetería. Puedes tomar algo, si lo deseas, pero habrás de pagarlo de tu bolsillo, porque el presupuesto de la operación no da para gastos suntuarios. Procura pasar desapercibido y no sueltes ni un segundo el maletín. A las once en punto se te acercará alguien y te preguntará la hora. Le contestas que te han robado el reloj en el metro. Te dirá que ya no hay orden y otros topicazos por el estilo. Le entregarás el maletín y, sin más demora, tomarás otro taxi, te irás al aeropuerto, cogerás el primer avión que salga para Barcelona y procurarás olvidarte de todo lo que has visto y oído. Por supuesto, si hubiera algún accidente, el Ministerio negará saber de tu existencia. En El Prat, a tu regreso, te estará esperando el comisario Flores, que te reintegrará a tu domicilio. No espero, como buen conocedor que soy de la naturaleza humana, que te avengas a cumplir este delicado encargo por patriotismo o por algún otro motivo elevado. Como la mierda que eres, esperarás alguna recompensa. La tendrás. No sé ni cuánto ni cuándo, porque todavía no hemos cuadrado el balance del año 77, pero algo bueno caerá. ¿Estás contento?

—Excelentísimo señor —balbuceé—, no sé si el comisario Flores le habrá informado de cuál es mi situación. Es el caso, excelencia, que llevo ya seis años recluido en un sanatorio mental. Yo, en mi modestia, opino estar casi sano y quienes me tratan, especialmente el doctor Sugrañes, nuestro eminente director, aparentan corroborar mi tesis. Ni el trato es malo ni tengo queja alguna que formular. Pero me gustaría salir, excelencia. Yo no sé si vuestra excelencia ha estado encerrado alguna vez en un manicomio, pero, de ser así, sabrá que los alicientes son pocos. Ya no soy tan joven como era cuando entré. Los años pasan, excelencia, y a mí me gustaría…

No me hizo concebir demasiadas ilusiones el que, mediada mi perorata lastimera, sacara el señor ministro un pequeño transistor de un cajón y se lo aplicase a la oreja mientras tamborileaba y ponía los ojos en blanco. Pero no por eso dejé de porfiar, que bien sé que la memoria almacena lo que el intelecto rechaza y no desconfiaba yo en que alguna noche tuviera el señor ministro un confuso sueño que, hábilmente desentrañado por su analista, le hiciera recordar mis anhelos. Con esta tenue esperanza concluí mi discurso y recuperé la posición marcial que al calor de las palabras había en cierta medida descompuesto. El señor ministro, viendo que me había callado, dejó el transistor sobre la mesa, se levantó por segunda vez en el transcurso de nuestra entrevista y se dirigió a un sofá capitoné color granate. Yo esperaba, no sé por qué, que apretara un resorte y lo convirtiera en cama, espectáculo este que siempre me ha producido un maravillado contento, pero el prócer, lejos de hacer tal cosa, sacó del bolsillo trasero del pantalón una navaja automática, la abrió con la pericia de quien ha practicado en callejones y zaguanes y rasgó sin miramientos uno de los cojines del sofá. Cometido este acto de vandalismo, se guardó el señor ministro la navaja, metió la mano por la hendidura que acababa de practicar, revolvió el plumaje que rellenaba el cojín y acabó por extraer el anunciado maletín, con el que regresó a la mesa. Varias plumas se le habían quedado adheridas al pelo y el señor ministro, haciendo gala del sentido del humor que siempre ha caracterizado a su departamento, describió unos círculos en la alfombra con las piernas encogidas y los brazos extendidos mientras exclamaba: cuac, cuac, cuac. El comisario Flores y un servidor celebramos como se merecía aquel improvisado
gag.

—Éste es el maletín —dijo el señor ministro recobrando el talante formal que hacía al caso— y este llavín es el llavín. El maletín te lo llevarás, pero el llavín, no, porque el Gobierno está firmemente decidido a no dar facilidades al terrorismo. Si quieren abrir al maletín, que fuercen la cerradura. Ahora voy a abrir el maletín con el llavín para que tengamos todos una visión fugaz del dinero que contiene. A la una, a las dos y a las… ¡tres!

Se abrió de par en par el maletín y dejó ver una ordenada colección de billetes tan apetitosa que no creo que una sola célula de mi cerebro dejara de estremecerse. Ni siquiera el comisario Flores, que alardeaba de desapego de los bienes temporales, pudo reprimir un hipo.

—Cuánto, ¿eh? —dijo el señor ministro, satisfecho del impacto que había logrado producir en el auditorio.

Volvió a cerrar el maletín, se guardó la llave y me lo entregó junto con un billete de avión de ida y vuelta y esta admonición:

—Recuerda que el Gobierno no tolera errores. Flores, acompañe a este punto al aeropuerto y no me lo pierda de vista hasta que despegue el avión. Mañana se planta usted en El Prat y espera a que regrese. Y no trate de ponerse en contacto conmigo. Yo le llamaré cuando lo estime oportuno. Y ahora váyanse, que se hace tarde y yo tengo que hacer mi hora de yoga en la bañera. Suerte y prudencia, hijo mío. Si te asaltan tentaciones, piensa en la Pasión del Señor.

Y así fue como vine a dar al avión al que he aludido al principio de este relato.

No ocultaré por un anacrónico prurito machista el terror que este moderno medio de transporte, que utilizaba yo por vez primera, habiendo sido hasta entonces hombre de tope de tranvía y techo de mercancías, me provocó, ni describiré la ristra de sustos en que consistió para mí el viaje. Sí diré en mi descargo que conservé en todo momento la sangre fría y que ni los elegantes viajeros que compartían conmigo el aeroplano ni la opípara bien que severa azafata que nos mantenía a raya se apercibieron de mi turbación ni de los negros presagios que la imaginación me iba presentando a examen. Procuré comportarme como el más consumado de los pasajeros y pasé la mayor parte del vuelo tratando de provocarme el vómito para no desdeñar la bolsita que alguien había colocado a tal efecto delante de mi asiento. Cuando hube puesto ambos pies en tierra firme y zanjado en el retrete del aeropuerto de Madrid ciertos apremios, volví a sentirme seguro de mí mismo y dispuesto a llevar a buen término el cometido que me habían confiado. Así de aprisa me recuperé de los estragos del viaje, aunque no me hayan abandonado hasta el día de hoy los espasmos ni la náusea ni el alarido que siempre se me escapa cuando por la televisión pasan un anuncio de Iberia. Pero ¿a quién no le sucede otro tanto?

Y aprovecharé esta digresión para tratar de despejar la incógnita que de fijo más de uno se estará planteando, a saber, ¿por qué acepté sin abrenuncios una misión que, no obstante habérseme descrito como poco menos que una sinecura, había de estar sin duda erizada de peligros? Yo rogaría a quien con estas o parecidas palabras tal preguntase que se pusiera en mi lugar. Creo haber dejado bien claramente sentado que no abrigaba el menor deseo de consumir el resto de mis días encerrado en un manicomio, ni, dados mis antecedentes, medios materiales y relaciones sociales, era tampoco de esperar que alguien, por la razón que fuese, se preocupara de poner remedio a mi situación. No iba, pues, a desperdiciar una ocasión de hacerme valer a los ojos de quien supuestamente tenía poder para desplazar montañas. No estaba ausente tampoco de mis cábalas, no se vaya a pensar, el elemento patriótico que con tanta elocuencia había introducido en nuestro trato el señor ministro, pero confieso, no sin rubor, que tan altruista estímulo tal vez no me hubiera movido con tanta presteza a la acción de no haber mediado las egoístas consideraciones que acabo de anunciar.

En esto iba yo meditando mientras el taxi me conducía por las calles de Madrid. Huelga decir que era ésta mi primera visita a la capital de España y que ardía en deseos de preguntar qué era tal o cual edificio, monumento o paraje, pero me abstuve de hacerlo por razones de prudencia elemental. En un silencio lleno de presagios llegamos ante un edificio de paredes desconchadas en cuya fachada chisporroteaba un anuncio de neón.

No sé por qué había esperado yo un hotel de lujo y le pregunté varias veces al taxista si realmente me había llevado a donde yo le había dicho o si, abusando de mi condición, trataba de enchufarme en algún tugurio con cuyo propietario tenía un amaño para expolio del turista y descrédito del país. Lejos de agradecer la franqueza con que le hacía partícipe de mis sospechas, se revolvió el taxista en su asiento y me contestó que llevaba doce horas haciendo el taxi, que con malabarismos y contorsiones conseguía llegar a fin de mes, que si sabía lo que costaban los colegios y que no estaba dispuesto a escuchar impertinencias de un pardillo. Juzgué preferible no proseguir el diálogo y pagué religiosamente lo que marcaba el taxímetro, añadiendo al monto una peseta de propina. Perseguido por los escupitajos del taxista hice mi entrada en el vestíbulo del hotel y me dirigí al mostrador, donde un recepcionista de distinguido aspecto se estaba recortando las uñas de los pies.

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