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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (12 page)

BOOK: El laberinto de oro
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—Los disfraces están a buen recaudo en el maletero del coche. Hemos venido a afinarnos un poco —dijo Lorena, alzando de nuevo la copa—, y a saludar, vestidos aún de calle, a algunos amigos. —Levantó el brazo izquierdo como si estuviera saludando a algunos viejos conocidos.

—Está bien, en ese caso supongo que no les supondrá ningún problema decirme qué forma tienen los disfraces —preguntó el hombre del traje azul mirando fijamente a Grieg, que sonrió tratando de disimular su ignorancia.

Lorena salió inmediatamente en su ayuda y acercando sus labios al oído del encargado le susurró unas palabras.

El jefe de sala sonrió y su expresión cambió por completo.

—Si necesitan cualquier cosa, avísenme, no estaré muy lejos —comunicó el encargado mientras se alejaba.

Lorena se abrazó de nuevo a Grieg mientras sonaban los primeros acordes del
Desafinado,
de Astrud y Joáo Gilberto, y empezó a contonearse.

—¿Qué le has susurrado al encargado? —preguntó Grieg mientras sentía cómo Lorena se abrazaba cada vez con más fuerza a él—. ¿Cómo son los disfraces?

—Tú limítate a bailar —le contestó ella sonriendo—. Sólo tienes que relajarte
y
dejarte llevar. No puede ser más fácil para ti, abrázame con fuerza
y
déjate llevar —le susurró al oído—. Confía en mí y ya veras cómo por arte de magia tendremos lo que hemos venido a buscar. ¿No te parece maravilloso? No temas, yo me ocupo de todo.

Mientras bailaban al ritmo de la bossa nova, Lorena condujo a Grieg hasta una superficie acolchada situada entre dos ventanales, sobre los que resbalaban finas gotas de lluvia y desde los que se podía contemplar una maravillosa vista del puerto, con la montaña de Montjuïc al fondo.

Gabriel Grieg contempló, turbado, cómo los hermosos ojos de Lorena le miraban con ternura; y a pesar del misterioso vínculo que los unía y de la premura con que debían moverse aquella noche si querían lograr sus objetivos, no pudo evitar acercarse aún más a su cara hasta el punto de poder oler el ligero carmín que recubría sus labios.

—¡Acabo de apoderarme de lo que habíamos venido a buscar! Ahora vayámonos inmediatamente y, sobre todo, no hagas ningún movimiento extraño —dijo de repente Lorena, sacando a Grieg de su momentánea ensoñación.

—Pero… ¿cómo? —fueron las únicas palabras que el arquitecto acertó a pronunciar.

Los dos se detuvieron en el rellano sin pronunciar palabra mientras esperaban a que llegase el ascensor. Una vez dentro, Lorena rompió el silencio.

—Ahórrate las preguntas —proclamó Lorena con una sonrisa triunfal en sus labios—. No te revelé la razón por la cual te llevé hasta un extremo de la pista y permanecí allí abrazada a ti porque en ese mismo rincón había dos disfraces, y si te hubiese explicado mi intención, habrías empezado a hacer más preguntas que un abogado en un juicio, y no quería que nadie detectase ningún movimiento extraño.

—¿Y cómo supiste cómo eran los disfraces? —preguntó Grieg, decepcionado al comprobar que el baile de Lorena había sido interesado.

—Lo supe porque vi que del lavabo de caballeros salían dos hombres con un paquete de ropa perfectamente doblada. Del pliegue de uno de ellos sobresalía lo mismo que les colgaba a los dos disfraces que tan amablemente «nos acaban de prestar» en la fiesta.

Lorena abrió su bolsa para mostrarle de qué tipo de disfraces se trataba. Grieg no pudo reprimir una amplia sonrisa, pero inmediatamente se inquietó al imaginarse la naturaleza de la fiesta a la que se dirigían.

17

Eran las tres y cinco de la madrugada, y por las enormes puertas de la nave del antiguo Vulcano iban saliendo los últimos asistentes a la fiesta que no cumplían con el requisito que se anunciaba en el cartel instalado en la entrada. Incluso algunos de ellos, los más reticentes, eran obligados a hacerlo a la fuerza mediante los empujones que les propinaban los vigilantes.

Mientras tanto, se había ido reuniendo un numeroso grupo formado por los comensales de la fiesta del restaurante del funicular y otras personas que habían venido expresamente. Resultaba verdaderamente difícil ver sus caras porque, al igual que Grieg y Lorena, todos estaban ataviados con el severo y oscuro traje que exigían las normas de aquella exclusiva fiesta.

Cuando en la nave industrial ya no quedaba nadie de la fiesta previa, el jefe de seguridad ordenó que se descorrieran unas enormes telas negras situadas en el centro de la nave industrial y que se apagasen todas las luces. A continuación entrecerraron los dos grandes portones de acero y dejaron un espacio central por el que lentamente, y mientras eran meticulosamente observados por unos vigilantes uniformados, la gente fue entrando de manera muy organizada en el interior del antiguo horno del Vulcano.

Dentro, la oscuridad potenciaba el silencio. De pronto, se escuchó un canto gregoriano que invocaba los
Haec dies
y el
Victimae paschali laudes.
Se abrió una puerta situada al fondo del gran recinto proyectando una débil y temblorosa luz amarillenta, y aparecieron cinco hombres que tenían el rostro oculto por una capucha y que iban vestidos con un oscuro hábito monástico y un cilicio. Todos llevaban grandes cirios encendidos que sostenían con las dos manos a la altura del pecho. Conforme fueron avanzando, los asistentes a la fiesta, que iban ataviados exactamente con los mismos ropajes que aquellos extraños monjes, vieron, entre sombras y en la distancia, cómo colocaban los cirios en una mesa alargada cuidadosamente cubierta por telas blancas y en la que destacaba una gran cruz de madera cubierta con un velo negro.

De la misma puerta salió entonces una luz rojiza, mucho más intensa que la producida por los cirios. Empuñando grandes antorchas, atravesaron el umbral otros cinco monjes que caminaron con la cabeza levemente inclinada, hasta detenerse formando un círculo de fuego. Tras ellos, desfilaron ocho arqueros equipados con los encendidos uniformes propios de los soldados de la fe.

Tres de los arqueros se apostaron junto a la puerta manteniendo en todo momento una posición aguerrida, similar a la escolta privada de una personalidad que aparecería inminentemente, mientras que los otros cinco se dirigieron hacia los monjes y se situaron a medio camino entre ellos y la puerta principal, como si pretendiesen impedirle el paso a cualquiera que quisiera abandonar la nave antes de tiempo.

Un nuevo monje, alto y fornido, apareció en escena iluminado por la luz de las antorchas. Caminaba con paso lento y de un modo solemne. Iba ataviado igual que el resto de los monjes, pero no llevaba puesta la capucha, lo que permitía que se pudiesen ver sus rollizos rasgos faciales, su barba cana y su cabeza calva; rondaría los sesenta años. Los monjes que formaban el círculo de fuego con las antorchas le escoltaron lentamente hasta que se sentó en el centro de la alargadísima mesa.

Once personas, iluminadas fantasmagóricamente por la luz de cirios y antorchas, permanecían hieráticamente sentadas a la mesa escoltadas por los tres arqueros situados en un nivel inferior. Potenciado por el canto gregoriano, aquello parecía la escalofriante imagen de una corte compuesta por los diez prelados del consejo de la Inquisición, que actuaban de consejeros del gran juez sentado en el centro.

—Parece ser que han montado una fiesta basada en el libro
El nombre de la rosa
de Umberto Eco. Han tratado de reproducir la Abadía de Melk en la Austria del siglo XIV —susurró Lorena, enfundada en su hábito monacal—. Estoy segura de que se han basado en la película de Jean-Jacques Annaud.

—Es posible… —respondió Grieg—, pero a mí, más que al libro de Eco, toda esta patulea de lerdos, que vete a saber de dónde habrán salido, me recuerdan más a un terrible y antiguo juego de ordenador que se llamaba
La abadía del crimen…
Debemos aprovechar la mínima oportunidad para separarnos del grupo, dirigirnos hacia el alto horno y alejarnos lo máximo posible de estos tarados.

De repente, el monje calvo y de barba cana pronunció unas peregrinas frases en latín que parecían formar parte de un extraño ritual, y unos segundos después de su garganta surgió una poderosa y grave voz, que resonó en el interior de la nave.

—Este tribunal de la Inquisición ha sido constituido para descubrir a los autores de unos horribles asesinatos. —El monje hizo una breve pausa mientras se atusaba la barba—. Sé que el motivo de dichos crímenes execrables no es otro que el de servir a la abominable causa de su infame dueño, el mismo con el que han establecido un ominoso pacto. Ese dueño no es otro que el demonio, su infernal amo. He comprometido mi dignidad y mi honor con este tribunal que
nocte una,
en una sola noche, serán descubiertos y debidamente ajusticiados. ¡Brazo secular, proceda!

Los arqueros rápidamente acataron la orden hasta lograr que el numeroso grupo de monjes, en silencio y muy lentamente, se acercase hacia el inquisidor y se detuviera a escasos metros de la mesa.

Grieg, que caminaba junto al resto de los monjes, volvió la cabeza y vio que varios miembros del servicio de seguridad estaban bloqueando las puertas metálicas con grandes candados, mientras ellos se quedaban en la calle, vigilando el perímetro exterior de la nave.

—Lorena, debemos situarnos en la parte de la derecha del grupo y a la primera ocasión que tengamos nos escabulliremos en dirección al viejo horno —indicó Grieg, tomándola por el brazo.

Cuando el numeroso grupo se detuvo delante de la mesa, los ocho arqueros extrajeron una flecha del carcaj que llevaban a la espalda y la colocaron en el arco en posición primera de tiro, sin llegar a tensar aún la cuerda, pero amenazando claramente a los monjes.

Los asistentes a la fiesta observaron cómo el que hacía las veces de gran inquisidor se levantó de la mesa y se colocó delante de una gran tela de color negro que se extendía a lo largo de la mesa, y que ocultaba unos bultos redondeados y deformes de distintos tamaños.

—Esta noche, los que cometieron los satánicos crímenes y sus secuaces, sean cuantos sean, serán juzgados —dijo el inquisidor. Su siniestra expresión quedaba potenciada por la luz de las antorchas y los cantos gregorianos—. Para bien de esta comunidad, quiero que salgan ahora mismo del grupo y se muestren ante el tribunal.

Nadie habló ni se movió. El monje empezó a pasear lentamente a lo largo de la alargada mesa.

—Veo que además de asesinos, herejes, brujas e invocadores del diablo, esta congregación está llena de malditos cobardes. Soy un inquisidor de competencias plenipotenciarias, y pienso desarrollarlas en toda su extensión. La ley me exige, previa a la aplicación con toda dureza de mi propia autoridad, a mostrar el
territio verbalis…
—expuso el monje haciendo referencia a que, en todo proceso inquisitorial, al acusado o acusada de brujería se le exhibían los instrumentos de tortura que le serían aplicados si no se retractaba, o no admitía voluntariamente su participación en los hechos que se le imputaban.

Levantando los brazos el inquisidor profirió un grito que se alzó por encima de los cantos monásticos.

—¡Ordeno que proceda el brazo secular!

Un arquero se dirigió hacia el conjunto de elementos cubiertos por la tela oscura y tiró fuertemente de ella. Ante los ojos de los cada vez más nerviosos monjes, aparecieron una serie de instrumentos de tortura que parecían surgidos de la peor de las mazmorras en la Edad Media.

En ese momento Gabriel y Lorena tomaron conciencia de que aquella fiesta podía celebrar algún ritual peligroso llevado a cabo por una secta y que tal vez sus vidas corrían peligro. Especialmente porque los soldados tensaron inmediatamente los arcos dispuestos a reprimir cualquier movimiento no autorizado por el inquisidor, que desafiaba a todos con la mirada.

—A mí el sado no me desagrada del todo, pero me parece que estos frailes se están pasando —susurró Lorena.

Grieg respondió con un gesto de la cabeza, tratando de indicarle que ambos fuesen desplazándose, poco a poco, hacia la derecha del grupo. Grieg constató con preocupación que todos aquellos instrumentos de tortura no eran de atrezo, sino que se trataba de antiguas y valiosas piezas de museo que fueron usadas realmente durante la Edad Media: eran auténticos instrumentos de tortura. Lo sabía porque los había visto antes, cuando el mero hecho de observar esos aparatos en alguna iglesia o catedral le había producido escalofríos.

Mientras veía el inimitable color del óxido y la fría y brillante textura de la madera añeja, pensó que el despliegue de medios sobrepasaba el que debería tener una fiesta cualquiera, y que seguramente la fiesta anterior se había convocado para enmascarar la que realmente se celebraría después, y no tener problemas con el ayuntamiento.

—Pueden constatar que este santo tribunal dispone de los medios suficientes como para lograr que la verdad ilumine los corazones de los herejes, de las brujas y de los asesinos hasta llegar a abrasarlos por completo —continuó el inquisidor—. Y si no lo creen, observen con atención este objeto y a su hambriento inquilino.

El monje mostró una mugrienta y oxidada jaula de hierro en la que había encerrada una enorme rata que daba vueltas.

—Primero se ata al reo que se niegue a reconocer su herejía con grilletes y cuerdas, y se le coloca la jaula con la puerta abierta sobre el pecho —explicó el cruel monje—. La rata, debidamente azorada por una antorcha situada en la parte superior de la jaula, morderá una y otra vez, tratando de buscar una salida a través de la carne del hereje.

El inquisidor se desplazó hacia su derecha hasta colocarse delante de un gran recipiente de cristal de forma similar a una garrafa de agua que tenía introducido en su boca un grasiento y abollado embudo.

—Observen este rudimentario artilugio, aunque en absoluto falto de eficiencia, y que es el instrumento conocido como método del embudo, cuyo mecanismo es tan fácilmente deducible, y resulta tan obvio, que no es necesario que nos detengamos excesivamente en explicar su funcionamiento… Si acaso, la
verbalis
me insta a revelar que cuando se ha ingerido la mitad del agua que contiene la damajuana, y si se ha hecho de un modo brusco por no haberse obtenido el testimonio del reo, el estómago estalla, igual que si fuese un odre pisoteado por un percherón.

Mientras tanto, Lorena y Grieg habían logrado colocarse en uno de los laterales del soliviantado grupo, en espera de poder alejarse sin ser vistos por los miembros que lo formaban, ni por los amenazantes arqueros.

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