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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (14 page)

BOOK: El laberinto de oro
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—Veamos… ahora mismo. —Lorena se situó nuevamente junto a la placa conmemorativa de la que habían extraído la moneda.

De pronto, los cantos gregorianos cesaron y todas las antorchas que llevaban los monjes y los arqueros se apagaron, sumiendo la nave en la casi completa oscuridad.

De nuevo les invadió la sensación de que sus vidas corrían un grave peligro. Y esta vez, Lorena estaba aún más convencida que Grieg.

19

Lorena, que conocía un estremecedor dato acerca del extraño ritual que llevaban a cabo aquellos monjes, aún era mucho más consciente del peligro que les acechaba.

—Será mejor aprovechar este lapso de tiempo para tratar de descifrar el mensaje oculto en la moneda —dijo.

Se desplazaron hacia la pared este de la nave industrial y se situaron junto a una ventana protegida por una gruesa malla metálica. A través de aquel sucio ventanuco se podía observar una gran parte de la playa donde antiguamente se alzaban los baños de San Sebastián.

—Estoy segura de que esta moneda está relacionada con la brujería. Con las brujas y con los ritos satánicos…

—¿De dónde sacas esa idea? —preguntó Grieg, apoyado en una de las compuertas del crisol—. En el reverso figura un unicornio y en el anverso un texto relacionado con el Fulcanelli alquimista. ¿Dónde están las brujas?

—Las figuras, las frases y los anagramas que se pueden formar con los textos de las monedas esconden un hermético conocimiento que apunta hacia algo muy siniestro. Sé muy bien lo que digo.

Lorena se descubrió el rostro y a su vez le quitó la capucha a Grieg.

—No me convences, Lorena. Si el texto que está grabado en la moneda alude básicamente a la alquimia y a Fulcanelli… ¿Por qué piensas que puede estar relacionado con las brujas?

—Muy sencillo. De todas las investigaciones que realicé previamente a que tú y yo nos conociésemos, únicamente saqué en claro una cosa. —Lorena volvió a ponerse la capucha y su voz sonó mucho más apagada—. Esta noche ocurriría algo importante, tal vez una reunión, y aunque desconozco la hora y el lugar exacto, sospecho el lugar donde se llevará a cabo.

—¿Dónde? —Grieg prefirió dejarse llevar por ella, ya que parecía contar con mucha más información que él.

—La montaña de Montjuïc.

—Eso no nos sirve de nada. ¿Tienes idea de lo grande que es? Además, la montaña de Montjuïc es un lugar que siempre me ha producido escalofríos. No sólo porque en ella esté situada una de las mayores necrópolis de Europa. Es porque se percibe allí una extraña vibración.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella, muy interesada.

—Toda la montaña es un intenso punto telúrico debido al gran tamaño de la compacta roca que la forma. —Grieg miró hacia la puerta principal, que seguía cerrada a cal y canto—. La recorren cursos subterráneos de agua que transcurren junto a larguísimos túneles artificiales de kilómetros de extensión que fueron excavados en la piedra, y que en la actualidad están cerrados por gruesas y oxidadas verjas de hierro.

—Nunca oí hablar de ellos.

—Fueron descubiertos durante las obras de la Gran Exposición Universal de 1929, y muchos aseguran que fueron construidos por los templarios para refugiarse en ellos, tras huir de las propiedades que poseían en la Barcino romana. De los romanos proviene el actual nombre de la montaña, que ellos llamaron Monte Jovis. Se cree que erigieron en ella un grandioso y hermoso templo en honor al mayor de sus dioses.

—El gran Júpiter —intervino Lorena—, al que no estaría nada mal encomendarnos esta noche. ¿Y qué sabes de las brujas en relación a la montaña de Montjuïc? —preguntó ella.

—No mucho —reconoció Grieg, que seguía muy preocupado por el silencio y la oscuridad en la nave—. Antiguamente, y debido a que era un lugar no excesivamente controlado por las autoridades de la época, los adeptos a la brujería se reunían en lo que hoy es el barrio del Raval, y en grupo ascendían hasta la falda de la montaña. Llegaban hasta una explanada en torno a una fuente muy conocida en Cataluña y que tiene el nombre de un animal muy relacionado con el culto al diablo. Concretamente el gato.

—Te refieres a la Font del Gat.

—Sí. Actualmente siguen reuniéndose, especialmente en noches como la de hoy. Lo hacen en torno, o muy cerca, de la Font del Gat, que como seguramente ya sabes, está presidida por la gran cabeza de un sañudo diablo de piedra de la que emanan dos grandes cuernos. Es todo cuanto puedo decir.

Lorena, tras escuchar los datos de Grieg, volvió a encender la pequeña linterna, tomó la libreta y la apoyó sobre los restos de una vieja cuchara de la antigua fundición para que la luz no delatase su presencia.

—¿Has deducido algo? —preguntó Grieg.

—Quizá… Veamos… Con las letras:

D. T. MAGOFON VITALITER

podemos formar un lugar:

FONT DEL GAT

—Así es —reconoció Grieg—, pero desgraciadamente nos sobran algunas letras.

—Las letras a las que te refieres son «AVMIRIO T», con las que también se puede formar la palabra…

RITO

—«Rito» podría estar relacionado con «ceremonia», «acto», «celebración», y por ende también con «aquelarre». Y únicamente nos quedarían, cuatro letras, que son:

AVMI

—… con las que podríamos formar…

Lorena dejó inconclusa la frase al comprobar que volvían a encender todas las antorchas. En escasos segundos, empezó a sonar con una fuerza aterradora el
Carmina Burana,
la sobrecogedora colección de cantos goliardos profanos, compuestos en la abadía de Benediktbeuren en la Baviera de los siglos XII y XIII. Concretamente, sonaba el canto final, titulado
Fortuna Imperatrix Mundi,
en el que las voces del coro y los cuantiosos instrumentos de la orquesta parecen adquirir un tono todavía más apocalíptico.

El peligro que se cernía sobre ellos, entre la luz de las antorchas y las voces del coro del
Carmina Burana
a toda potencia:

O Fortuna,

velut Luna

statu variabilis,

semper crescis aut de crescis…

20

Una escasa luz había logrado colarse entre los montones que estaban apilados en torno a ellos, y consiguió iluminar débilmente y de modo acusador el rostro de Lorena, que desvió la mirada de Grieg para que él no intuyera en sus ojos la información que se había guardado.

Grieg tomó del brazo a Lorena, para tratar de esconderse con ella en el interior de una de las cámaras que se habían formado tras el desguace de la antigua fundición, y que estaba protegida por una sólida compuerta metálica que se encontraba entreabierta.

Pero un tirón por parte de ella le hizo detenerse en seco y volverse para mirarla.

—¿Qué te ocurre, Lorena? —preguntó Grieg, sorprendido.

—Nada —respondió ella esquivando de nuevo la mirada—. Sólo que estos tipos no están jugando. Lo que hacen, lo sé desde que entré aquí, va en serio.

Grieg volvió a tomarla del brazo, suavemente aunque con determinación, y la condujo hasta el interior de lo que parecía una pequeña cueva, que estaba completamente a oscuras. Tras encender la pequeña linterna, medio agazapados, se situaron en el único rincón que encontraron.

—¡Vamos a ver, Lorena! —exclamó Grieg—. Ya intuía que tú estabas más al corriente que yo en la mayoría de los asuntos que están sucediendo esta noche. ¡Lo daba por descontado! E incluso comprendo que me restrinjas datos… ¡Lo que no podía sospechar es que teniendo información de primera mano sobre esta maldita fiesta, no me hayas dicho nada! ¡Quiero que me aclares qué demonios está pasando aquí! ¿O es que aún no te das cuenta del peligro que corremos?

Lorena pareció dudar antes de contestar.

—Cuando en la fiesta del teleférico me crucé en el lavabo con los dos hombres que llevaban los disfraces que te comenté, no pude evitar escuchar una frase, que en principio pensé que era una broma, pero ahora…

—Soy todo oídos.

—Escuché esta frase: «… en la piquera de escoria está el cadáver, pero no se lo digas a nadie…».

Grieg se quedó de una pieza.

—¿Un cadáver? ¡Estamos en el interior de la piquera de escoria! ¡Nos hemos metido en la boca del lobo!

—Yo hasta hace unos minutos no tenía ni idea de qué diantre era una «piquera de escoria». ¡No podía pensar que acabásemos encerrados precisamente aquí! ¡Tú me has obligado a entrar!

—¡Yo no te he obligado a nada! —se indignó Grieg—. Nos hemos refugiado en el lugar que nos parecía más seguro… Y ahora sabemos que precisamente hemos escogido el peor. Si es verdad que aquí dentro hay verdaderamente un cadáver… ya sabemos lo que están buscando todos esos patibularios con sus antorchas.

Se volvieron con la esperanza de no encontrar a nadie. El cubículo en el que se encontraban era de gran altura y de forma vagamente esférica; y tras acombarse formando un rincón que era en el que ellos se habían refugiado, se adentraba en un alargado pasillo que apenas permitía el paso de una persona.

Tras un rápido aunque cauteloso análisis de la cavidad, Grieg se percató de que si era verdad que allí había encerrado un cadáver, únicamente podría encontrarse al final del extraño pasillo que formaba la antigua piquera de escoria una vez que fue desmantelada y remodelada la vieja fundición. Optó por comprobarlo antes de arriesgarse a salir y ser sorprendidos por los monjes.

—No te muevas de aquí —indicó Grieg mientras se adentraba en el pasillo cilíndrico con la esperanza de que allí no hubiese ningún cadáver.

«Si no encontramos nada, es muy posible que estos monjes chiflados no vengan directamente aquí y podamos escapar cuando se hayan alejado de nuevo», pensó.

Gabriel Grieg no tuvo necesidad de completar el recorrido para comprobar que en el suelo yacía un saco de color blanco que estaba cerrado con una cremallera. Por el tamaño y el volumen podría contener, perfectamente, el cuerpo de una persona.

—No hemos tenido suerte —maldijo en voz baja.

Lorena, haciendo caso omiso de la advertencia de Grieg, había seguido sus pasos y asistió, alarmada, al momento en que él se acercó al saco y descorrió la alargada cremallera. Grieg apuntó la linterna a la parte superior y alumbró el rostro de un varón de unos cincuenta años.

El arquitecto levantó el párpado derecho y enseguida notó la piel fría. El globo ocular estaba hundido y ya mostraba la flacidez y el aspecto blanquecino, casi lechoso, típico de los ojos de los cadáveres.

—Este tipo está muerto.

—¿Cómo va vestido? —preguntó Lorena.

—¿Por qué quieres saberlo? —contestó Grieg, que empezó a caminar en dirección a la escotilla de salida—. Tenemos que salir inmediatamente de aquí. ¡Hay un cadáver! Y por desgracia ya no tengo ninguna duda de que los monjes vendrán aquí a continuar con sus extraños juicios. ¡Tenemos que largarnos inmediatamente!

Lorena abrió totalmente la cremallera del saco que amortajaba el cadáver y pudo comprobar que el cuerpo estaba vestido con los ropajes blancos típicos con los que se ajusticiaba a los herejes en la Edad Media, pero no encontró ninguna herida.

—Fíjate, junto al saco que encierra el cadáver, hay otros dos exactamente iguales, pero vacíos.

—¡Larguémonos! —la apremió Grieg desde el final del pasillo.

Lorena cerró la cremallera del saco mortuorio y corrió a través del pasillo, pero al llegar al ahuecamiento central se percató de que los monjes se encontraban con sus antorchas casi en la entrada de la antigua piquera de arrabio. Si Lorena y Grieg intentaban salir a través de la escotilla, los monjes les descubrirían.

De inmediato, apagaron la linterna y se volvieron a esconder en un rincón tan estrecho que ni siquiera hubiese servido para ocultar a una persona. Tenían que decidir en cuestión de segundos qué resultaba más efectivo: salir o quedarse en aquella cueva de hierro.

—¡Estamos metidos en un buen lío, Gabriel! —exclamó Lorena, mientras sonaban, cada vez más cerca, las palabras del inquisidor.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Grieg, desconcertado—. Cuando entren nos verán seguro, aquí no podemos escondernos en ningún sitio.

—Saldremos de aquí ahora mismo, pero lo haremos a mi modo —dijo Lorena tomando de nuevo la linterna y volviéndose a dirigir hacia el lugar donde se encontraba el cadáver.

Grieg no comprendía lo que Lorena llevaba en las manos.

—¿Para qué diablos quieres esos dos sacos?

—¡Ya te lo explicaré más tarde! ¡Ahora tenemos que salir de aquí!

Se acercaron a la oxidada escotilla y la entreabrieron, saliendo después a toda velocidad de la piquera de escoria. Tras recorrer una distancia aproximada de diez metros, lograron ocultarse de cualquier mirada detrás de un gran mogote de acero.

—¿Por qué te has llevado los sacos vacíos para el transporte de cadáveres? —susurró Grieg—. Se darán cuenta de que alguien los ha robado.

Lorena no contestó.

Miraba, hipnotizada, cómo el círculo de luz formado por las antorchas de los monjes entraba en la calleja que conducía hasta la piquera de escoria. El inquisidor junto con dos arqueros entraba en la misma cavidad que ellos acababan de abandonar.

Lorena continuaba con la mirada perdida entre las llamas de las antorchas mientras sus pupilas reflejaban su fuego, como si fueran dos espejos. La imagen que ofrecía, pensó Grieg, parecía sacada de la pluma de Alejandro Dumas. No pudo dejar de pensar, al verla sosteniendo los dos sacos mortuorios con las manos, que ambos se hallaban prisioneros en el interior del mismísimo castillo de If, y que Lorena, cual si fuese un transmutado Edmond Dantès, estaba a punto de encerrarse en el saco mortuorio para ir en busca del tesoro oculto.

Gabriel Grieg sintió el calor de las llamas de las antorchas cuando recordó el texto que leyó de niño. Se trataba de la advertencia que le hace el docto abate Faria al que poco después se convertirá en el conde de Montecristo:

Es preciso la desgracia para descubrir ciertas minas misteriosas que encierra la inteligencia humana. Hace falta presión para que estalle la pólvora.

21

El gran inquisidor y sus ayudantes habían puesto sobre un viejo carromato de madera el cadáver que Grieg y Lorena descubrieron en el interior de la escotilla. Lo habían revestido con un hábito de monje y los cantos gregorianos volvían a resonar con todo su ascético esplendor hasta llenar la nave industrial de graves y lejanas resonancias monásticas.

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