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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (2 page)

BOOK: El laberinto de oro
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Entonces los alaridos proferidos por el gigante de voz desgarrada empezaron a hacerse inteligibles cuando el banquero y la mujer se adentraron en la gran explanada de donde provenía aquella amplificadísima música…

«All the sinners saints… As heads is tails… just call me Lucifer.»

La atractiva relaciones públicas, hablando muy alto por la música, se dirigió al banquero.


Signore
Lambordi, está a punto de comenzar la presentación mundial de los relojes fabricados con oro alquímico que tendrá lugar en el castillo de Praga. —Muy sonriente, la elegante rubia saludó a un hombre que lucía en el uniforme una placa de
Dopravní Policie
y que era el jefe de los agentes encargados de la vigilancia—. En los aledaños, ya ha empezado el espectáculo. Debemos dirigirnos sin más demora hacia el castillo porque, en breve, el callejón se llenará de invitados.

En efecto, en unos minutos los funcionarios del ayuntamiento permitirían el acceso al público y el callejón sería multitudinariamente visitado por ciudadanos de Praga y por turistas, ávidos de contemplar cómo era el
Zlatá Ulicka,
el Callejón del Oro y de los Alquimistas, en el siglo XVII.

El banquero y la relaciones públicas se dirigieron al Rolls-Royce aparcado en un extremo de la gran plaza, donde se agolpaba una gran multitud que asistía a un espectáculo musical con final pirotécnico titulado «El diablo en el Callejón del Oro».

Junto a un enorme escenario se amontonaban gran cantidad de bafles y focos que se apagaron de repente, y proyectado sobre una enorme pantalla apareció el gigantesco rostro de Mick Jagger.

El cantante de los Rolling Stones se comía literalmente el micrófono inalámbrico y, aunque con la cara más arrugada, parecía haber firmado un pacto con el diablo para mantener la misma energía y vitalidad de la que hacía gala en los años sesenta.

El líder de sus Satánicas Majestades se contoneaba como una serpiente de un lado al otro del escenario y cantaba
Simpathy for the Devil: «Please to meet you… hope you guessed my name… um yeah…»

La relaciones públicas sostenía en la mano un cuadernillo dorado, del que sobresalía una invitación para acceder a la restringida licitación que estaba a punto de producirse. En la portada, podía observarse el Callejón de los Alquimistas tal como la leyenda lo representaba en el siglo XVII.

«But what's puzzling you… is the nature of my game…»

En el lujoso catálogo destacaba una joya excepcional: el primer reloj que incluía entre sus materiales el anhelado oro alquímico que toda la vida trataron de conseguir los alquimistas. La presentación mundial del mismo tendría lugar en uno de los salones del ala sur del nuevo palacio, en el castillo de Praga.

En un esfuerzo sin precedentes, según se detallaba en el catálogo que portaba la valquiria, la organización del exclusivo evento había contado «con la magnífica colaboración del Excelentísimo Ayuntamiento de Praga para la costosa recreación del mítico
Zlatá Ulicka
o Callejón del Oro…».

«Tell me, baby, what's my name…»

La producción del excepcional reloj, para que pudiese considerarse de colección, y no modelo exclusivo, sería de cinco unidades al año, a un precio que no se había hecho público, que se establecía por contrato y que alcanzaría una cifra de ocho dígitos.

Cada uno de los relojes estaba realizado parcialmente con oro alquímico conseguido en el Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN), gracias a un intricado proceso tecnológico que consistía en hacer viajar núcleos atómicos cargados eléctricamente, a través de un acelerador lineal de partículas de veintisiete kilómetros de perímetro, hasta que alcanzaban el 99,9 por ciento de la velocidad de la luz.

En ese preciso momento, se les hacía impactar violentamente contra otros núcleos hasta transmutarlos. El mismo objetivo que los viejos alquimistas anhelaban obrar en sus pequeños crisoles.

«Tell me honey, can you guess my name?»

Mediante ese complejo proceso se lograba vencer la fuerza de repulsión de sus núcleos haciendo que los ochenta y dos protones, ciento veinticinco neutrones y ochenta y dos electrones del plomo se transmutasen en otro elemento distinto formado por setenta y nueve protones, ciento dieciocho neutrones y setenta y nueve electrones; es decir, oro puro.

El oro puro largamente perseguido por los alquimistas, tras el que, cómodamente instalado en la parte trasera de un Rolls-Royce, el banquero veneciano iba a su encuentro.

«Tell you one time, you're the blame…»

«Just call me Lucifer…»

1

Era la víspera de Todos los Santos.

Una lluvia fina e incesante había estado cayendo en la ciudad desde el amanecer, y Barcelona lucía inesperadamente reluciente a esa primera hora de la noche. Parecía que las plazas y las calles estaban abrillantadas por una diáfana y húmeda pátina.

Brillaban encendidas las farolas que se alargaban en hileras interminables en la Gran Vía, y toda la ciudad parecía resistirse al hálito triste del otoño que cubría de hojas muertas sus paseos, que había oscurecido prematuramente el atardecer y la envolvía con un cielo de color ceniza.

Esa noche, en pleno corazón de las Ramblas, el Gran Teatro del Liceo mostraba el aspecto de las grandes ocasiones, y su elegante fachada estaba completamente iluminada ante los ojos de los que la observaban desde el concurrido paseo.

El arquitecto Gabriel Grieg se hallaba en ese momento en el interior del teatro. Estaba plácidamente sentado en una afelpada butaca de un lujoso salón, rodeado de exquisitas pinturas murales que destacaban sobre un suelo de mármol blanco, mayólicas romanas elaboradas en tonos polícromos y delicados mosaicos de estilo modernista.

Su imagen, sin que él se percatase de ello, se reflejaba en un espejo situado junto a una vidriera
art déco,
y mostraba el cuerpo de un hombre que llevaba el pelo largo de color castaño y que era alto y de complexión atlética. Muy recientemente había sobrepasado la frontera de los cuarenta y en las perfiladas facciones de su rostro destacaban unos ojos de color verde oscuro.

La vidriera estaba en la parte superior de una enorme chimenea decorada con nervaduras de madera labrada y alicatados de cerámica, y conformaba un escudo rojo y amarillo, coronado por un yelmo de armadura bajo el que figuraba el siguiente epígrafe:

GRAN TEATRO DEL LICEO

CÍRCULO DEL LICEO

ANNO DOMINI MCMII

La sala tenía la particularidad de que una de sus paredes, la perteneciente a la fachada del edificio y que apenas se elevaba unos metros sobre el suelo, estaba formada por dos grandes cristaleras que ofrecían una formidable panorámica de las Ramblas y del ir y venir de sus gentes. Por esa razón, en el Círculo del Liceo, exclusivo club privado al más puro estilo inglés, a aquella sala se la conocía como «la pecera».

Sentada frente a Grieg en otra butaca, se encontraba una mujer de treinta y cinco años, que llevaba un traje de gala de seda y unos afiladísimos zapatos de tacón de aguja.

Tenía los ojos azules, una larga cabellera y los labios pintados en tonos coralinos.

—Mañana creeré que todo fue un sueño, pero estar en el Liceo vestida de Sissí Emperatriz, en un salón digno de un palacio, y sentada en una butaca que parece un trono es algo que, pase lo que pase, ya no me lo quita nadie —bromeó Laia, la mujer, mientras veía pasar la gente por el paseo de las Ramblas.

—Yo me siento como el mismísimo duque Maximiliano de Baviera, pues aquí dentro el lujo no brilla por su ausencia —dijo Grieg, que iba vestido con un traje de seda de Armani de color negro que conjuntaba con una camisa blanca de hilo y una corbata gris plata.

—¿Crees que serán puntuales y la hora de la cena será la anunciada? —preguntó ella con una sonrisa en los labios mientras sostenía, junto a un elegante bolso de mano, una tarjeta de invitación en la mano izquierda.

—No puedo asegurártelo porque es la primera vez que entro en el privadísimo Círculo del Liceo, y la verdad es que tengo mucha curiosidad por saberlo —reveló Grieg—. Ésa fue una de las razones por las que acepté tu invitación a la cena de esta noche, al margen, naturalmente, de gozar de tu siempre grata compañía.

—Me alegro de que sea así —afirmó Laia, mientras sonreía pícaramente y se recolocaba el colgante que pendía de su cuello.

—Cuando te lo pregunté la primera vez, no quisiste aclarármelo… ¿quién te hizo llegar la invitación para la cena de esta noche? —preguntó Grieg, intrigado.

—¿No te lo imaginas? —respondió ella con una enigmática sonrisa.

En ese momento, la puerta de la sala se abrió de par en par y apareció un empleado del teatro vestido con uniforme oscuro, que lucía sobre el bolsillo superior de la americana las iniciales «C. L.» primorosamente bordadas en hilo dorado.

—Les ruego que me acompañen —anunció en un atiplado tono de voz—. Su mesa ya está dispuesta.

Laia y Gabriel, precedidos por el ordenanza, atravesaron un elegante vestíbulo modernista, con esbeltas columnas de mármol de color verde rematadas por capiteles dorados y un techo de caoba, y llegaron al pie de una escalera junto a cuatro maravillosas vidrieras que representaban varios actos de las óperas de Wagner.

La majestuosa escalera de mármol estaba guarnecida por una gruesa y elaborada alfombra de tapicería y conducía al antecomedor, donde destacaba un enorme cuadro de Ramón Casas titulado
Baile de tarde.

—Ruego a los señores tengan bien a seguirme.

El empleado abrió la puerta que daba a un fastuoso comedor, que ofrecía en aquellos momentos el mismo animado y concurrido aspecto de los más excelsos estrenos de ópera. El comedor, diseñado por Joan Bassegoda i Nonell, ocupaba todo el balcón del primer piso del Liceo.

Las mesas estaban dispuestas exquisitamente con manteles bordados, jarrones de mayólica con flores naturales, vajillas de porcelana y cubertería de plata. Y se encontraban casi todas ocupadas por unos ilustres invitados, elegantemente vestidos para la ocasión, entre los que se reconocían autoridades y destacadas personalidades de la ciudad.

Atravesaron el comedor, iluminado por una enorme lámpara de lágrimas de cristal, sabiendo que eran objeto de numerosas y escrutadoras miradas.

Laia miró contrariada a Grieg cuando vio que el asistente parecía dirigirse hacia una pequeña mesa redonda situada en un rincón sin vistas a las Ramblas. Pero inesperadamente éste desvió su trayectoria y se encaminó hacia dos puertas de color blanco con tiradores dorados que estaban cerradas. El ordenanza extrajo una llave del bolsillo de su americana y las abrió con un gesto complacido y a la vez solemne.

Ante ellos apareció uno de los dos salones privados situados a cada extremo del comedor principal, en el que resaltaba un dintelado columnario.

La sala ofrecía una privilegiada panorámica de las Ramblas y tenía instalada una gran mesa rectangular con un jarrón de porcelana colmado de rosas, gladiolos, margaritas y todo tipo de manjares. Pero no fue eso lo que más atrajo su atención, sino que en aquella opulenta mesa se había dispuesto únicamente el servicio y los cubiertos para dos comensales.

El empleado les indicó el lugar donde debían colocarse y les invitó a que tomasen asiento.

—Estoy a su entera disposición —dijo—. De inmediato les atenderá el
maître.

Laia contempló, fascinada, el cuadro de grandes dimensiones de Hénault que presidía el comedor.

—Tienes que decirme quién te hizo llegar la invitación para esta exclusiva velada —dijo Grieg levantando su índice derecho y con una amplia sonrisa en los labios.

—Alguien me la dejó sobre la mesa de mi despacho. —Laia volvió a sonreír con picardía mientras observaba con deleite la variedad de canapés sobre una bandeja de plata—. ¿De verdad que aún no sospechas quién pudo ser?

—Pues no —contestó Grieg, encogiendo los hombros.

—Desde luego, cuanto más conozco a los hombres menos os entiendo —afirmó Laia colocándose bien la falda—. La invitación venía con un sobre en el que aparecía esta frase: «Invita a Gabriel Grieg», e iba firmado por las iniciales «M. V.». ¿Vas cayendo?

Grieg se mordió un nudillo y se dio cuenta de que aquellas dos iniciales eran las de Mónica Valentí, su ex mujer tras hacerse efectivo el divorcio hacía poco más de medio año.

—Todo un detalle —soltó, sonriendo, aunque con incredulidad en el rostro.

—Pero… ¡qué poco nos conocéis! —exclamó Laia sacudiendo la cabeza—. A veces, creo que vivís en la Luna y que no os dais cuenta de nada.

—¿Y cuál es el motivo? —preguntó socarronamente Grieg.

—Gabriel, las mujeres nos lo contamos todo. ¿Entiendes? Mónica y yo somos socias desde hace muchos años… —Laia envolvía sus palabras en una calidez insinuante—. ¡Ya sabes cómo es…! He ido con ella a muchas despedidas de soltera. Quizás, en esta ocasión, nos haya querido convocar, a nosotros dos, a una estupenda despedida de divorciado…

Las puertas del comedor privado se abrieron y entraron tres camareros. Iban impecablemente vestidos de negro, con cordados en la librea, la camisa blanca y un estrecho corbatín azul marino. El que parecía de mayor rango lucía una pajarita de terciopelo de color granate. Y los tres portaban una bandeja en alto.

Uno de los camareros llevaba en su bandeja tres copas de cristal de Bohemia con los ribetes dorados y las iniciales del Círculo del Liceo grabadas en la superficie, además de una cubitera de plata, decorada con motivos de la Grecia clásica, que contenía una botella de champán.

El camarero ofreció los honores de la cata a la mujer. Ella contempló a través del biselado cristal de Bohemia el color dorado y el prometedor
bouquet
que ofrecía el champán, lo cató y concedió al instante su aprobación entusiasta. El camarero, tras llenar las copas, volvió a cubrir parcialmente la botella y la depositó en la cubitera.

En ese momento, el segundo camarero depositó cuidadosamente sobre el mantel un extraño artilugio. Se trataba de un objeto esférico aunque ligeramente aplanado en su base, de color negro, que tenía el tamaño de una bola de cañón.

Los dos camareros se retiraron rápidamente.

El
maître,
que en ningún momento había mostrado la superficie de la pequeña bandeja de plata que portaba, se inclinó entonces junto a Grieg, y éste pudo ver el contenido de la bandeja y comprobar que se trataba de una tarjeta firmada de nuevo por las iniciales de su ex mujer: «M. V.» Tras contemplar la risueña expresión de su acompañante y el lujo que les rodeaba, sospechó que estaba siendo objeto de una muy sibilina y elaborada encerrona.

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