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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (21 page)

BOOK: El laberinto de oro
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«No creo que sea él la persona que he estado esperando durante tantos años», pensó mientras observaba a aquel tipo delgado y calvo, que llevaba puesto un elegante traje gris de reflejos metálicos y que lucía unas gafas con montura de color amarillo. Comprobó cómo dos Land Rover blancos se colocaban cada uno en una esquina de la calle.

En cuestión de segundos, el hombre del pelo entrecano y revuelto supo que, tras mucho tiempo, aquella noche sería, por fin, diferente a todas. Aunque nunca imaginó que fuera de aquel modo.

—Quiero que me aclares inmediatamente algunas cuestiones que quedaron en el aire la última vez que nos vimos —amenazó el hombre del traje gris con tono amenazador, mientras abría la puerta de un todoterreno y le invitaba a entrar.

Flamel notó que la actitud del sujeto hacia él, tuteándole y con un tono soez, era muy distinta de la que había mostrado la primera vez que se vieron.

—No pienso ir a ninguna parte —replicó.

El hombre del traje gris torció el gesto.

—Aún no sé cómo lo hiciste, pero la última vez que nos vimos lograste engañarme, maldito hijo de puta, y eso me ha ocasionado muchos problemas, pero esta vez no volverás a engañarme.

—No sé qué quieres de mí, pero sea lo que sea, y hagas lo que hagas, no conseguirás que te diga nada —soltó el hombre del pelo revuelto, y automáticamente tres hombres altos y fornidos salieron a la vez de los dos Land Rover.

—¡Claro que me lo dirás! —exclamó el hombre del traje gris, mientras le dejaba caer por la cabeza las trece monedas votivas que conformaban la senda esencial, en una especie de bautismo macabro.

32

Tras cruzar los jardines de Forestier, Grieg y Lorena se dirigieron al lugar donde estaba aparcada la moto. Habían optado por volver a la Font del Gat por el mismo camino que les había mostrado Ziripot de Lanz, en lugar de descender por las grandes escalinatas de piedra, y huir así de miradas furtivas.

Mientras atravesaban los jardines, Lorena miraba una y otra vez la moneda votiva que Grieg había descubierto en la piedra. Las dos caras de la moneda mostraban extraños dibujos. En el reverso se distinguía un gran árbol que surgía de lo que parecían ser los restos de una vieja ermita y bajo ella podía leerse unas enigmáticas palabras en catalán:
«L'olivera rodona.»
«El olivo de copa redonda.» En el anverso había grabado un gran panteón con puertas entornadas y una frase que lo envolvía por completo:

TUMULUS MORTEM COEMENTERIUM SANCTI GERVASII

Lorena miró al cielo y comprobó, aliviada, que aún faltaba casi media hora para que amaneciese. Después se puso a la altura de Grieg, que caminaba muy pensativo, y dijo:

—No sé a qué se refiere esta moneda. —La lanzó al aire varias veces—. Aún la encuentro más enigmática que las otras.

—Houston, tenemos un problema —bromeó Grieg, que descorría la tela metálica para facilitarle el paso a Lorena hacia el interior del laberinto—. Sé a qué se refiere la moneda, pero me inquieta que se trate de una historia a la que muy pocos deben tener acceso. Me pregunto quién será la persona que está detrás de todo esto. Es demasiado difícil para cualquiera que no conozca en profundidad los entresijos de Barcelona.

—Eso no es problema porque tengo la suerte de que me acompaña uno que sí que la conoce a fondo, ¿verdad, Gabriel? —exclamó ella, y aspiró en el ambiente un intenso perfume a hojas de ciprés—. Además, entre tú y yo podemos resolver cualquier anagrama, por complicado que sea.

—Precisamente a eso me refiero. Esa moneda que llevas en la mano tiene un mensaje directo, pero tan críptico, que son muy pocos los que podrían descifrarlo.

—¿Tú te encuentras entre ese reducido grupo?

—No lo descarto —respondió Grieg.

—Buenas noticias. Intuyo que debemos dirigirnos a toda prisa hacia el cementerio de Sant Gervasi, y una vez allí, relacionaremos la forma del panteón con el gran árbol que parece haber enraizado en la tierra.

Grieg miró fugazmente los ojos de ella.

—Temo que sea demasiado tarde… Muy pronto amanecerá y habrá acabado la noche de los muertos, y con ella la posibilidad de encontrar a la persona que buscamos.

—No te dejes vencer por el pesimismo, Gabriel —dijo Lorena—. Aprovechando que las calles aún están vacías, con la moto podemos estar allí en diez minutos, quince a lo sumo. Conozco el cementerio de Sant Gervasi porque lo he visitado varias veces y soy capaz de moverme sin guía por él. Con la moto y tomando la Ronda de Dalt… En todo caso, el problema será entrar, porque el cementerio no abre hasta…

—No has comprendido la naturaleza del problema —le interrumpió Grieg—. No vamos a ir al cementerio de Sant Gervasi.

—¿Por qué no? —preguntó ella mostrándole la moneda—. Aquí se aprecia claramente que se trata de un túmulo, que está situado junto a un gran olivo enraizado en el cementerio de Sant Gervasi.

—Nada de eso, Lorena. Ahí no pone que se trate del cementerio de Sant Gervasi. Figuran impresas unas letras en latín que hacen referencia al
«tumulus Mortem coementerium Sancti Gervasii»;
es decir, un mítico lugar que la tradición sitúa en el cementerio viejo de Sant Gervasi.

—Jamás oí hablar de un cementerio viejo situado en el distrito de Sant Gervasi.

—Se trata de una antigua tradición, mitad leyenda, mitad secreto, pero que posee algunas trazas de realidad —dijo Grieg—. La moneda votiva hace referencia a ese antiguo cementerio, que podría estar situado junto a un gran olivo.

—¿Y no sabes dónde está?

—Sólo sé vaguedades al respecto. Conversaciones inconexas con algunos ancianos interesados en el tema… Lo que más me intriga es la traducción del
tumulus Mortem.

—¿A qué te refieres? —preguntó Lorena, acercándose a él.

—Me inquieta la «M» de
Mortem.

Lorena colocó sus antebrazos sobre los hombros de Grieg para captar la luz de las brasas y observó la moneda. La primera letra de la palabra
Mortem
estaba escrita con letra mayúscula, pero todas las demás iniciales brillaban en minúsculas. Lo cual confería un significado turbador a la frase…

En el silencio de la noche, únicamente roto por los gemidos placenteros de una pareja que había asistido al aquelarre en el centro del laberinto, Grieg miró fijamente los hermosos ojos de la mujer que tenía delante. En ellos pudo ver la mirada decidida de una mujer que estaba dispuesta a todo para alcanzar sus objetivos. Incluso el hecho de ir al lugar donde les conducía la tercera moneda: el
«tumulus Mortem».
«La tumba de la Muerte.»

33

Grieg y Lorena cruzaron la plaza Molina bajo un cielo encapotado y subieron por la calle Balmes. La ciudad entera continuaba recubierta de una fina capa de agua.

Cuando Grieg detuvo la moto y la invitó amablemente a que se apeara, Lorena analizó el destino con extrañeza. Aquél no era el cementerio que ella había imaginado al salir del Teatro Griego.

Se encontraban muy cerca de la estación de Padua, y casi podía asegurar que los enmohecidos escalones que tenía frente a ella, y que iban a morir entre pequeños charcos en las aceras de la calle Balmes, eran los de la calle Corinto.

—Me gustaría saber qué hacemos aquí, y adonde vamos —preguntó, observando los señoriales edificios que les rodeaban entre la bruma; unos en dirección ascendente, hacia la montaña del Tibidabo, y otros calle abajo, hasta ser absorbidos por la carpa de luz amarillenta de las farolas de la plaza Molina, aún encendidas.

—No puedo decírtelo —contestó Grieg, que se colocaba la bolsa de piel en bandolera.

Lorena trató de seguir las largas zancadas con las que él subía las escalinatas que conforman el primer tramo de la calle Corinto, junto a la estatua en honor del
timbaler
del Bruc.

—¿Por qué no puedes decirme hacia dónde vamos? —preguntó cuando llegó a su altura.

—Por una razón muy sencilla —contestó inmediatamente Grieg—. Porque yo tampoco lo sé.

Ante la perpleja mirada de Lorena, Grieg cruzó la calle Atenas y se detuvo brevemente frente a la entrada principal del Colegio Mayor Universitario, y luego continuó ascendiendo por los escalones del segundo tramo de la calle Corinto hacia el Turó de Monterols, hasta que un gran muro cubierto de espesa vegetación le impidió el paso.

A medida que iban ascendiendo por aquella zona situada en pleno barrio de Sant Gervasi, las calles por las que caminaban se estrechaban, al tiempo que se poblaban de antiguos caserones rodeados de vegetación exuberante, que descendía de los solitarios descampados situados en los aledaños del parque de Monterols, como si fuese una espesa marea de color cetrino.

Al llegar a una calle especialmente estrecha, Grieg se detuvo. Tras leer un descolorido cartel de madera, que parecía estar allí desde los tiempos en que los coches circulaban con gasógeno, Grieg observó un viejo bar con sucios cristales. El bar tenía una barra de mármol y seis mesitas de formica con las patas oxidadas y cubiertas por desgastados y deshilachados hules.

En el interior pululaban varios clientes, la mayoría vestidos con monos de trabajo a pesar de ser día festivo. Las paredes de aquel vetusto local estaban completamente atiborradas de cuadros viejos y de los objetos más variopintos, que los años, el polvo, el humo de los fogones y el tabaco habían ido recubriendo de una película de extraña textura.

Lorena vio que Grieg abría la puerta, dispuesto a entrar en aquella cueva, de la que salía un olor a embutido rancio mezclado con el tufo de puros baratos.

—No irás a entrar ahí dentro.

Pero Grieg ya estaba dentro, invitándola a pasar a aquella sórdida tasca. Y en cuanto pisó el umbral, sintió cómo las miradas de todos los clientes del bar se clavaban inmisericordemente en su escote y en las formas que dibujaban sus entallados leotardos a la altura de los muslos. Grieg se sentó a la mesa situada en el rincón donde la neblina que formaba el humo de los puros era más densa, y Lorena le siguió.

—¡En este lugar hay demasiado humo! —rezongó.

—Nada apenas, si lo comparamos con el que soltaban las hogueras de los inquisidores. ¡Dos cafés! —gritó Grieg, consciente de que el dueño no iría hasta la mesa para preguntarles qué querían tomar.

—¡Mira que hacerme meter en semejante tugurio! ¡Ésta me la pagarás! —exclamó Lorena, crispada—. ¿Y por qué me pides un café sin preguntarme antes?

—Los dos cafés son para mí, y si me hubieras dejado acabar te habría preguntado qué quieres tomar —contestó Grieg con una sonrisa socarrona—. En fin… Aquí tienes la respuesta a la pregunta de dónde está el cementerio más pequeño y misterioso de Barcelona, y que en el reverso de la moneda aparece como «la tumba de la Muerte».

Lorena observó con otra mirada todo cuanto le rodeaba: las paredes, los objetos que colgaban de ellas, y hasta a las personas que se encontraban en ese momento a su alrededor.

El camarero llegó con los dos cafés y Grieg se tomó el primero; pero no pudo hacer lo mismo con el segundo porque Lorena se lo arrebató y empezó a tomarlo a sorbos muy cortos. Las paredes del bar estaban decoradas con souvenirs y postales de ciudades de Europa, muñecas de trapo de aspecto mugriento, muñecos Madelman rotos, calendarios viejos de los años setenta, insignias, escudos y banderines deportivos. Lorena suspiró.

—Me rindo. No sé a qué te refieres cuando dices que aquí podemos encontrar la pista que nos conduzca a ese cementerio, el
«tumulus Mortem Sancti Gervasii»
de la moneda. Francamente, todos estos chismes me parecen pura chatarra.

—Lo tienes ahí mismo… —Grieg se levantó de la mesa para conversar con el camarero.

Lorena observó con extrañeza el objeto que Grieg señalaba con el dedo. Apuró de un trago el café y, sin llamar la atención, extrajo una pequeña cámara de su bolso. Presionó varios botones, amplió la sensibilidad y anuló
el flash
para que nadie se diera cuenta de que iba a almacenar aquel enigmático objeto en su cámara fotográfica.

34

Cuando Grieg y Lorena salieron del viejo bar, las calles del barrio de Sant Gervasi ya empezaban a iluminarse con esa extraña claridad que irradia la luz de la madrugada, mucho más sutil y hermosa que la de un eclipse, y que cada día pasa desapercibida a la mayoría de la gente.

Lorena seguía con atención los movimientos de Grieg, que parecía dirigirse a un lugar conocido, aunque sus continuos giros de cabeza delataban ciertas dificultades para encontrarlo. Tras recorrer unos doscientos metros, se detuvo por fin frente a un descampado lleno de basura y escombros de obra esparcidos por el suelo. El terreno estaba delimitado por unas paredes semiderruidas de lo que parecían ser los restos de una antigua iglesia de mediados del siglo XVIII.

Grieg apartó con la mano una tela metálica y entró en el recinto.

—Ten mucho cuidado —previno a Lorena—. En estos lugares hay cristales rotos, jeringuillas, clavos oxidados y otras lindezas por el estilo.

En busca de claridad, Grieg encendió la linterna y se dispuso a examinar el terreno.

—¿Se puede saber dónde estamos, señor arquitecto? —preguntó Lorena tras haber dado una vuelta de reconocimiento por aquel improvisado vertedero.

—Estamos sobre un terreno donde la tradición oral situaba un gran olivo centenario y milagroso, con una copa enorme y muy redonda, casi esférica. En un tipo de leyenda muy similar a la que existía en la plaza de Sant Felip Neri frente al oratorio y el de la plaza del Pi —explicó Grieg—. En este lugar se erigió una iglesia, apenas mayor que una ermita, que los lugareños recuerdan con el segundo nombre de
«capella de la bona mort»,
«capilla de la buena muerte».

—Por lo visto, ya conocías la historia.

—No es un tema desconocido, pero olvidado. Estamos sobre el solar y los cimientos de esa antigua iglesia, y de ser cierto lo poco que sé acerca del tema, éste es el paraje que glosa la leyenda…

—Sin duda, está relacionado con el objeto que me indicaste en el bar.

—Sí. Éste es el lugar donde supuestamente se encuentra el cementerio más pequeño de Barcelona. Dicen que es tan pequeño, que el de Sarria y el de Les Corts, que son diminutos, parecen grandes necrópolis en comparación con el del que te hablo.

—Nunca lo oí mencionar.

—Hay poca información al respecto, pero creo que éste es el lugar —dijo Grieg—. Y nosotros nos vemos obligados a esclarecerlo en un tiempo récord, si es que queremos conseguir nuestro objetivo antes de que los rayos del sol den por terminada la noche de Todos los Santos.

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