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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (4 page)

BOOK: El laberinto de oro
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3

Tras cruzar la puerta del antecomedor, Gabriel Grieg entró en las dependencias privadas del Círculo del Liceo.

Los salones, aunque estaban completamente iluminados, se encontraban extrañamente vacíos, y reinaba allí un profundo silencio. Con paso pausado, se dirigió hacia una acristalada puerta a través de la cual se podía contemplar la antecámara del Conservatorio de Música.

«Él me está esperando…», pensó.

El reloj estropeado parecía una metáfora de la decoración de la sala: el trasnochado lujo de unos enormes butacones de piel desgastada, en los que uno podía imaginar largas e inconfesables conversaciones al calor de una copa de coñac y de un buen cigarro habano.

Grieg se encaminó hacia la Rotonda, un salón modernista de amplios sofás de terciopelo verde, soberbiamente decorado con doce óleos de Ramón Casas. Grieg había podido contemplar casi toda la planta baja, la más noble del Círculo. Pero aquel exclusivo y mítico club privado atesoraba en los pisos superiores una sala de billares, una egregia biblioteca, un salón de conferencias y una recóndita sala reservada para el juego de naipes, en la que se habían celebrado míticas y clandestinas partidas.

Grieg se percató entonces de una sala protegida por un grueso portón de caoba decorado con filigranas de marquetería y en el que lucía un rótulo dorado:

DESPACHO DE LA PRESIDENCIA

Se dirigió hacia aquella puerta y la abrió decididamente. La sala estaba a oscuras; tan sólo penetraba una luz mortecina, proveniente de la calle, que iluminaba el Libro de Honor del Liceo —engastado con adornos dorados, plateados y blancos—, insertado en un marco rectangular de madera de nogal y cubierto por un cristal.

Grieg decidió, sin llegar a cruzar el umbral en ningún momento, que iba a cerrar aquella puerta antes de que un miembro del club pudiera sorprenderle en un despacho privado; pero un segundo antes de que las dos partes de la cerradura volviesen a unirse, oyó que, desde el interior, alguien pronunciaba su nombre.

Se encendió la luz de una pesada lámpara de bronce sobre una gran mesa de despacho, que iluminó las paredes en las que destacaban estanterías llenas de partituras musicales originales, cuadros, bustos y fotografías dedicadas por excelsos cantantes y divas de la ópera de todos los tiempos.

Sentado a la mesa, en un cómodo sillón de terciopelo rojo, se encontraba la persona en quien Grieg pensó en cuanto leyó el nombre que se ocultaba en el interior del broche.

—Volvemos a vernos de nuevo —dijo el hombre.

Gabriel Grieg se estremeció. Tenía ante sí a un hombre calvo, de ojos pequeños y muy negros, grandes y huesudas manos y enjuto como un junco, que iba vestido con un oscuro e impecable traje de solapas muy anchas.

Aparentaba tener unos noventa años, exactamente los mismos que parecía tener una década antes, cuando Grieg contrajo la deuda.

—Estoy seguro de que en cuanto leyó el texto que escondía el colgante de oro, se acordó inmediatamente de mí. ¿No es así, señor Grieg? —El anciano sonrió cáusticamente y se incorporó en el asiento. A continuación, extendió lánguidamente su brazo izquierdo—. Acomódese, por favor. Ha llegado el momento de saldar la deuda.

Gabriel Grieg pensó en el día en que vio por última vez a aquel anciano.

—Supongo que estará pensando —continuó éste—… porque yo también lo haría en su lugar…, en por qué debe pagar precisamente ahora una deuda que ya creía usted tener saldada, por óbito… del fiador.

Grieg guardó silencio y se limitó a tomar asiento en la butaca situada al otro lado de la mesa y a mirar de soslayo los ojos de su inquietante interlocutor.

—Creyó que yo ya estaría criando malvas, pero ya ve que no es así.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Grieg.

—Me satisface su predisposición.

El extraño anciano extrajo del bolsillo superior de su americana un estuche de piel y, tras abrirlo, escogió uno de los tres cigarros habanos que había en el interior. A continuación encendió el puro con un gran encendedor de plata que reposaba sobre la mesa.

—Disculpe los pequeños subterfugios de los que he debido valerme para hacerle venir hasta aquí…: el artificioso malentendido con las iniciales de la adorable Mónica Valentí… —Una gran bocanada de humo salió de forma impetuosa de su boca antes de continuar—: No me negará que hacer coincidir las iniciales M. V. de su ex mujer con las del inmortal arquitecto M. Viguier, que era uno de los numerosos seudónimos que el conde de Saint Germain empleó, tiene su mérito y su chispa de gracia.

El anciano volvió a sonreír enigmáticamente e hizo una pausa.

—Discúlpeme, pero ya sólo me quedan estas pequeñas diabluras para divertirme… Créame, es más creativo y divertido así… Mucho mejor que enviarle un fornido emisario para que le retorciese el brazo… Además, ya le advertí que cuando le citase usted vendría por su propio pie y sin saber que era yo quien le requería. Era parte del trato, ¿recuerda?

—¿Cómo puedo saldar la deuda? —preguntó Grieg, escrutando cada uno de los movimientos del anciano.

El decrépito acreedor expulsó el contenido que albergaban sus pulmones y el espeso humo del tabaco envolvió su cara, rejuveneciendo sus facciones.

—Le introduciré sucintamente en el tema. —El anciano extendió su macilento índice izquierdo—. ¿Sabe a qué personaje representa esta exquisita estatua?

Sobre la mesa reposaba una turbadora figura de cerámica que mostraba la forma de una mujer vestida con ropajes muy amplios, que sujetaba un libro en una mano, una rama dorada en la otra y que tenía el rostro totalmente devorado por las arrugas y por la edad.

Grieg optó por guardar silencio. Trataba de mostrarse impasible, pero estaba nervioso, y sospechaba que el rumbo que parecía tomar la conversación que estaba a punto de mantener con el anciano le conduciría a tenebrosos territorios de los que aquella inquietante figura era su oscura mensajera.

—Sé que ha reconocido al personaje. ¿Por qué se obstina en ser tan parco en palabras? —Por primera vez, el anciano ensombreció el semblante.

Efectivamente, Gabriel conocía perfectamente al mítico personaje que representaba aquella figura: se trataba de la Sibila de Cumas. La leyenda decía que Apolo le concedió el deseo que ella quisiera. Eligió vivir tantos años como granos de arena cupieran entre sus dos manos. El deseo que solicitó le fue concedido, pero olvidó pedirle al dios el don de la eterna juventud, mediante el cual conservaría el mismo aspecto que tenía cuando era joven. Envejeció tanto, que se descarnó, y tuvieron que encerrarla en una jaula que colgaron de las murallas del templo del mismo Apolo. A ella acudían los escasísimos mortales que pretendían penetrar en el infierno, estando aún vivos. La rama de oro que sostenía en la mano era el pago que debían hacerle a Caronte, el barquero del Hades, para que les permitiera cruzar la laguna Estigia y conducirles hasta la boca del cráter del averno.

Se produjo una larga pausa.

—Créame, mi silencioso deudor, hay pensamientos que sólo pueden nacer de los viejos, y le aseguro que… —El anciano acarició el descarnado rostro de la sibila—… si la vida de las personas transcurriera hacia atrás, es decir, si naciéramos viejos y muriésemos plácidamente acunados en el útero maternal… las guerras se harían para ganar tiempo… no oro.

Gabriel Grieg observaba con cautela al anciano. Notaba en él el mismo halo de misterio que apreciaba a diario en su trabajo de restaurador, en las viejas iglesias románicas o en las oscuras criptas subterráneas erigidas entre los pilares de las catedrales.

—Insisto, «arquitecto Viguier». ¿Qué debo hacer para saldar la deuda?

—En primer lugar, entrégueme el colgante de oro por el que, muy sagazmente, usted recordó su débito para conmigo y le hizo venir hasta aquí del modo que yo pretendía… —El viejo hizo girar el puro junto a su oreja izquierda, escuchando el crepitar de la hoja.

Grieg hizo exactamente lo que le habían pedido.

El anciano recogió con extrema delicadeza el colgante de oro de forma ovalada y lo depositó sobre el libro que sostenía en su mano derecha la estatuilla de la Sibila de Cumas. Luego continuó fumando pausadamente y disfrutando el momento de un modo muy intenso, como si creyese que el humo de aquel habano le alargaba la vida.

Tras esa larga pausa, en la que pareció recrearse entre sus pensamientos, el fumador retomó la conversación.

—No insultaré su inteligencia. Usted sabe perfectamente la procedencia de este colgante de oro —aseguró el nonagenario, muy lentamente.

Grieg sabía que el viejo tenía razón. La joya había sido diseñada y elaborada en los talleres de orfebrería de los Masriera a mediados del siglo XIX, pero incorporaba un motivo completamente atípico y muy alejado de los diseños modernistas que caracterizaban sus extraordinarias piezas. No representaba ni a una golondrina, ni a una garza, ni a dos peces enfrentados entre sí, ni siquiera a una ninfa. Era un motivo muchísimo más inquietante: una barca surcaba las estancadas aguas de la laguna Estigia en dirección a las puertas del infierno. La barca iba guiada por un hombre extremadamente delgado que, pese a tener la cara parcialmente oculta por un antifaz, Grieg reconoció como Caronte. Junto a él había un personaje con el rostro semioculto por una máscara y que llevaba una lanza, un estandarte y un cetro en forma de serpiente.

El anciano continuó con su particular puesta en escena y volvió a coger el colgante que reposaba sobre el libro, y lo depositó después sobre la mesa. Arrancó cuidadosamente la rama dorada que sostenía la Sibila de Cumas, la única que proporcionaba el oro divino, aquel que permitía atravesar, aún en vida, las puertas del infierno, y lo colocó encima del colgante.

—Uno de los dos argonautas es totalmente reconocible. Se trata de Caronte. —El anciano golpeó ligeramente el puro para depositar la ceniza acumulada—. ¿Quién diría que le acompaña?

Gabriel Grieg trataba de pensar a toda velocidad para que su ambiguo acreedor no le cogiera a contrapié. «El personaje que lleva el cetro con forma de serpiente es Eligos. El gran duque del infierno, el que tiene siempre a su disposición setenta legiones de demonios —se dijo—. Puede conseguir, para sí o para quien él elija, el beneficio y la ayuda de los poderosos, además de tener el don de descubrir lo secreto y adivinar el futuro.»

Grieg recordó estos datos gracias a la documentación que tuvo que estudiar cuando le encargaron la restauración de la imagen de una santa que, entre sapos y culebras, tenía a Eligos tentándola a los pies del pedestal.

Por primera vez los dos hombres, con el grave latido mecánico del carillón de fondo, se miraron a los ojos.

—Eligos —respondió lacónicamente Grieg.

—Así es… Eligos, el gran duque de los infiernos. Veo que conoce el tema, mi docto deudor. —El viejo se recostó en el amplio respaldo del sillón y formuló una pregunta que literalmente dejó helado al hombre que estaba sentado frente a él—. ¿Usted cree en el demonio?

En otras circunstancias, al escuchar semejante pregunta, Gabriel Grieg habría dudado de las facultades mentales de su interlocutor. Pero el tipo de deuda contraída con el anciano convertía la pregunta en terroríficamente adecuada.

—¿A qué demonios se refiere? —contestó de inmediato—. ¿Al que fue a buscar Orfeo por su amor a Eurídice? ¿Al oscuro amo que reinaba en el mundo subterráneo de Homero? ¿Al diablo que sugería Platón y que habitaba en los largos túneles en el interior de la Tierra? ¿Acaso, al diablo de los egipcios y que mandaba en su reino subterráneo de eternas y muy oscuras sombras? ¿O quizá se trata del más perverso de los seres que moraban en la civilización intraterrestre en la que creía firmemente Leonard Euler…? ¿A cuál de ellos se refiere? El demonio, en la historia del ser humano, es una figura muy recurrente… El anciano negó con la cabeza y arqueó las cejas. —Me recuerda al inquieto y descreído joven que un día, ya muy lejano, fui… Ha abordado muy bien la cuestión. No ha incurrido en la trampa que encerraba la pregunta y únicamente ha mencionado a demonios paganos, incluyendo al retozón y cabezota de Eligos. Pero, muy cabalmente, ha evitado referirse…

El anciano hizo una pausa, volvió a apoyar los antebrazos en la mesa y dio una profunda calada a su puro, provocando que su rostro volviera a esconderse tras el humo. —… a la existencia física del diablo.

4

El monótono tictac del carillón situado junto a la puerta era el único sonido que podía oírse en el interior de la sala. El decrépito anciano permanecía inmóvil, y mientras se desvanecía el humo del habano, contemplaba condescendientemente a su deudor.

—¿Existencia física del diablo? ¿De verdad me está hablando de un diablo antropomorfo que pudiera pasearse tranquilamente por el Paseo de Gracia o por las Ramblas de Barcelona? ¿Realmente se refiere a eso? —Grieg se inquietó al ver cómo el anciano dibujaba una sonrisa maliciosa mientras asentía con la cabeza.

«Este viejo es un loco peligroso. Tengo que llegar a un acuerdo lo antes posible o me meterá en un lío del que no podré salir», pensó Grieg, alterado, y dijo:

—Soy un hombre de palabra. Es cierto que contraje una importante deuda con usted, y ahora se trata de calibrar esa deuda en sus justos términos… pero sin ir, en ningún caso, más allá. ¿Comprende? No puede pedirme más de a lo que me comprometí.

Gabriel Grieg percibió un brillo mefistofélico en los vidriosos ojos del anciano.

—¿Qué me impide abandonar ahora mismo este despacho y olvidarme de este desquiciado asunto? —continuó Grieg—. ¿Qué ocurriría si elijo marcharme de inmediato?

El anciano abrió entonces un cajón de la mesa y volvió a colocar sus tendinosas manos encima del escritorio.

—En ese caso, desafortunadamente, me vería obligado a aplicar lo que usted y yo convenimos en caso de incumplimiento por su parte.

—Prosiga… —exigió Grieg—. ¿Cuáles son sus planes?

—Adentrémonos en los siempre procelosos escondrijos donde se oculta el demonio. Observe detenidamente la caja que ahora mismo le mostraré.

El hombre extrajo del mismo cajón que permanecía abierto una antigua y ajada caja de cartón que tenía las ocho puntas aplastadas por el uso y se la entregó a Grieg para que la examinara. Él la tomó con recelo, pero rápidamente abrió la tapa y analizó bajo la luz directa de la lámpara su insospechado contenido.

La pequeña caja estaba llena de recortes de imágenes extraídas de pliegos de
auques
catalanas y aleluyas. Abundaban antiguas viñetas y estampas de barajas y loterías infantiles que representaban
El mundo al revés, La historia de Atala, El zapatero del Rey, Pedro el Cruel, Aladino y la lámpara maravillosa, La tierra de Jauja,
etc. Eran imágenes que los niños recortaban y posteriormente usaban como moneda infantil, para arrojarlas desde los balcones cuando pasaban las procesiones (de ahí venía el nombre de «aleluyas») y, sobre todo, para simplemente jugar con ellas ahuecando la mano hasta voltearlas en el aire.

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