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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (41 page)

BOOK: El laberinto de oro
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—Acaban de entregarme una tarjeta que sin duda le interesará.

—Ahora mismo, tras ver todos esos contratos firmados, hay muy pocas cosas que me interesen… —exclamó Meyer mirando con lujuria a su bella acompañante.

—Disculpe —insistió Dupont con gesto sumiso—, pero cuando empecé a trabajar con usted, me advirtió muy seriamente que si alguna vez oía o leía un nombre, se lo comunicase inmediatamente.

Meyer desencajó la mandíbula y tomó la tarjeta que su colaborador llevaba en la mano.

Lo más secretamente temido acaba sucediendo siempre…

Al leer aquellas palabras, sintió cómo el sudor perlaba su frente.

—¿Qué significa esto? —gruñó.

Giró la tarjeta y leyó un nombre que había visto por última vez hacía trece años, cuando era un jefe de poca monta en uno de los departamentos menores de la compañía:

trux

Trux era el pseudónimo que figuraba al final de un informe secreto que alguien le había hecho llegar. En él constaba la idea, el concepto y el modo de fabricar un reloj de oro alquímico. Y esos papeles le habían permitido ascender hasta el puesto que ahora ocupaba dentro del complicado mundo de la relojería suiza.

Por eso Meyer leyó el nombre con preocupación. Trux era, en ese momento, una amenaza letal.

—¿Quién le ha dado esta tarjeta?

—Me he tomado la libertad de pedirle que me acompañara hasta aquí— respondió el subordinado.

Auguste Meyer se levantó de la silla mientras el tenor que representaba el papel de Mefistófeles atacaba las primeras estrofas del aria del prólogo. Ya en el pasillo, se quedó asombrado al conocer la identidad de Trux, de quien no había sabido nada en tantos años.

Era una mujer muy guapa, de grandes y hermosos ojos, que lucía un modelo exclusivo de Chanel en satén negro.

Al verla, Auguste Meyer recordó el significado del vocablo latino Trux: «Cruel y despiadado.»

68

El reloj de Grieg marcaba las cuatro y cuarto de la madrugada.

A unos metros, su linterna alumbraba unos irregulares y húmedos escalones que descendían de un modo muy acentuado en torno a un ahuecamiento central del tamaño de un pozo. Mientras bajaba, oía un persistente rumor que subía por el pozo mezclado con reverberaciones de agua.

Grieg iba en busca del ser monstruoso que le había dejado en el suelo de la capilla Marcús el libro con el símbolo del oro alquímico. Para acceder a aquel escabroso lugar, había abierto la puerta blindada de la joyería secreta; la que se encontraba detrás del panel de la laguna Estigia.

Gabriel sabía que estaba entrando en un lugar especial, uno de esos sitios que no aparecen en los mapas, ni en las cámaras fotográficas de los turistas… Son lugares que crean un paisaje mezcla de una pesadilla de Poe, una quimera de Lovecraft y una entelequia del conde de Lautréamont. Grieg se dirigía hacia uno de esos recónditos territorios que muy pocos tienen ocasión de ver.

Un «no lugar».

Mientras descendía por las escaleras, la linterna alumbraba unas paredes llenas de tétricas inscripciones.

¡Quien nos viese retrocedería presa del espanto!

Eran frases apocalípticas pronunciadas por unas almas en pena que estaban recluidas en el interior del Erebo o del Tártaro.

Grieg se detuvo ante una pared curva en la que figuraba escrito un texto que parafraseaba los escritos de santo Tomás de Aquino.

El maldito fuego del infierno parece extraído de la pesadilla del más cruel de los sádicos: ni destruye las almas, ni se devora a sí mismo. Alimenta los estuarios de alquitrán y azufre, y no derrite las inmensas llanuras de hielo, más extensas aún que un millón de estepas, con las que Él nos amenaza, a nosotros los condenados, en abandonarnos eternamente en ellas…

Al llegar al final de la escalera, Grieg hizo grandes esfuerzos por mantener la calma. «Estás aquí porque hiciste un maldito pacto con el viejo y para confirmar si el tipo de las garras es la persona a quien debes entregar la caja de las
auques.
Nada más. Debes aislarte mentalmente de todo cuanto te rodea; sólo así podrás volver a la superficie.»

El olor era cada vez más intenso.

Grieg se detuvo ante un portón entreabierto. Parecía la Puerta de la Alquimia de la mansión de Villa Polombara, situada junto a la plaza Vittorio Emanuele II de Roma, en la que también figuran extraños símbolos para la obtención del oro alquímico.

Luego entró en un pasillo de gruesos muros recubiertos de cerámica; sin duda, aquéllas eran las paredes laterales de unos potentes hornos. Los crisoles tenían a su lado toda clase de artilugios, como pinzas, yunques, redomas y recipientes de vidrio, cuyo contenido estaba reseco. Los alambiques y matraces de cristal mostraban, bajo la luz de la linterna, la apariencia de gigantescos hongos.

De cada uno de los atanores surgía una conducción que serpenteaba por paredes y techos hasta un aljibe, donde los gases y humos parecían ser refrigerados por las aguas del pozo.

«Quizá detrás de eso se esconda el misterio por el cual en la Edad Media decían que las aguas de este pozo eran sulfurosas y medicinales.»

Grieg continuó avanzando por el pasillo. Iluminó otro espacio que había sido utilizado como almacén, en el que estaban dispuestos cientos de vasijas y tarros de cristal, que contenían los elementos químicos para desarrollar los procesos alquímicos. Acercó la linterna para averiguar qué tipo de materias eran:
Sal nitrosum metallorum, Aqua mixta cum oleo sanguin, Salvolatile natural, Spiritus acetosellae, Spiritus sanguinis, sulphur in sale fixo animalium…

Al final del pasillo, a la izquierda, comenzaba otro corredor, al que también se abocaban laboratorios alquímicos. El conjunto, pese a encontrarse bajo tierra, parecía proporcionar la infraestructura necesaria para llevar a cabo técnicas alquímicas, tanto por la vía húmeda como por la vía seca.

Grieg se decidió a entrar en una sala más grande que las demás. En la cámara había varias mesas bajas, parecidas a pupitres. Sobre ellas reposaban instrumentos de joyero, amontonados caóticamente entre emplastos de engrudo para moldes de joyas y pliegos de diseños. Había tornos de madera para pulir las gemas, soldadores de brasa y manteles de cuero para recoger la más mínima hebra dorada que pudiera desprenderse de las manos del artesano.

Grieg observó que en el suelo había unas pisadas recientes, que llevaban hasta un rincón del taller de joyería donde estaba ubicado un pequeño atanor. Iluminó el pequeño crisol con la linterna y constató que el contenido de la marmita era el resultado de un lento proceso de combustión. De repente, la retorta pareció moverse. Se trataba un escarabajo negro que había decidido alejarse de allí y buscar un lugar más seguro.

El escarabajo se coló en una estantería y se deslizó por los lomos de los polvorientos volúmenes
De Ortu amp; Progressu Chemiae Dissertatio
de Olao Borrichio, y de un
Tratado de las aguas mercuriales
de Penoto, y al llegar al final de la estantería, se detuvo en la base de un facsímil de
I secreti,
escrito en 1561 por la misteriosa alquimista veneciana Isabella Cortese. Luego el insecto continuó por una cuerda extendida desde la estantería.

Grieg se dirigió al pasillo, pero antes vio cómo el escarabajo descendía por la cuerda, que tenía impregnada una sustancia de color parduzco que parecía atraerle. La cuerda era en realidad un cebo, que alguien había colocado estratégicamente. Atado a la cuerda había un ruinoso cubo de lata, untado de una sustancia aceitosa, en el que había cientos de escarabajos muertos. Grieg cogió unas tijeras y cortó la cuerda que conducía el escarabajo al cubo.

Cuando volvió al pasillo, sintió que el aire olía a sándalo. En la abertura al final del pasillo, había una claridad en forma de arco.

Grieg traspasó el arco y entró en un espacio radicalmente distinto al claustrofóbico y maloliente lugar que acababa de dejar.

—¡No puede ser! —exclamó, asombrado.

69

Auguste Meyer había sido taxativo: «No quiero que nadie me moleste hasta que haya hablado con Trux y sepa quién es y, sobre todo, qué busca.» A Dupont le inquietaron sus siguientes palabras: «Esa mujer no es nada, ni nadie… Cuando termine de hablar con ella, jamás volverás a verla. ¿Comprendes?»

Tras semejante advertencia, Dupont había preparado un encuentro privado en uno de los más bellos espacios del Liceo, el Salón de los Espejos, una de las mejores muestras de la arquitectura clásica europea.

Mientras Meyer hablaba con su ayudante, Lorena se acercó a una de las mesas de información sobre los relojes alquímicos y cogió uno de los catálogos promocionales.

En la portada aparecían las fotografías del acelerador lineal de partículas, el símbolo del oro alquímico, el logotipo de la flor del trébol de la compañía y la imagen del reloj. Lorena leyó algunas frases del catálogo.

El innovador concepto del reloj fabricado con oro alquímico rompe con la tradición de una progresiva y recargada incorporación de elementos de joyería tales como rubíes, brillantes y diamantes, una tendencia a nuestro entender demasiado…

La calidad de los componentes del reloj está absolutamente garantizada tanto por…

El revolucionario proceso de montaje…

Combina el diseño más vanguardista con la elegancia del canon griego…

En el modelo para señora…

El concepto de lujo va más allá…

—¿Con quién tengo el honor de hablar? —la interrumpió Auguste Meyer, una vez solos en la sala.

—Eso no importa —respondió Lorena—. Sólo debe saber que soy abogada y estoy aquí para notificarle un requerimiento jurídico.

—¿«Requerimiento jurídico»? —exclamó Meyer—. No hace falta que le diga que ha escogido el peor día para hacerlo.

—Vayamos al grano, señor Meyer —replicó ella—. Sé perfectamente que si ahora mismo está usted en esta sala a solas conmigo es porque intuye que el asunto que nos ocupa es muy serio. De lo contrario…

—¡Está jugando con fuego…! —Meyer perforó a Lorena con la mirada. Ella no sólo la sostuvo, sino que sonrió con sorna.

—Créame, señor Meyer… Le servirá escuchar mis requerimientos.

—¡Acabe de una vez! —exigió el director.

—Yo represento jurídicamente a la persona que hace años le proporcionó la idea, los conocimientos y las pruebas materiales que le han dado. —Lorena abrió el catálogo y empezó a leer en tono ampuloso—: «… el primer reloj fabricado con oro alquímico de la historia», como reza este elegante catálogo.

—No me creo que usted represente a Trux —dijo Meyer, nervioso—. ¡Deprisa, déme más datos!

—Tenga paciencia, señor Meyer… La ópera
Mefistofele
dura lo suficiente para que entienda perfectamente la gravedad del problema que se le avecina.

—Usted no puede representar a la persona que dice. El informe que cita lo escribió un desequilibrado que seguramente ya está muerto… —Meyer recuperó la compostura—. Se trata de un
compendium
escrito a mano que me llevó meses interpretar, y que estaba lleno de tachaduras, borrones de tinta e incluso manchas de sangre.

—Lo sé —contestó Lorena—. Ésa es precisamente la idea que usted ha tratado de potenciar… —Lorena le mostró una de las páginas del catálogo donde aparecía un hombre medieval en un caótico laboratorio espagírico—, la del alquimista loco… Pero jamás reconoció que fue él quien le remitió la idea… Y usted la aprovechó en su propio beneficio. —Lorena le miró fijamente—. ¿No se ha preguntado nunca por qué fue a usted, precisamente, a quien remitió el dossier?

—Ya veo que no tiene nada, señorita… Y si es así, me encargaré personalmente de aplastarla —amenazó Meyer mientras se mordía el labio—. Supongamos que el informe secreto fuera un problema para mí. ¿Y qué? Nadie podría demostrar nada, puesto que el manuscrito podría estar destruido o guardado en alguna caja secreta en mi querida Suiza.

—Dudo que haya destruido el dossier. Es muy probable que lo tenga en una cámara de seguridad del Banco Internacional de Pagos en Suiza. Además, su planteamiento es erróneo… ¿Sabe por qué? Porque el presunto alquimista loco no está muerto, sino vivito y coleando.

—Sigo pensando que no me afecta en nada… —respondió Meyer, impertérrito.

—Bien —respondió Lorena, muy seria—. ¿Y si le digo que ese alquimista anónimo tiene relación con esta compañía relojera suiza?

Lorena extrajo de su bolso una tarjeta y la colocó delante de la cara del director.

Meyer observó, visiblemente turbado, las dos iniciales de una marca relojera suiza aún más importante que la suya.

—No son más que suposiciones.

—El alquimista loco era un trabajador de esta empresa —Lorena golpeó repetidamente con los dedos la tarjeta— y vino a Barcelona a finales de los años sesenta para realizar una investigación relacionada con el presunto oro alquímico que se elaboró en Barcelona.

Auguste Meyer se pasó la mano por su sudorosa frente.

—En secreto, y sin enviar informes parciales de sus investigaciones —continuó Lorena—, escribió un
compendium
y lo firmó. Dicho dossier debería haber llegado a su central en Suiza, pero jamás lo hizo… Y ¡zas! —Lorena abrió los brazos—, el informe le llegó a usted. Ya conoce el resto de la historia.

Por primera vez, Auguste Meyer comprendió la gravedad de la situación.

—¿Se imagina qué sucedería si mañana mi representado hiciera llegar a todas las sedes de las compañías relojeras del mundo ese dossier en papel oficial, y con el mismo membrete que ve en esta tarjeta?

Lorena hizo una pausa.

—¿Qué ocurriría con su prestigio? —continuó—. No sólo el de la compañía… sino el suyo… el del gran triunfador que se ha hecho a sí mismo, y que ha contado a todo el mundo que la genial idea del reloj alquímico se le ocurrió un día en Berna cuando estaba paseando con su hijo… ¿Quiere que siga? Créame, señor Meyer: será el hazmerreír de toda la profesión, y sabe que tiene muchos enemigos…

Auguste Meyer se dirigió hacia las mesas donde estaba expuesta la campaña de
marketing
de su anhelado producto, sintiéndose tocado de muerte en su proyecto vital. Por fin comprendió el tremendo error que había cometido al apropiarse de las ideas de un loco anónimo. Pero ya era demasiado tarde.

Tragó saliva, se incorporó y se recolocó la chaqueta y la pajarita del esmoquin.

—¿Qué debo hacer? —preguntó a Lorena.

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