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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (42 page)

BOOK: El laberinto de oro
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—Hablemos en privado.

—Por supuesto. Acompáñeme. —Meyer hizo un gesto expresivo—. Vayamos al Círculo del Liceo.

70

Grieg entró en un lugar inimaginable: una capilla que mezclaba el estilo románico con algunos elementos protogóticos. Estaba rodeada por una galería porticada en la que centenares de losas de mármol blanco brillaban al ser iluminadas por la linterna.

El elemento arquitectónico más significativo del templo era una gran escalera helicoidal que parecía una gigantesca columna.

«Ésa deber de ser la escalera por la que vi descender a la aparición que me dejó el libro en la capilla Marcús», pensó Grieg.

En aquel oscuro y enigmático templo subterráneo brillaba una pequeña llama que esparcía un intenso olor a sándalo y que le daba al lugar un aire de espiritualidad. «Si hay llama, quiere decir que hay aire», pensó Grieg, mientras apuntaba la linterna hacia lo alto. En el techo, sostenida por dieciocho columnas en círculo, había una pequeña cúpula con un fresco simulando un cielo nublado. Encima figuraba la siguiente frase:
«Spem dimitiere.»
«Perded la esperanza.»

Grieg recorrió la única nave hacia el ara de la capilla, y mientras lo hacía iluminaba los templetes laterales, delicadamente esculpidos en la piedra. Las estatuas no parecían relacionadas entre ellas, y en conjunto daban una imagen ecléctica. Allí había desde estatuas de origen etrusco hasta arúspices de bronce que examinaban las formas del rayo o deformes masas de entrañas para ver en ellas el futuro.

Grieg no interpretaba correctamente la intensa carga maléfica que latía entre todas las imágenes de aquella sorprendente capilla subterránea. Pero de pronto, la visión de dos palabras pareció alumbrarle:

evoco deos

«Son todas oscuras divinidades…», pensó Grieg. Después iluminó una frase que sin duda estaba relacionada con la senda esencial:
«Porta amphitheatri sapientiae aeterneae.»

Aquello lo descubrió incrustado en un simple arco dorado, que enmarcaba una losa de pórfido en la que estaban representados unos círculos en relieve. Grieg los iluminó y entendió que se trataba de un detallado análisis geométrico, que probablemente habrían realizado una cofradía de arquitectos anterior a los gremios masónicos medievales.

En la losa se detallaba un pormenorizado estudio del círculo, y junto a su representación gráfica se citaba la fórmula matemática. Finalmente, el análisis derivaba en un detallado estudio arquitectónico de aquella construcción infernal, concebida para la invocación del diablo.

«Qué complejo es todo esto… —se dijo Grieg, acariciando el contorno de aquellos círculos, mientras parecía ser observado atentamente por los marmóreos ojos de Plutón, el guardián de los tesoros y del infierno—. Estoy en una demoníaca capilla construida por arquitectos iniciáticos que, al igual que los que edificaron la Cámara de la Viuda del cementerio secreto, recibieron el encargo de diseñar el más perfecto de los
occultum
para invocar en él al diablo.»

Grieg se recordó a sí mismo que no estaba allí en condición de arquitecto, sino para intentar encontrar a quien debía entregar la caja de las
auques:
y con paso decidido siguió hacia el lugar donde ardía la llama.

De repente, le pareció oír un ruido en una de las capillas del lado opuesto. En el templete había un conjunto de pequeñas esculturas que escenificaban el rapto de Proserpina, la hija de Deméter que Hades raptó para convertirla en reina de los infiernos.

Al apuntar la linterna hacia un rincón oscuro, descubrió la presencia de una persona que instintivamente se tapó el rostro con las manos. En ellas destacaban unas larguísimas uñas en forma de garras.

71

Auguste Meyer y Lorena se encontraban sentados, uno frente al otro, a una gran mesa de despacho sobre la que reposaba una pesada lámpara de bronce.

Al lado de la mesa, en el interior de una urna, había un gran libro de plata repujada sobre piel. En la tapa tenía grabadas las palabras
Libro de honor del Liceo,
y había sido realizado en 1908 por el taller de los Masriera.

De las paredes de la sala pendían numerosas partituras originales, así como litografías, bustos de compositores y fotografías dedicadas por tenores y sopranos de todos los tiempos.

Tanto el director de la compañía relojera como Lorena preservaban celosamente la intimidad del encuentro mediante una puerta con una reluciente placa dorada:

despacho de la presidencia

Lorena sacó dos sobres del bolso y los dejó encima de la mesa. Uno contenía documentos; el otro, una funda de plástico vacía.

—Señor Meyer, quiero que lea atentamente este contrato y que a continuación lo firme.

—¿Un contrato? Yo no voy a…

—Quien dicta las instrucciones soy yo, ¿recuerda? Quiero que analice detalladamente el contrato… Pero antes, déjeme hacerle una advertencia: lea lo que lea, no haga ningún comentario en voz alta. ¿Entendido?

—Lo que usted diga.

Meyer tomó el documento con manos temblorosas y empezó a leer los veinte folios. El contrato le obligaba a ceder un porcentaje significativo de los beneficios obtenidos por la venta de los relojes fabricados con oro alquímico. Debería ingresarlos en la cuenta de un banco suizo a nombre de una fundación privada, cuyos datos se suministraban a pie de página. Dicha cantidad debería hacerse efectiva, anualmente, «en lingotes de oro de origen no alquímico».

Sin embargo, conforme iba leyendo el documento, Meyer comprobó que las cláusulas cada vez se volvían más tenebrosas y que le introducían de lleno en un territorio peligroso, regido por un ser que parecía retroalimentarse con el Mal.

Meyer interrumpió la lectura de aquellas infaustas cláusulas y levantó la cabeza.

—¿Qué clase de contrato es éste?

—Le he ordenado que guarde silencio —replicó Lorena desde la penumbra de la sala—. Si hace otro comentario, le aseguro que esta misma noche todos los asistentes sabrán la verdad de los hechos.

Meyer se hundió en el asiento y optó por no seguir leyendo aquel contrato demoníaco. «Cuanto más lea, más difícil me resultará tomar la decisión de firmar», pensó mientras se aligeraba el cuello de la camisa.

—Por favor, señorita… —suplicó Meyer—. Permítame hacerle una pregunta… La joya que se cita varias veces en el dossier que me hizo llegar el alquimista anónimo, y que él denominaba «la Piedra»… ¿existió en realidad?

—¿Cambiaría eso las cosas? —preguntó ella sabiendo el riesgo que corría al plantear aquella pregunta.

—Dada la naturaleza de las cláusulas, la existencia real de esa joya demostraría que…

—Cállese.

—Señorita, le ruego que me lo diga antes de firmar el contrato…

Lorena reflexionó unos instantes y se incorporó en la butaca. Extrajo un estuche dorado del bolso y lo depositó en la mesa, a los pies de la figura de la Sibila de Cumas.

Meyer, sin tocar la caja, leyó el grabado de la tapa y suspiró resignadamente, pues sabía que aquella frase resumía lo que él perdería si no firmaba el contrato.

Vadarn et affluam deliciis.

Meyer había estudiado los documentos que le remitió el que muy erróneamente tomó por loco. Sabía qué representaba «la Piedra». Era la joya maldita, que simbolizaba al diablo: ese ser que vaga por la eternidad, buscando la piedra esmeraldina que cayó de su frente cuando se rebeló contra Dios.

Si realmente en el interior de aquel estuche estaba esa joya elaborada con oro alquímico, las cláusulas del contrato adquirían una dimensión verdaderamente ultraterrenal.

Meyer, con lágrimas en los ojos, tomó la decisión de no tocar aquel estuche dorado, reprimiendo su miedo, y hacer lo necesario para alejarse de él.

Cogió su pluma estilográfica y pasó todas las páginas del contrato. Cuando vio la firma que figuraba junto al espacio en blanco en el que él debía firmar, desapareció toda esperanza.

Era una marca que Meyer ya conocía del dossier secreto, en el que se aseguraba que esos trazos eran la firma del diablo. Lorena le espoleó, al ver que se detenía más de la cuenta. —Le recuerdo que pronto echarán en falta su presencia en el. palco.

El director de la compañía relojera sintió el contacto de sus dedos helados y firmó el documento.

—No le retengo más, señor Meyer —dijo Lorena. Éste se levantó y miró con odio a Lorena.

—No quiero saber quién es usted. Simplemente, le diré unas palabras que el alquimista loco escribía constantemente en el margen de sus estudios, y que deduje que eran el origen de su locura. —Volvió a mirar el contrato—. Y espero que algún día, usted, al igual que yo estoy condenado a hacerlo a partir de ahora, se vea obligada a descubrir qué terrible misterio encierran.

Auguste Meyer se dirigió hacia la puerta y, antes de salir, le espetó una enigmática frase a modo de despedida eterna.


Testamentum sapio tristes umbrae.

Tras cerrarse la puerta, Lorena introdujo el contrato firmado en el sobre, y luego en la funda de plástico. Mientras lo hacía, pensaba en la frase que Meyer había dejado flotando en el ambiente, como las llamas de un incendio invisible: «El testamento que permanece sepultado entre las tristes sombras.»

72

Las pupilas del hombre que vivía encerrado en la capilla subterránea se cerraron dolorosamente al verse atacadas por la penetrante luz de la linterna.

Grieg apagó la linterna y observó que en el rincón se escondía un hombre de edad indefinida, con el rostro casi completamente oculto por una larga melena, tan canosa y mugrienta como las barbas que salían de sus huesudas mejillas. Vestía con harapos remendados y calzaba unas viejas sandalias.

Lo más inquietante de todo eran sus larguísimas uñas, que surgían de sus dedos como si encerrase con ellas una funesta madeja.

—¡Sal de ahí! No temas, no pienso hacerte daño.

Aquel hombre, que llevaba muchos años sin oír una voz humana, fue incapaz de seguir soportando aquella dolorosa luz y se escabulló entre las sombras en dirección al altar. Al llegar, separó las manos y empezó a moverlas sobre la llama que ardía en la vasija de metal, como si quisiera llevar a cabo una invocación.

—¡La luz! ¡No quiero ver esa luz! —gritó con un atronador tono de voz.

Grieg volvió a dejar la estancia en penumbra.

—Me llamo Gabriel Grieg, y soy la persona a quien entregaste este libro. —El hombre observó cómo Grieg esgrimía el libro en su mano—. Me gustaría saber tu nombre.

—¿Que cómo me llamo? —contestó al cabo de unos segundos—. No lo sé. Únicamente recuerdo que nací en Suiza, pero ya olvidé cuál es mi nombre, así que puedes llamarme Prometeo, porque fui condenado a estar eternamente encerrado aquí dentro, por haberle robado el fuego a los Dioses… ¡Este fuego!

El hombre seguía moviendo sus nauseabundas uñas sobre el fuego, como las culebras que recubren la cabeza de Gorgona, y continuaba con su particular rito invocatorio.

—De acuerdo, Prometeo… ¿Por qué anotaste en el libro que sólo confiabas en mí?

Durante unos segundos, se oyó el acompasado y repulsivo sonido que producían las uñas al rozarse entre sí.

—Cuando, a cambio del más efímero y baladí de los placeres mundanos… —exclamó el hombre mientras alzaba los brazos hacia la cúpula—, te toca cumplir la condena fijada en la letra pequeña del pacto que realizaste con el diablo… aprendes a reconocer rápidamente quién tienes delante.

—¿Y quién crees que soy? —preguntó Grieg, y se fue acercando hacia el altar, con la actitud de quien pretendía atrapar a un pajarillo antes de que echase a volar.

Al oír la pregunta, el condenado se encaramó violentamente sobre el altar con el movimiento de un saltimbanqui.

Fue entonces cuando Grieg descubrió a un hombre que en su juventud tuvo que haber sido alto y fuerte, pero las décadas de reclusión le habían convertido en un
pauvre diable
de piel casi albina, que parecía mucho mayor. Pero su cuerpo fibrado le permitía moverse con gran agilidad.

De repente, el morador de las sombras saltó del altar y, preso de una gran excitación, se dirigió hacia el arco por donde Grieg había entrado a la capilla subterránea. Mientras cruzaba el espacio, emitió unos espeluznantes gritos.

—¡Tú estás llamado a ser el sucesor del diablo en la Tierra! ¡Y no te dejaré salir de aquí hasta saber qué harás conmigo!

Aquellas palabras resonaron en la capilla y los pasillos subterráneos.

El condenado cerró la puerta con llave, y Grieg, con una fuerte claustrofobia, se preguntó si él también estaría condenado a quedarse encerrado allí dentro para siempre. Sin embargo, lo que más le preocupaba eran las palabras de aquel hombre…

«Gabriel, recuerda que sólo debes averiguar si este tipo es la persona a quien debes entregar la caja de las
auques.
No te dejes intimidar y lárgate cuanto antes», pensó.

—Está bien, Prometeo —dijo, tratando de calmar al pobre hombre—. Supongamos que tienes razón… Y ya que estoy llamado a ser el «sucesor del diablo en la Tierra», será mejor que me expliques qué clase de pacto hiciste con el «actual» para que así yo pueda ayudarte.

—El motivo del pacto con el diablo nunca debe ser revelado, y mucho menos a quien está llamado a ser su sucesor. Así como tampoco debe dejarse por escrito…, porque puede ser peor que el propio pacto, pasando de ese modo el
relictum
a los descendientes…

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