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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (44 page)

BOOK: El laberinto de oro
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—Muchos me han hecho esa pregunta… aunque últimamente ya no tantos… Digo yo que será por el polvo que recubre el cartel.

—¿Y cuál fue su respuesta?

—Esa talla de madera en la que, entre una luna y un sol, figura la palabra a la que usted hace referencia, lleva ahí desde tiempos inmemoriales, desde mi tatarabuelo, quizás incluso antes. ¿Por qué lo pregunta?

—Me gustaría saber qué significa.

—Bien, usted es una persona inteligente y creo que no descubro nada si le digo que el término
Tesatrum
significa «el teatro de Teseo». Es un término muy polivalente sobre el que se podría edificar toda una arquitectura imaginativa.

—¿Acaso su ubicación sobre la puerta de la entrada cumple una función admonitoria?

—Ésa es otra historia… —Forné no pudo evitar una mirada recelosa.

—¿Por qué?

—Lamentablemente, en eso no puedo ayudarla… Digamos que todas las familias tienen un secreto, y ése es precisamente el
signum
que nos define como clan. Nuestro… sanctasanctórum, si me permite la palabra.

—Y si yo le dijera el significado, ¿qué sucedería? —replicó Lorena.

—Inténtelo. —El librero sintió un escalofrío—. Pero le advierto que será difícil…

—¿Usted lo sabe?

—Por supuesto. De lo contrario, esta conversación no tendría el menor sentido. No hay día que pase sin que lo tenga presente.

Marcel Forné se recostó en la butaca y dio otra calada al cigarrillo.

—El mismo día que cumplí los veintiún años, y estando sentado en la misma silla en la que usted está ahora —prosiguió—, mi padre me explicó su significado y el tema que iba inextricablemente ligado a él. Después colocó un objeto sobre la mesa y escribió unas palabras en un papel. Me exigió que las memorizase para siempre, y que jamás las repitiera en voz alta; después quemó el papel. Por desgracia, nunca las he oído pronunciar, y creo que nunca lo haré.

—¿Por qué dice «por desgracia»?

—Perdóneme, señorita, pero hace demasiadas preguntas y…


Testamentum
—le interrumpió Lorena—. La primera palabra que conforma el término
Tesatrum
es
Testamentum.

El librero no dio crédito a lo que acababa de oír.

—Es ésa la palabra, ¿verdad?

—No puedo decir nada al respecto, aunque le advierto que debe formar la frase completa —respondió lacónicamente.

—Las dos primeras palabras son:
Testamentum sapio.

A Forné le sudaban las manos.

—Prométame que si le digo las palabras correctas, me revelará el secreto que ocultan —pidió Lorena.

—Sí, pero…


Testamentun sapio tristes umbra.

Se hizo el silencio.

Fue como si la frase hubiera activado unos circuitos neuronales que habían permanecido latentes durante décadas en el cerebro de Forné. Desorbitó los ojos y se quedó un rato inmóvil. De repente, se levantó de la silla.

—Jamás pensé que esto sucedería… —dijo.

El librero se dirigió a la cromolitografía enmarcada en la que aparecía la Sala de los Estantes de la Biblioteca de
Peabody.
La retiró y apareció una caja fuerte.

Forné extrajo de ella una llave oxidada, el objeto que su padre depositó sobre la mesa cuando le reveló, por primera y única vez, el gran secreto de la familia.

El librero apagó el cigarrillo, tomó dos linternas de un cajón y le entregó una a Lorena.

—Tenía entendido que le molestaba la luz directa de las linternas —dijo ella.

—Las necesitaremos en el lugar adonde vamos…

75

Gabriel Grieg se adentró por un corredor de paredes negruzcas que rezumaban humedad y por el que correteaban las ratas. A medida que iba avanzando, el pasillo se ensanchaba progresivamente y en el suelo aparecían numerosas tablas de madera, provenientes de muebles destrozados.

Grieg se fijó en un cuadro. Era una pequeña pintura al óleo que representaba el patio de butacas de un teatro. El público, aterrorizado, asistía a un enigmático espectáculo oculto para el espectador del cuadro.

Siguió caminando por el pasillo, cada vez con más dificultad, porque el paso se veía obstaculizado por verdaderas montañas de deshechos y muebles viejos. El corredor acababa en una gran puerta abierta. Al cruzarla, Grieg se encontró en una cocina enorme que parecía diseñada para dar cuenta de un festín pantagruélico para más de cien comensales.

Mientras caminaba por un polvoriento suelo de mármol, se percató de que estaba en una especie de palacio, que a pesar de ser enorme y tener techos altos, producía una fuerte sensación de claustrofobia, pues todas las ventanas estaban cerradas y soldadas a los contrafuertes, para evitar que nadie entrara (o saliera).

«Desde que abrí la puerta detrás del panel de la laguna Estigia, estoy siendo inducido, sin escapatoria posible, hacia un punto en concreto», se dijo Grieg, mientras observaba los conductos de ventilación, por donde no iba a poder escapar.

Aquel tenebroso palacio era de origen gótico, pero en sus paredes se habían ido superponiendo otros estilos arquitectónicos. Las salas, aunque desprovistas de sus lujosos muebles, mostraban una delicada suntuosidad. Los refinados techos, recubiertos de pan de oro, estaban ornados con motivos románticos, y en las paredes había figuras epicenas desnudas que desafiaban al espectador con posturas obscenas.

Grieg entró en otra de aquellas estancias. Era un antiguo estudio de pintor en el que había almacenados cuadros de grandes dimensiones, colocados del revés en el suelo y apoyados contra las paredes. Con un barrido de la linterna, le pareció ver el reflejo de algo sorprendente.

En el centro del taller, apoyado sobre un caballete, había un gran cuadro parcialmente recubierto con una sábana blanca. Al acercarse, Grieg sintió que el pulso se le aceleraba. La pintura era reciente y brillaba en tonos dorados.

Examinó la parte del cuadro que quedaba a la vista. De pronto, un gélido pensamiento asaltó su mente: «Tengo que saber qué imágenes contienen esos cuadros que están en el suelo.»

Tras girar el que tenía más cerca, vio el ennegrecido retrato al óleo de un sexagenario vestido con ropajes del siglo XVII. Estaba calvo, y en el rostro se le adivinaban obscenamente los huesos del cráneo. Llevaba puesta una levita en la que destacaba una brillante joya. Era «la Piedra».

«¡Dios mío!», se dijo.

Sus sospechas se confirmaron al ver el resto de cuadros. En todos ellos aparecían hombres de diferentes épocas, pero con algo en común, como unidos por el más funesto de los linajes: todos lucían, en una levita adaptada a la moda de su tiempo, la joya maldita.

Grieg, sobrecogido ante el hallazgo, se dispuso a descubrir el lienzo tapado con la sábana para conocer quién era el personaje que estaba retratado en él. Pero cuando sus manos rozaron la tela, una extraña fuerza le impidió tirar de la sábana.

«Mantén la cabeza fría… —se dijo—. Averiguar si soy yo quien está en la pintura va en contra de mi estrategia. Sería como saber el día exacto de mi propia muerte…, condicionaría mi libertad y comprometería mis movimientos.»

Grieg salió de aquella sala y continuó recorriendo el palacio por pasillos donde se alineaban ciegos ventanales. Llegó hasta una maravillosa portada de alabastro, que estaba abierta.

Cuando traspasó el umbral, comprobó que se hallaba en una sala de notables dimensiones decorada de un modo extremadamente barroco, con antiguos apliques en las paredes y antorcheros del más lujoso acabado, y una cúpula de la que pendía una enorme lámpara de araña. En el centro destacaban doce columnas de mármol negro dispuestas en círculo en torno a un elaborado enlosado de mármol. De allí partía una amplia escalera que ascendía hasta el primer piso, donde un amplio mirador protegido por una balaustrada rodeaba la sala.

Gabriel Grieg intuyó que todo aquel lujo dejaba traslucir un oscuro hálito de reuniones inconfesables, tuteladas por los distintos propietarios de aquel demoníaco palacete.

«Todo sucede de un modo demasiado sutil: el encuentro con el anciano en el despacho, la aparente inocencia de los recortables de la caja de las
auques…
—se dijo—. Todo es sutil y demasiado liviano. El Mal, lo terrible, se adivina y se intuye, pero sólo una pequeña parte, como si se tratase de un gigantesco iceberg que ocultan las aguas del océano; o como la engañosa fragilidad que muestran las alas de una pequeña ave migratoria, capaces de cruzar un continente.»

Grieg jamás se había enfrentado con el Mal en mayúsculas. Hasta entonces, había eludido el asunto e incluso, debía reconocerlo, se había beneficiado. Pero por fin comprendió que había llegado el momento de enfrentarse frontalmente al Mal, y verle la cara.

Sabía que estaba en el lugar más adecuado para ello, porque lo que parecía ser el elegante y reluciente pavimento de una sala de baile, era el más sofisticado de los
occultum.

En el suelo, elaborados con mármoles de distintos colores, estaban representados, en un círculo perfecto, un Ouroboros y un Catobeplás que se devoraban el uno al otro, en una imagen que formaba un nudo gordiano perfecto. En el interior del círculo aparecían varías circunferencias, y en la más pequeña estaba representada, entre símbolos cabalísticos, una estrella roja de cinco puntas: un pentáculo vuelto hacia abajo.

Era hora de enfrentarse a El. Grieg había comprendido perfectamente que los juguetes y los recortables eran el símbolo en el que latía la verdadera naturaleza del monstruo.

La temida noche había llegado. Las circunstancias le obligaban a llevar a la práctica el sabbat más temerario al que nunca nadie se había visto forzado. Intuyó que en un momento como aquél la luz de la linterna no podía serle de ayuda, ya que estaba en el mismo corazón de las tinieblas.

Al apagar la linterna, quedó inmerso en la más completa oscuridad y el más ensordecedor de los silencios. Situado en el centro del
occultum
, y de pie sobre el pentáculo pasivo, le invadió el peor de los miedos: el terror de intuir, de un modo espeluznante, que quizá se estaba convocando a sí mismo.

76

Faltaban catorce minutos para las seis de la madrugada, y el librero Marcel Forné caminaba junto a Lorena por la Biblioteca Fuera del Tiempo, haciendo crujir sonoramente el entablado del suelo.

El aspecto que mostraba el insólito almacén de libros iluminado únicamente por la brasa del cigarrillo del librero era tan espectral y sobrecogedor, que hacía honor al nombre que le había dado su propietario.

Finalmente, Marcel Forné se detuvo frente a una estantería con libros infantiles. Lorena comprobó que se trataba del mismo anaquel de donde, esa víspera, había extraído una carpeta para entregársela a Grieg. El librero giró un pivote de madera que sobresalía de la estantería y empujó con fuerza, hasta quedar visible una polvorienta escalera llena de telarañas.

Luego subió las escaleras, seguido por Lorena, hasta llegar a una estancia pentagonal de techos altos. Aquel espacio tenía cincuenta grandes estanterías de ébano que rodeaban por completo la estancia. Los estantes estaban llenos de libros y tratados antiguos relacionados con el tema demoníaco. Lorena comprobó que también estaba allí, sobre un atril de madera de naranjo, el
horarium
que, unas horas antes, el librero había cambiado por la caja con fotos de Grieg.

—Usted es la primera persona externa a mi familia que visita esta estancia —dijo el librero.

Lorena, muy a su pesar, carecía del tiempo necesario para examinar aquella inmensa biblioteca del saber demoníaco.

—Y esa puerta blindada de hierro, ¿hacia dónde conduce? —preguntó Lorena, apuntándola con la linterna.

—No lo sé… —respondió el librero, secándose el sudor de la frente—. Nunca la he abierto. Tengo prohibido hacerlo.

—¿Una puerta que está dentro de su propiedad y no puede abrirla? Me gustaría que me lo aclarara.

—El trabajo de nuestra familia ha sido cuidar de esa puerta, aunque con una condición: no traspasarla, ni saber qué hay en su interior.

—¿«El trabajo»? ¿Es que alguien le paga?

—Sí. Pero no sé quién es —respondió Forné—. Me limito a percibir regularmente una cantidad, al igual que lo hicieron mis antepasados, además de poder disfrutar del usufructo del túnel y de las dos casas que están situadas en los extremos.

—Pero usted y sus antepasados eran libreros…, no porteros.

—Yo no soy exactamente un librero. De hecho, en estos momentos, y por primera vez en mi vida, estoy ejerciendo mi auténtica profesión.

Lorena miró fijamente al hombre, esperando que continuara.

—Digamos que desarrollo un tipo de profesión similar a la que ejercen los operarios que custodian las cajas privadas en el interior de las cámaras acorazadas de los bancos.

Lorena observó la puerta oxidada y sintió un escalofrío al recordar la frase que componía el vocablo
tesatrum:
«El testamento de los que están muertos en vida.»

—¿Y por qué se hicieron libreros?

—Mis antepasados comprobaron que disponían de mucho tiempo y de mucho espacio… Apasionados de la lectura, empezaron a acumular libros. Tantos, que al final los Forné acabamos pareciendo libreros, aunque en realidad únicamente hemos sido guardianes de esa puerta… ¿Comprende?

—Si entro ahí… ¿quién me garantiza que no me quedaré encerrada dentro?

—Yo se lo garantizo. Antes de entrar, deberá dejar el bolso que lleva, y no podrá sacar absolutamente nada del interior. Le garantizo que por este lado de la puerta nadie la molestará. Ahora bien, no puedo asegurarle qué, o quién, puede encontrar al otro lado.

Lorena miró su reloj y comprobó que faltaban ocho minutos para las seis de la mañana.

—Voy a entrar —afirmó.

El librero introdujo la llave, y obedeciendo la consigna que le transfirió su padre, abrió el portón metálico sin mirar al interior. Lorena traspasó el oscuro umbral, y antes de tener ocasión de ver nada dentro, le pareció escuchar un ruido lejano y amortiguado por los muros. Parecía como si alguien estuviera golpeando un objeto metálico con un martillo.

La estancia tenía las paredes negras; sobre el suelo, de mármol rojo, había quince bloques metálicos dispuestos en círculo.

—La teoría…, empieza a encajar con la realidad —se dijo Lorena en voz baja, mientras iluminaba con la linterna las palabras que estaban escritas en la pared:

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