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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (46 page)

BOOK: El laberinto de oro
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—Una vez aclaradas todas estas formalidades, me gustaría conversar con usted de un modo más distendido —dijo el viejo. Tomó unos folios de un cajón y se dirigió hacia el amplio sofá de piel negra—. Esto hay que celebrarlo.

El viejo cogió una botella de coñac y dos copas.

—Me gusta mucho su estilo a la hora de enfrentarse a las situaciones adversas —continuó mientras llenaba las copas y observaba cómo Lorena se sentaba junto a él—. Es usted fría y ambiciosa, y valoro que, durante el año que ha tenido para preparar su misión, no se haya movido ni un centímetro del terreno que le marcamos, ni haya hecho uso indebido de la privilegiada información que puse en sus manos.

—¿No me estará poniendo a prueba para otra tarea aún más importante?

Se produjo un significativo silencio mientras el viejo le tendía la copa.

—Así es, mi querida dama… Le tengo reservado el trabajo más importante, pero desgraciadamente existe un pequeño obstáculo para que pueda dárselo. —Alzó su copa de coñac esperando el brindis.

Lorena miró los pequeños ojos negros del anciano, y a continuación movió su mano hasta chocar levemente las dos copas.

—Dígame una cosa, Trux… ¿Qué obstáculo se interpone?

—Conozco a fondo su expediente académico. Licenciada en Derecho, la primera de su promoción, doctora cum laude… Ha cursado cinco másters, dos de ellos en Estados Unidos. Experta en Demonología y temas relacionados con los procesos inquisitoriales del Santo Oficio.

—No ha contestado a mi pregunta…

—Le ofrezco un trabajo que se ajusta perfectamente a su perfil y sus inquietudes, y para el que se ha preparado durante tantos años de estudio…

—¿Pero…? —le interrumpió ella.

—Desgraciadamente para usted, hay otro aspirante a cubrir la plaza… —El anciano hizo una pausa y dio una larga calada al puro—. Es un arquitecto que posee un profundo conocimiento de la psique humana, además de dotes anticipatorias a las situaciones, que son imprescindibles para el trabajo que solicito.

—Se refiere a Gabriel Grieg. Luego deduzco que nuestro encuentro en el rascacielos de Colón formaba parte…

—De un plan, por supuesto. Un plan que debe culminar esta misma noche —la interrumpió educadamente el viejo.

—¿Dónde está Grieg ahora?

—En esta misma casa, aguardando mis órdenes.

Lorena, desconcertada, trató de analizar la situación. Mientras tanto, el anciano observaba el intenso brillo de sus ojos, consciente de que había logrado su propósito: despertar en ella la ira y la envidia.

—¿Qué debo hacer para hablar con él?

—Soy un gran coleccionista de bastones —dijo el viejo—. Por favor, elija uno.

Lorena entendió que aquella frase debía de tener un sentido y que formaba parte del proceso de selección. Se dirigió hasta el bastonero, donde había doce bastones colocados en círculo y que compartían una característica: todos tenían tallada en el pomo una de las distintas caras con las que se representa al diablo.

Lorena cogió uno y volvió a sentarse en el sofá.

—Sin duda, escojo éste.

El viejo vio cómo Lorena acariciaba lascivamente la brillante superficie de ébano del rostro del diablo, que tenía la misma forma que el que se derretía por la lluvia en el suelo de la Font del Gat, y se sintió realmente complacido.

—Me gustaría que me explicara en qué consiste el trabajo —propuso ella.

—Así lo haré. Pero comprenda que, a mi edad, me gusta resumir los temas en contundentes y, a poder ser, doradas metáforas.

El viejo se metió la mano en el bolsillo y sacó un lingote de oro partido en dos.

Lorena pensó que los golpes metálicos que había oído cuando estaba en el interior del
relictum
podrían haber sido provocados al romper el lingote, para separar así los dos dragones grabados en él.

—La cuestión es que ambos tendrán que enfrentarse —expuso el anciano—, y únicamente uno de los dos podrá ser el Ouroboros…

El viejo hizo una larga pausa.

—¿Y el otro? —intervino Lorena.

—El otro se convertirá, fatídicamente…, en el Catobeplás.

79

El viejo se levantó del sofá y pidió a Lorena que lo acompañase. Se dirigieron por un pasillo hasta una puerta blindada, que, pese a datar del siglo XVII, tenía la superficie metálica pulimentada y los goznes engrasados y relucientes. El viejo abrió la gruesa puerta y encendió las velas de un candelabro de plata.

Entraron en una lóbrega sala parecida a la que había detrás del espejo en el rascacielos de Colón. Las paredes estaban recubiertas de estanterías repletas de voluminosos libros de Derecho, polvorientos documentos oficiales, legajos y papeles.

Lorena supo que por fin había llegado al verdadero centro del laberinto, en el que ella y Grieg se encontraban encerrados desde hacía poco más de un día.

«Estoy en el auténtico
Deus absconductus…
Aquí dentro, cualquier acción o palabra que pronuncie…, y que no sea lo adecuado, se convertirá en un error de fatales consecuencias.»

—Tenga la amabilidad de tomar asiento —dijo el anciano mientras él hacía lo propio—. Muy pocas son las personas a las que les he concedido el privilegio de acceder a esta singular sala de la notaría, pero no debe extrañarle que en su caso haya hecho una excepción, ya que, después de un larguísimo y complicado proceso de selección que me ha llevado una vida entera realizar…

El anciano hizo una pausa mientras contemplaba el humo que ascendía hacia el techo.

—… usted es uno de los dos candidatos finales a quedarse al frente de la notaría y heredar todos los beneficios anexos a ella.

A continuación el viejo expuso a Lorena, empleando una terminología que ella dominaba perfectamente, el tipo de fe que el notario facultaba en los contratos extrajudiciales. Le mostró los especiales elementos notariales que empleaba el despacho: el sello con que autorizaba y los folios especiales, así como el tipo de certificaciones.

—Comprobará, señora Regina, que todos los elementos que le he mostrado no difieren especialmente de los que podría encontrar en cualquier notaría de la ciudad…

El viejo hizo otra pausa y miró, condescendiente, a Lorena, sabiendo que sus siguientes palabras pulsarían materia sensible en la mujer.

—Una plaza de notario… A la que siempre ha deseado acceder… Pero año tras año, «las circunstancias adversas» no se lo han permitido.

Lorena continuaba absorta en las palabras del anciano.

—Ahora bien, esta notaría es un tanto especial… Y aquí entra su pasión por los temas ocultos y su profundo conocimiento de temas relacionados con la siempre fascinante figura del diablo… Todos esos conocimientos juegan a su favor, y enlazan con el protocolo que rige este bufete, que está definido en el libro que le mostraré. Por favor, acompáñeme.

El notario se dirigió hacia un rincón de la sala donde había un enorme volumen de tapas de cuero negro repujado, que parecía estar recubierto de una espesa y grasienta pátina, y que tenía grabado en su tapa una inquietante palabra.

dominus

Ésta podía significar tanto «propietario» o «dueño», como «señor».

El viejo acarició la tapa del libro, se volvió y dirigió a Lorena una mirada de hielo.

—Si supera la última prueba, únicamente le quedará estampar su rúbrica al lado de la mía. El relevo notarial será un hecho, y quedará totalmente confirmado cuando le muestre qué hay detrás de esa puerta.

Lorena se acercó al lugar donde le señalaba el viejo: una sombría hornacina con forma de capilla que tenía grabado el nombre de
Tenebrarum
, «la oscura luz del infierno».

—¿Y cuál es el
sacculus
que proporciona la plaza? —preguntó Lorena, refiriéndose a la remuneración económica que comportaba el cargo de titular de la notaría.

El viejo, al oír aquella pregunta, pareció revivir. Se acercó a Lorena y se detuvo a escasos centímetros del cuello de la mujer, donde pudo oler el aroma a jazmín que desprendía su cuerpo.

—La dignidad de titular de esta notaría trae consigo todos los lingotes de oro que pueda llegar a imaginar… —El anciano se acercó aún más a Lorena y le susurró al oído—: Además de numerosas propiedades, entre las cuales la Nueva Fundación en la que usted se ha alojado estos días, y nuevos despachos del bufete más acordes con los nuevos tiempos.

Lorena escrutó los ojos del notario.

—¿En qué consiste la última prueba? —preguntó.

—Como ya le he dicho, deberá enfrentarse a la persona que, junto a usted, está más capacitada para ocupar el cargo.

—¿Y qué debo conseguir de ese enfrentamiento?

—Su desafío consiste en que dicha persona le entregue voluntariamente, repito, voluntariamente, la levita que caracteriza a todos los notarios anteriores del bufete, y que lleva insertada en la solapa el Ojo de Geburah… Además le debe hacer entrega, con pleno convencimiento de ello, de la caja de las
auques.

—Grieg y yo, enfrentados… Lo tenía planeado desde el principio, ¿no es así?

—Grieg es un hombre complejo, y es difícil tratar de convencerlo. Pero si consigue atacarlo por su punto débil, quizá pueda usted ganar la batalla…

El anciano hizo una enésima pausa, que Lorena aprovechó para ahondar en su última reflexión.

—¿Cuál es?

—La conciencia —respondió el notario—. A pesar de su innegable intuición e inteligencia, se deja dominar por su conciencia, sin saber que eso que la gente llama conciencia es un simple circuito neuronal neutro y modificable. —Acercó su rostro a escasos centímetros del de Lorena—. Si consigue atacarle por ese flanco, logrará vencerlo.

Las llamas de las velas cimbrearon como si una corriente de aire hubiera entrado en la sala. El humo de las velas y el puro del viejo se mezclaban dibujando extrañas figuras hasta el techo.

—¿Dónde puedo encontrar a Grieg? —preguntó Lorena sosteniéndole al viejo la mirada.

—Está muy cerca… En el centro del más lujoso de los
occultum
del mundo, donde viví alguno de los mejores momentos de mi vida.

80

Lorena entró en una fastuosa y barroca sala que tenía dispuestas en círculo ocho grandes columnas que rodeaban totalmente un enlosado de mármol. Parecía la brillante pista de baile de un castillo de cuento gótico, pero Lorena comprobó inmediatamente que se trataba del
occultum
más sofisticado que jamás había visto.

La sala estaba iluminada por un único rayo de luz que se colaba entre dos portones de madera entreabiertos. Éste incidía directamente sobre una turbadora prenda que estaba en el suelo, sobre un pentáculo invertido.

La prenda iluminada era la levita, y el mortecino rayo de luz descomponía el reflejo de «la Piedra» en pequeñas figuras geométricas de tonos ocres y brillantes.

Mientras Lorena bordeaba la pista circular, su primera intención fue empezar a ascender por la amplia escalera, pero al alzar la vista vio que en lo más alto, y de pie, sobre el último escalón, se encontraba apostado un corpulento escolta que la miraba fijamente.

Se dirigió hacia los dos grandes y entreabiertos portones, y cuando los traspasó se sorprendió del extraño lugar que veía: se trataba de un gran balcón envuelto por una balaustrada. El balcón tenía la parte superior completamente cubierta con gruesas planchas de acero, lo que confería al lugar una sensación claustrofóbica. Todas las ventanas que podían verse desde allí estaban cegadas, excepto la de la notaría, cuya débil luz iluminaba aquel silencioso lugar.

Lorena llegó hasta la balaustrada y vio la inmóvil silueta de la persona a quien estaba buscando.

Grieg, por su cuenta, observó cómo Lorena se acercaba, preguntándose qué camino habría seguido para llegar hasta allí.

—Gabriel, tenemos que llegar a un acuerdo —dijo Lorena, muy seria—. Si adoptamos decisiones por separado, este palacio será nuestra tumba. La joya que dejaste en el
occultum
esconde un amargo elixir —se acercó a él— que uno de los dos ha de beber. Yo estoy dispuesta a hacerlo.

Grieg la cogió por la cintura y la atrajo hacia él.

—Hace muy poco que te conozco, pero ya sé lo suficiente acerca de ti como para temer que la fórmula resultante de tu inteligencia más tu belleza… pueda ser letal para mí.

—Si tú no estás dispuesto a asumir el papel al que las circunstancias te han conducido, deja por lo menos que sea yo quien lo haga.

—No comprendes el tenebroso mundo que se esconde detrás de las palabras que tan temerariamente pronuncias.

Grieg la miraba a los ojos mientras la tenía fuertemente asida entre sus brazos, como si realmente quisiera hacerle entender sin palabras el error que cometía.

—¿Ves la única luz que ilumina este balcón interior que parece salido de un castillo de cuento de terror? —preguntó ella, acariciándole los cabellos mientras sentía la respiración agitada de Grieg en su cuello—. ¿La ves? Es la auténtica luz del
deus absconductus,
la que surge del verdadero centro del laberinto, que entra en el
occultum
e ilumina tenuemente el Ojo de Geburah. ¿La ves, Gabriel?

Grieg la miraba a los ojos como quien se siente hipnotizado.

—Ése es el despacho del notario —prosiguió ella—. ¿Comprendes lo que quiero decirte? No sé a ti, pero a mí me interesa la plaza vacante.

—No sabes lo que dices, Lorena. Ese tipo no es un simple notario… A estas alturas ya tendrías que saberlo.

—Ahí está nuestra principal diferencia, Gabriel. Tan acostumbrado estás por tu trabajo a interpretar simbologías, que ahora ves aspectos macabros y demoníacos donde realmente no los hay.

—Tú no has visto ni notado las sensaciones que he experimentado yo.

—Gabriel, confía en mí. Si lo haces, todo el mal que intuyes desaparecerá. Te lo aseguro.

—No estés tan segura de ello.

—Si me haces caso, todo este asunto habrá acabado de una manera ventajosa para ti. Pero antes tienes que darme, voluntariamente, la levita, la joya y…

Grieg interrumpió la frase:

—Yo, voluntariamente, no te daré nada, Lorena. Si lo quieres, ya sabes qué tienes que hacer. Entra en el
occultum
y cógelo.

—Eso es imposible.

—¿Por qué?

—Porque sabes perfectamente que fuiste tú quien consiguió la joya, y eso conlleva algunas responsabilidades.

—Explícate…

—Te lo diré más claramente: si no deseas ser el heredero, deberás dar tu consentimiento para que yo lo sea.

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