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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (48 page)

BOOK: El laberinto de oro
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Lorena volvió a untarse la lengua con la sustancia pastosa y negra que contenía la pequeña lata de betún, y continuó hablando:

—¿Recuerdas, Alfonsito, cuando a los once años eras la admiración de las Ramblas? Era cuando hacías el famoso número del limpiabotas que pasaba tanta hambre que era capaz de comerse el betún.

El anciano se sentía absolutamente abatido, incapaz de decir nada. Lorena le estaba demostrando que su elección como nueva notaria había sido la más correcta, ya que estaba usando con él la misma inmisericorde técnica que él había estado usando durante tantos años.

—¿Recuerdas, Alfonsito? Hacías creer a todo el mundo que lo que comías era betún, cuando en realidad era… —Lorena se llevó la punta de un dedo a la comisura de los labios— una muy ingeniosa mezcla de azúcar, extracto de café y aceite…, que además de ser muy sabrosa, era capaz de sacar lustre a los zapatos. ¿Verdad que te acuerdas, Alfonsito?

El viejo notario seguía sin decir palabra. Se sentía sin fuerzas y aplastado a la silla.

—Siempre has sido muy tramposo, Alfonsito. Y de trampa en trampa, lograste realizar tu obra maestra: ponerte al frente de la notaría. —Lorena extrajo un contrato y lo depositó sobre la mesa—. De niño lograbas llamar la atención por tu astucia y tus juegos de manos… Aquel notario se fijó en ti, y a pesar de tener fama de ser un auténtico demonio, vio en ti a un sucesor. Te sacó de la calle, te pagó el colegio más caro de Barcelona… Pero cuando vio tu malsana inclinación a las cartas y al juego, te descartó como sucesor. ¿No es así, Alfonsito Gómez Expósito?

El anciano tenía el rostro desencajado.

—La prueba definitiva de que nunca pudiste ser el legítimo sucesor del anterior notario son esas dos monedas de oro macizo que fabricaron las acuñaciones Hyele. Tú intentaste reproducir las monedas en series infames, para que otros te solucionaran el enigma. Esas monedas las tendrías que haber descubierto tú, como hicimos Grieg y yo misma, pero tú no creaste una nueva senda esencial, la que cada notario debe diseñar ad hoc para elegir a su sucesor, sino que repetiste la que tú no fuiste capaz de recorrer… y así descubrir el misterio que tanto te intrigaba: Ita
vitriolum nonne occulo.

—¿Qué quieres? —dijo el anciano, con voz derrotada.

—Lo que quiero es que te alejes para siempre de mí, así como de la persona a la que me pediste que me enfrentase. Después del relevo, no quiero volver a verte nunca más.

—¿Y yo qué obtendré a cambio?

Lorena, con una media sonrisa en el rostro, guardó la caja de las
auques
y el contrato. Se levantó y abrió la puerta. El testaferro la miró a ella, y luego al anciano, que inmediatamente había recompuesto su figura.

—Ya hemos realizado la visita de los archivos del
relictum
—sonrió Lorena al testaferro—, y estoy lista para conocer el resto de dependencias de la notaría.

El testaferro esperó órdenes del viejo, quien después de ver cómo Lorena se dirigía hacia el perchero y recogía la levita, asintió a las palabras de la nueva notaría con una inclinación de la cabeza.

82

Lorena Regina caminaba junto al antiguo notario y el primer testaferro por el pasillo de mullidas alfombras que comunicaba el
occultum
con el despacho principal de la notaría.

Situados a cada lado del corredor, muy erguidos y con la espalda apoyada contra la pared, había docenas de hombres perfectamente trajeados y en posición de revista. Seis de aquellos hombres eran oficiales con una posición preeminente, y cada uno tenía bajo su mando a una sexta parte de todos los edecanes.

Lorena caminaba con la cabeza alta mientras observaba cada uno de los rostros serios de aquellos hombres, que, a partir de ese momento, pasaban a formar parte de su séquito, y a estar bajo sus órdenes.

La nueva notaría se detuvo junto a uno de los seis oficiales, al que le faltaba media oreja. Se acercó a él y le susurró unas palabras. El hombre, un tanto desconcertado, miró al antiguo notario, que asintió con la cabeza. El edecán se dirigió hacia sus hombres, y todos ellos miraron al anciano, quien volvió a asentir.

Lorena, con un leve gesto, indicó que la siguieran. La comitiva formada por ella, el antiguo notario, su testaferro y el grupo de edecanes que la nueva notaría había seleccionado, entraron en el despacho de paredes con láminas de cerezo y estanterías de nogal. Ella se sentó a la mesa del despacho, frente al Libro Ordinario de Relevos.

Tomó la misma pluma de ánade que había empleado para firmar en el
dominus.
La introdujo en el tintero de plata, y mediante un preciso movimiento la colocó sobre la página donde figuraba su nombre completo, escrito con tinta negra y en caracteres góticos. De un modo solemne, estampó la firma que a partir de aquel momento debería usar en todos los documentos notariales:

Tras firmar, giró el libro hasta situarlo frente al antiguo notario, para que también rubricara el documento. El anciano tomó la pluma con recelo, consciente de que iba a emplear una firma que realmente no le correspondía, y supo que aquélla era la última vez que su mano dibujaría esos inapelables trazos.

Una vez que las dos firmas estuvieron rubricadas en el libro, el hombre al que le faltaba media oreja (y que Lorena había escogido como el nuevo primer testaferro de la notaría) tomó una barra de lacre negro y la sometió al calor que surgía de la llama de una delgada varilla de madera de manzano. Dejó caer sobre la firma del notario saliente unas gotas de lacre hasta que la recubrió por completo, y después estampó sobre la mancha un sello de plata con el lema:
«Non impedio quominus tu proficiscaris.»
«No impido que te marches.» El mismo lema que Lorena declamó en voz alta, como ritual de la eterna renovación de la notaría.

Una vez pronunciada la frase, se colocó solemnemente delante del notario saliente, que durante todo el tiempo había permanecido en silencio. Observó los ojos de aquella hermosa mujer que lucía el Ojo de Geburah en el pecho, y no pudo dejar de pensar en la frase que tanto le gustaba usar cuando acechaba a sus presas: «Lo más secretamente temido acaba sucediendo siempre.»

El viejo cogió el bastón en cuyo mango de ébano estaba tallada la imagen de un macho cabrío barbudo con las patas cruzadas, que con ambas manos componía el símbolo del ocultismo, con los dedos meñique y anular recogidos, y extendidos los demás. El notario saliente miró a Lorena, quien, con una sonrisa de Mona Lisa, hizo el mismo gesto que la imagen del bastón, se dirigió hacia el bastonero y con cuidado insertó su bastón en el único orificio que quedaba libre.

El viejo besó la mano de Lorena y, con paso solemne, atravesó la puerca y recorrió el pasillo donde los hombres que hasta entonces habían estado bajo sus órdenes le rindieron honores por última vez.

La nueva notaría se sentó a la mesa y ordenó que salieran todos del despacho excepto su recién elegido primer testaferro.

En cuanto se quedaron a solas, Lorena le preguntó a su empleado qué había sucedido con el hombre de aspecto descuidado que habían metido a empujones en el antiguo cementerio de Sant Gervasi, y dónde estaba el hombre que estaba al mando del grupo: un cavo con gafas de montura amarilla. El testaferro le detalló minuciosamente los hechos y el paradero de ambos. Lorena preguntó entonces quién había mandado construir el cementerio secreto, y dónde estaban los lingotes de oro que se escondían bajo una tumba, según la información de Grieg en el Hotel Avinyó.

El edecán se levantó y fue hasta una estantería donde estaban archivadas las escrituras de todas las propiedades y los depósitos de oro que la notaría gestionaba. Luego volvió a la mesa con un grueso tomo de tapas de piel color negro con la referencia SACRAMENTUM LIBER 178. En el libro se especificaba quién fue el notario que mandó erigir el cementerio y los contratos de las personas relacionadas con su construcción.

Lorena le pidió que elaborase urgentemente una relación completa de todos los depósitos ocultos de oro y que la dejara a solas.

Luego ella se dirigió hacia el bastonero y tomó el mismo bastón que acababa de dejar el notario. Llena de satisfacción, observó el débil reflejo dorado que surgía de las letras impresas en los lomos de los volúmenes, como si fueran pequeñas estrellas brillando en unas páginas en las que se detallaba la inmensa fortuna que, a partir de aquel momento, debía administrar.

Mientras acariciaba la demoníaca figura de ébano del pomo del bastón, esbozó una leve y maquiavélica sonrisa.

83

Gabriel Grieg observó, a través de las cristaleras de la gran mansión, cómo algunos gorriones continuaban revoloteando alrededor del viejo ciprés en el centro del jardín, a pesar de las numerosas personas que estaban por allí.

Mientras veía en la distancia el Paseo de la Bonanova, percibió en el aire un vaporoso aroma a jabón de salvia, y sintió que alguien le abrazaba por la espalda, hasta notar el cálido contacto de un albornoz. Se volvió y vio a Lorena que le miraba fijamente.

Grieg advirtió en Lorena, a través de su cautivadora sonrisa, una dosis de picardía y astucia. En realidad se sintió como el alumno que no ha estudiado la lección y mira con recelo al profesor. Aquella mujer era quien había establecido las reglas del juego, y había sido capaz de hacer una jugada maestra.

—Ya casi son las cuatro de la tarde, y por fin luce el sol —le susurró Lorena al oído mientras de fondo se oía la canción Rarny Days and Mondays de los Carpenters—. Han pasado más de tres horas» y como puedes ver, nadie nos ha echado de esta casa encantada…

Grieg la miraba fascinado, completamente atraído por ella. Lorena señaló hacia el jardín.

—Me están esperando —dijo, y salió de la habitación de Grieg para irse a la suya—. Me voy a vestir… Mientras tanto, puedes hacer lo que quieras, al fin y al cabo estás en tu casa. Pero no te vayas muy lejos, porque me tienes que aclarar algunas cosas… por ejemplo, cómo lograste moverte a tus anchas en el Hotel Avinyó.

Grieg decidió pasear por la mansión. Miró por una de las ventanas y vio a seis hombres, vestidos con traje y corbata, que descargaban voluminosas cajas de cartón de una furgoneta aparcada delante de la entrada a la casa. De pronto, llegó a un gran despacho, cuya puerta protegía un vigilante. El hombre se llevó la mano a la oreja y solicitó instrucciones. La orden que recibió a través del comunicador fue positiva, puesto que cuando Grieg llegó a su altura, el vigilante inclinó la cabeza y le permitió el paso.

La puerta del despacho estaba decorada con las figuras de varios
argentarii
, los acaudalados banqueros de la antigua Roma, que aparecían en la talla rodeados de monedas de oro. El despacho era una estancia grande y luminosa, totalmente cubierta de estanterías nuevas y vacías. Los ebanistas habían realizado un trabajo fantástico, y el aire olía a madera de roble y barniz. Una palabra latina esculpida en las estanterías resaltaba de manera especial:
sacramentum.

«Estos estantes serán para contener los libros en los que se registran las propiedades y los depósitos de oro que administra la notaría —pensó Grieg—. Eso es lo que deben de contener las cajas que están descargando.»

En aquel momento escuchó unos pasos, e inmediatamente vio cómo entraba en el despacho la nueva propietaria de la notaría. Iba acompañada por un hombre alto y corpulento, al que le faltaba media oreja, y que Grieg había visto anteriormente. Lorena llevaba el pelo suelto y lucía una blusa de gasa roja y una falda negra de tubo que combinaba con medias y mocasines. Sus movimientos eran ágiles y precisos.

—Gabriel, igual que los buenos lebreles, qué rápido te diriges al tuétano del hueso… —bromeó Lorena mientras señalaba al hombre que le acompañaba—. Te presento a mi primer testaferro. En mi ausencia, y en caso de que te encuentres en un apuro, tiene mi autorización para ponerse a tu servicio.

Los dos hombres intercambiaron un saludo prudente.

—Ahora te pediré que me acompañes, Gabriel —dijo Lorena, dirigiéndose a la puerta—. Como llevo poco tiempo en el cargo, anoche cometí una imprudencia… Comenté que quería mantener un encuentro con todas las personas tristemente relacionadas con la notaría, y para todos los que me rodean mis deseos son órdenes, que deben ser cumplidas de inmediato. Ven conmigo, por favor.

Lorena avanzó por el pasillo varios pasos por delante de Grieg y el testaferro. Cuando llegó a la sala circular con forma de rotonda, un edecán que la estaba esperando se acercó a ella y le susurró unas palabras al oído.

—No hay tiempo para excesivas formalidades —discrepó ella—. Se trata únicamente de un primer contacto. Quiero que vean de cerca a la nueva titular de la notaría.

El edecán hizo un gesto para indicarles que le siguieran. Seguidamente, se abrieron dos grandes puertas de cristales esmerilados. Lorena tomó del brazo a Grieg y entraron en un gran salón de elevada cúpula y relucientes suelos, donde les esperaba un nutrido grupo de personas.

«¡No es posible!», pensó Grieg observando los rostros de todas aquellas personas, provenientes de todos los estratos sociales, que miraban expectantes a Lorena.

Esta se detuvo ante un hombre calvo y fornido; en su rollizo rostro destacaban dos encendidas mejillas cubiertas por una cuidada barba cana. El testaferro procedió a su identificación.

—Señora Regina, le presento a Pascual Revuelta. Está íntimamente ligado a la notaría mediante un antiguo contrato de
relictum.
Su delicada labor consiste en mantenernos informados del acontecer diario de los sectores más «ortodoxos».

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