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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (5 page)

BOOK: El laberinto de oro
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Gabriel Grieg observó los preciosos recortes de imágenes típicas alemanas como los
Bilderbogen
y las viñetas de
Épinal
francesas entre las que aparecían a menudo los famosos héroes Bertoldo y Bertoldino. Además, la vieja caja de cartón contenía recortables de papel que mostraban niñas vestidas con ropas típicas del siglo XIX. Había también mujeres de dorados rizos; caballeros decimonónicos con los bigotes apuntando hacia arriba; domadores, forzudos y payasos de circo.

«¿Qué tendrán que ver todas estas viejas estampas con el demonio? Definitivamente, este hombre está loco. ¿Qué querrá de mí?», se lamentaba Grieg.

—¿En alguna ocasión ha oído hablar de los crímenes que cometió un asesino novecentista al que todos en su tiempo conocían como don Germán? —preguntó el anciano acariciando la rama dorada de la Sibila de Cumas.

—Sí. —Grieg, que sostenía algunas de aquellas estampas y recortables en la mano, observó con inquietud el sombrío aspecto que mostraba el rostro del anciano cuando se alejaba de la claridad que reinaba en el centro de la mesa—. Era un monje cisterciense que fue bibliotecario en una abadía de Tarragona. Tras abandonar los hábitos perpetró media docena de terribles homicidios relacionados con temas satánicos en la Barcelona del siglo XIX. Tengo entendido que mataba para apoderarse de libros esotéricos.

—Exactamente fueron cinco los asesinatos que cometió el monje bibliómano antes de que lo ajusticiaran… —El anciano posó la mirada en la volutas de humo que desprendía el habano, como si tratara de recordar algo, y prosiguió—… en la horca que había en el mismo centro de la plaza Nova. El último de los crímenes, el más terrible, estaba directamente relacionado con la obtención de un libro maldito.

El anciano volvió a hacer una larga pausa antes de continuar: —El libro guardaba un secreto: el proceso para la obtención de oro alquímico a partir de otros metales. Lo robó en Barcelona hace más de ciento cincuenta años.

Grieg permanecía inmóvil y en silencio. Echó un vistazo a su interlocutor y después miró las estampas y viñetas que reposaban sobre la mesa, intentando entender qué relación tenían con la extraña historia que le estaba contando el viejo. Luego se alejó de la mesa y dijo:

—Ocasionalmente, han llegado también a mis oídos las oscuras leyendas que van unidas al tema…: la consecución del oro alquímico o la piedra filosofal y hasta incluso los pactos con el diablo… En mi opinión, son simples habladurías… Nadie con un mínimo de sentido común podría creerlas.

El fumador esbozó una meliflua sonrisa al observar la descreída actitud de su interlocutor. Para él, aquella compostura significaba su triunfo. Debía continuar, pues, con su inquietante e infalible estrategia.

—¿Ha oído mencionar alguna vez una presea denominada «la Piedra»?

—Esa joya no llegó a existir nunca —aseguró Grieg, cada vez más preocupado por el rumbo que estaba tomando el asunto—. No es más que una leyenda que se nutre de la misma ralea que la del oro alquímico, que presuntamente llegó a materializarse en Barcelona a mediados del siglo XIX. Usted sabe que, debido a mi trabajo en la restauración de capillas, ermitas y antiguos edificios catalogados, estoy en constante contacto con todos estos mitos. Sé muy bien de lo que hablo. Sólo son leyendas fabulosas.

—¿Está usted seguro? Le veo temerariamente convencido de sus propias palabras.

La circunspecta mirada con la que el turbador anciano le escrutó hizo que Gabriel Grieg volteara la vetusta caja hasta vaciarla por completo y examinara minuciosamente su interior, incluida la tapa. Pero sólo se trataba de una vieja caja vacía.

«¿Qué tendrán que ver estos recortables con el demonio y con la serie de crueles asesinatos de don Germán? —se preguntó Grieg intrigado—. Quizá se trata de un ingenioso y a la vez diabólico escondite secreto. Nadie podría pensar nunca que en su interior se oculta un gran misterio.» Entonces comenzó a pasar sucesivamente las imágenes y las viñetas tratando de buscar algo que resultase diferente. Ante él apareció una imagen que, aunque se encontraba camuflada entre las demás, resultaba radicalmente distinta. Se trataba de un papel en blanco recortado con unas tijeras hasta darle una forma que recordaba lejanamente una filacteria. En el papel figuraba el sello del taller de orfebrería de los Masriera y sobre él aparecía el inquietante nombre de una joya plena de reminiscencias y leyendas populares: «Las lágrimas de Fausto.»

Grieg dejó el papel sobre la mesa y continuó examinando el contenido de la caja. No tardó en encontrar una imagen que aparecía tachada con un aspa de color rojo, bajo la que parcialmente podía leerse en catalán una incisiva frase:
«Projecte refutjat. Mai farem aquesta joia.»
«Proyecto rechazado. Nunca haremos esta joya.»

La estampa tenía unas dimensiones de diez centímetros de largo por ocho de ancho y mostraba el diseño de una extrañísima joya, iluminada a la acuarela con todo lujo de detalles. Se trataba del diseño de un
fermall,
un broche, realizado a mediados del siglo XIX.

«La joya llegó a existir en realidad —pensó Grieg—. Tras ser rechazado el proyecto por los Masriera, quizás una niña o un niño lo recogió y lo transformó en moneda infantil; o puede que alguien lo escondiera en esta caja para que nadie sospechase de su existencia.»

Gabriel Grieg no podía dar crédito a sus ojos. Se trataba del diseño del
mítico fermall
posteriormente conocido como «la Piedra». Aunque formaba parte del imaginario popular barcelonés, jamás se había podido demostrar su existencia, ni su forma.

Aquella mítica joya representada en el boceto estaba relacionada con los terribles asesinatos en serie perpetrados en Barcelona por el monje bibliómano, y aparecía envuelta en oscuras leyendas y maldiciones relacionadas con libros de Artes Ocultas. Se trataba de una pieza de genuino estilo modernista, con una montura de oro intensamente amarillo en forma de bola de fuego, que acababa transformándose en una huesuda garra de uñas alargadas que asía una piedra ovalada (de una imposible y extrañísima coloración tratándose de una gema), en la que dormían texturas blanquecinas, y tan turbias, que no permitían distinguir con claridad su centro, en el que se intuía una forma oscura.

La visión del detalladísimo proyecto de la mítica presea turbó a Grieg, pues, si bien conocía su historia, jamás pensó que fuera real. En aquel misterioso diseño latían míticos y lejanos ecos de oscuras leyendas relacionadas con la alquimia, la búsqueda del elixir de la eterna juventud e inconfesables pactos con el diablo que formaban parte de la más secreta y hermética historia de la ciudad de Barcelona.

Grieg continuó pasando las antiguas viñetas. De pronto, encontró una que le llamó la atención. Era un reclamo que anunciaba el típico baile de máscaras anual que se celebraba en el Liceo en el siglo XIX. Tenía unos corchetes metálicos en los hombros, caderas y cuello, que permitían el movimiento articulado de la figura de cartón.

Grieg recordó que, según la leyenda, la figura que mostraba la inocente estampa era un ser engendrado por el demonio Asmodeo cuando ilícitamente se unió con una mujer. La figura tenía la nariz muy grande y una pose altiva. Vestía una amplia y estrellada túnica azul marino, y mostraba bajo el gorro en forma de cono una barba blanca. Se trataba de Merlín el Mago. En una mano blandía una varita mágica, y en la otra, un enorme libro que tenía escrito sobre su tapa algunas palabras y un símbolo.

AU

AURUM

ALCHIMICUM

BARCINONENSIS

Vadam et affluam delicias

Grieg leyó el texto: «Oro alquímico descubierto en Barcelona. Prueba sus delicias», y de pronto le vino a la cabeza la siguiente frase: «No habrá deseo que no veas cumplido, ni voluntad que no satisfagas, ni placer que no pruebes, ni dulzura que no saborees.»

A pesar de que incluso
El Brusi
, el antiguo
Diario de Barcelona,
le dedicó al asunto varias crónicas periodísticas a finales del siglo XIX, jamás nadie había encontrado prueba alguna de que en Barcelona llegara a fabricarse oro alquímico. Sin duda, aquella pequeña caja resultaba un escondite perfecto.

—Me congratula ver que ha localizado una de las muchas estampitas que esconde esta peculiar caja fuerte —dijo el anciano con afectado regocijo.

Gabriel Grieg reflexionó durante unos segundos, tratando de centrar el asunto en el que el viejo pretendía introducirle.

—¿Qué trabajo debo realizar para saldar definitivamente la deuda que contraje con usted? —le acució.

—Se trata de una labor que deberá acometer esta misma noche de los muertos —contestó el viejo. Extrajo una cartera del interior de su americana y, tras extraer de ella una tarjeta, la depositó cuidadosamente sobre la mesa.

—Debe acudir a la dirección que figura anotada en la parte superior de la tarjeta. Allí le estará esperando una persona. —Mientras hablaba, el nonagenario empezó a introducir los
Bilderbogen y
las viñetas de
Épinal
en la caja—. Su trabajo consistirá en acompañar a esa persona a la segunda dirección y entregarle allí la caja.

Gabriel Grieg arqueó las cejas al escuchar aquella insólita tarea.

—¿Y ya está? ¿Nada más? —preguntó.

—Nada más. Si hace lo que le digo, su deuda estará saldada definitivamente y nunca más volverá a saber de mí.

—Hasta ahora, tanto usted como yo hemos obviado dónde, cómo y por qué firmamos un pacto —dijo Grieg, tratando de contener el tono de sus palabras—. Pero ha llegado el momento que deje de jugar conmigo. Quiero saber dónde radica la dificultad, y sin duda el peligro que se adivinan en esta tarea.

—El peligro está en que, a partir de ahora —el anciano se guardó la cartera en la americana y aplastó el habano contra el cenicero hasta apagarlo completamente—… esta caja es su vida, y deberá calibrar, objetiva y muy seriamente, si le conviene o no deshacerse de ella.

—Por favor, explíquese mejor… —exigió Grieg.

—Escúcheme con atención. La persona que le espera en la primera dirección busca este precioso broche modernista. —El anciano señaló con su retorcido índice el recorte donde estaba representada la joya tachada con un aspa de color rojo, y que era conocida como «la Piedra»—. Le aseguro que intentará por todos los medios que usted le conduzca hasta la segunda dirección y le entregue, cuanto antes, esta caja.

—¿Y qué sucedería si lo hago?

—Si comete el fatídico error de desprenderse de esta caja en el momento inadecuado, entregándosela a la persona inadecuada… créame, se meterá en un problema de muchísimo mayor rango que el que, hasta ahora, le está acarreando el hecho de haber firmado un pacto conmigo.

Grieg se apoyó sobre el respaldo del mullido sillón.

—En ese caso, quizá debería evaluar qué problemas puede causarme incumplir el contrato que firmé con usted, antes que hacerme responsable de esta caja —dijo Grieg.

—Es una opción a considerar… —admitió el anciano, acariciando de nuevo el descarnado rostro de la Sibila de Cumas.

—Dígame una cosa. —Gabriel Grieg, por primera vez desde que estaba en aquella lujosa sala, se mostró condescendiente—. ¿Qué tiene que ver todo este asunto con la presencia física del diablo?

—El diablo tiene que ver con todo, señor Grieg. Con usted, conmigo y por supuesto con esta caja. Aunque eso sí, si uno se planta por azares de la vida ante Él, es muy conveniente estar, tal como yo le aconsejo, debidamente preparado.

—¿Acaso piensa que puedo tomarme en serio a alguien que, tras haber vivido tanto, ha llegado a ese tipo de conclusiones? ¿De verdad lo cree?

El anciano, al escuchar las preguntas de Grieg, frunció el ceño.

—Para mi hondo pesar, compruebo que el paso del tiempo no ha logrado cambiar su ofuscado descreimiento —dijo, y extrajo del cajón de la mesa un manuscrito que, al primer atisbo, heló la sangre de Grieg. Era el documento que había firmado un fatídico día.

Grieg vio su propia firma en la parte inferior derecha, junto a la del hombre que tenía enfrente.

El viejo volvió a tomar el colgante de oro y dijo:

—Deliberadamente, omití decirle que el extraño símbolo que está grabado en la tapa es uno de los signos ordinarios. —Chasqueó los labios y sonrió—. Está documentado que se empleó en algunos pactos demoníacos. Preste atención.

El anciano apagó el puro concienzudamente en el cenicero. Extendió la mano, apagó la luz de la lámpara de bronce, y la sala se sumió en la oscuridad. Al cabo de tres segundos, el broche de oro empezó a brillar con luz propia y de forma espectral, con una misteriosa luz intensamente roja que adquiría destellos anaranjados en las intersecciones de las líneas que estaban grabadas sobre la superficie del broche.

Los reflejos rojizos dibujaron un triángulo y a continuación una línea quebrada muy brillante, hasta que pudo apreciarse con toda nitidez que el misterioso símbolo que tenía grabado el broche coincidía exactamente con la firma que estaba estampada en el contrato.

Grieg se dio cuenta entonces de que el rayo de luz roja que iluminaba la joya provenía de un extremo de la habitación. Concretamente, de una pistola Glock con miras trapezoidales de 17,9 milímetros de calibre y equipada con un dispositivo láser Crimson que sostenía un escolta vestido con traje oscuro, que en todo momento, y sin que Grieg lo advirtiera, había permanecido inmóvil y atento a la más mínima indicación de su jefe.

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