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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (6 page)

BOOK: El laberinto de oro
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Cuando encendió de nuevo la lámpara, una mefistofélica sonrisa había aflorado en el rostro del anciano.

—¿Ve cómo nunca, mi joven y admirado arquitecto, se puede ser excesivamente descreído, ni se debe bajar indebidamente la guardia?

Grieg se dio cuenta de que su acreedor era demasiado peligroso y se convenció de que debía hacer frente drásticamente a la deuda que había contraído con él.

—¿Quién es la persona a quien tengo que conducir hasta la otra dirección que está anotada en la tarjeta? —preguntó.

—Le espera esta misma noche con la intención de apoderarse de esta caja, y para ello no dudará en emplear todo tipo de argucias —le previno de nuevo el anciano.

Grieg miró hacia el guardaespaldas, aún pistola en mano, atento a cualquier indicación de su jefe. Después acercó sus manos a la caja, sabiendo que desde aquel momento su vida dependía de aquel cofre de cartón.

Sospechaba que se metía de lleno en un terrible problema.

5

—¿Aquí hay una caja fuerte?

La pregunta resultaba del todo absurda, al haber sido formulada desde el interior de la que, sin duda, era una de las cámaras acorazadas más seguras del mundo, al mismo nivel de seguridad e invulnerabilidad que la del Banco Internacional de Pagos en Suiza o la de Fort Knox en Kentucky.

La inapropiada pregunta había sido formulada por el que iba a ser el nuevo director general del Tesoro de la Institución, un hombre calvo y delgado, vestido con un anodino traje azul marino, camisa blanca y corbata gris marengo. Cualquiera habría pensado que no estaba lo suficientemente cualificado para dicho cargo.

Sin embargo, no fue eso lo que pensaron las personas que le rodeaban en ese momento: el director general saliente, el interventor, un cajero y el auditor jefe, que le acompañaban en la que era su primera visita completa a todos los departamentos del banco. Habían recorrido las dependencias de la institución durante casi todo el día y se habían detenido en el enclave final, la zona más inaccesible del banco, la que en el argot interno de la entidad se conocía mediante el siguiente eufemismo: «el almacén».

Tampoco sorprendió la pregunta, «¿Aquí hay una caja fuerte?», a los tres funcionarios, dos hombres y una mujer, que debidamente uniformados con el traje reglamentario de la Institución, ejercían de claveros. Eran los encargados de mantener en secreto los números de clave, los giros a izquierda y derecha de los botones numerados de aquel acorazado lugar, las rutas secretas de sus innumerables pasillos y pasadizos, así como de desplegar la habilidad suficiente para abrir puertas blindadas aplicando varias llaves a la vez en el sentido correcto del giro. Los tres funcionarios llevaban siempre encima una enorme cantidad de llaves de distintos tamaños y raras formas, que tintineaban entre sí mientras caminaban en silencio por los pasillos de aquel inexpugnable búnker. Los funcionarios formaban parte, junto a sus superiores jerárquicos, del reducido grupo que tenía acceso a aquellas invulnerables dependencias.

Al nuevo director general le llamó poderosamente la atención que una caja fuerte Star 3260, dotada de una puerta de doble cuerpo con planchas de acero de un metro de lado, estuviese precisamente allí, el lugar más inaccesible del planeta.

Para llegar a la caja fuerte, habían tenido que recorrer largos y relucientes pasillos mientras oían el sonido de sus propios pasos rebotando en las frías paredes de mármol. La comitiva había pasado varios controles de seguridad, formados por policías que se cuadraban a su paso, hasta llegar a un ascensor instalado en el interior de un espacio blindado con gruesas paredes de hierro y de hormigón armado. Para ponerlo en marcha, hizo falta que uno de los funcionarios introdujese una llave y un código secreto que únicamente él conocía.

El ascensor bajó cuarenta y cinco metros hasta una colosal cámara acorazada de cuatro mil quinientos metros cuadrados que en su primera sala tenía instalada una puerta de ciclópeas dimensiones. Uno no podía evitar pensar, ante aquella gigantesca puerta, en el fabuloso tesoro que debía de albergar.

Para abrir la puerta circular de dos metros de diámetro, un metro de grosor, dieciséis toneladas de peso y formada enteramente de brillante acero puro, hacía falta casi un ritual en el que el director saliente, el cajero y el interventor hicieron girar al mismo tiempo sus llaves. Después el funcionario movió un gran volante de acero y la formidable puerta se abrió suavemente. Cruzaron entonces un oscuro pasillo repleto de circuitos electrónicos y detectores de presencia, que desembocaba en otra gran compuerta de acero de catorce toneladas de peso y que relucía, pese a la penumbra, en tonos plateados. Aquel nuevo obstáculo fue solventado por la funcionaría al introducir una llave que sólo ella estaba autorizada a utilizar.

En ese momento se accedía a una zona que parecía sacada de un relato gótico de terror: una gigantesca cueva, de piedra y mármol negro, que se elevaba hacia la cúpula mediante alargados arcos que formaban estilizadas bóvedas. El nuevo director se maravilló ante aquel fortificado templete. Había un puente retráctil, que atravesaba de punta a punta la cueva, para salvar un impresionante foso. En caso de alarma, la plataforma se retraía velozmente, las compuertas de acero se cerraban, los pasillos quedaban obstruidos y la cámara, sellada herméticamente, se inundaba por completo de agua en cuestión de minutos gracias a un complicado sistema de conductos subterráneos.

El puente metálico desembocaba en otra puerta de acero de ocho toneladas, que abrió el tercer funcionario. Salvado el último escollo, se accedía a una cámara que albergaba tal tesoro entre sus muros, que ni siquiera el más poderoso de los faraones en el antiguo Egipto se habría atrevido a imaginar. Miles y miles de toneladas de oro en forma de lingotes, joyas y monedas.

La cámara acorazada se parecía mucho a la
Sparkasse
de Viena, dividida en cinco secciones, y sus paredes eran muros blindados y elevadas bóvedas apuntadas, repletas de estanterías metálicas y armarios acristalados. El oro estaba rodeado de quietud, penumbra y silencio. El tiempo parecía haberse detenido entre aquellas gélidas paredes, sintiéndose impotente ante aquella poderosa y enigmática materia.

El nuevo director general del Tesoro cogió uno de los lingotes de oro que le mostraba un funcionario. Sintió la pulida y fría superficie y observó su numeración: S34781 y BC543. Tenía una forma trapezoidal y su peso era exactamente de cuatrocientas onzas Troy de medida estándar. ¡Doce kilos y medio de oro en cada lingote!

Entonces el nuevo director vio una caja fuerte.

—¿Aquí hay una caja fuerte?

El director saliente entendió perfectamente la pregunta, porque era la misma que él y todos los directores entrantes se habían formulado al ver una caja fuerte en el interior del subterráneo blindado. ¿Qué tesoro podría contener aquella caja fuerte para estar situada en el mismo centro de aquel fabuloso dédalo acorazado? De las ocho personas que estaban allí, únicamente el director saliente conocía su contenido, y fuera de allí, se podían contar con los dedos de una mano los que estaban al corriente de aquella excepcional información.

Por eso, tanto el interventor, el cajero y el auditor como los tres funcionarios fueron amablemente invitados a abandonar la pequeña sala.

—Por favor, tengan ustedes la amabilidad de retirarse. El director general del Tesoro y yo vamos a mantener una conversación privada que forma parte del relevo institucional —ordenó el director saliente rompiendo el sobrecogedor silencio que reinaba en el interior de la cámara acorazada.

Una vez que las seis personas se retiraron hacia uno de los departamentos anexos, los dos hombres se sentaron a la austera mesa que había frente a la misteriosa caja fuerte, y que, en el argot interno de los tres guardianes del tesoro, era conocida como la «camareta oscura».

—Bien, señor Dutruel, aquí estamos por fin. Ésta es la última ceremonia que debemos llevar a cabo para que la transferencia de poderes sea firme a todos los efectos. Aquí tiene la llave que le corresponde usar con su nuevo cargo, y que hasta hoy poseía yo. —El director saliente extendió una plateada y alargada llave—. Cuando salgamos de la cámara acorazada, ya será usted, y no yo, el que cierre la gran compuerta junto con el interventor y el cajero. Pero antes debo revelarle el pequeño secreto que alberga el «almacén».

El nuevo director mostraba el semblante serio, en contraste con el aspecto relajado que exhibía su colega.

—Estoy verdaderamente intrigado.

—No me extraña… Disculpe si le hago un breve preámbulo, igual que me lo hicieron a mí, previo a la apertura de esa caja fuerte.

—Se lo ruego encarecidamente. Continúe…

—Dígame, ¿qué cree que podría hacer depreciar drásticamente el valor del oro?

—No pretendo impartir aquí y ahora una clase de economía —contestó Dutruel, un tanto contrariado—, pero ya sabe usted que las fluctuaciones o altibajos del mercado están motivados por…

—No le estoy hablando de eso —le interrumpió el director saliente.

Dutruel se quedó en silencio durante unos segundos. Los dos hombres miraban con atención la «camareta oscura» que estaban a punto de abrir.

—¡Ha logrado atraer mi curiosidad! —exclamó Dutruel, que sonreía vagamente, aunque se inquietó al ver que su antecesor en el cargo no correspondía a su sonrisa—. Pero no alarguemos innecesariamente el relevo. Dígame qué contiene la caja.

—Ahora le entregaré, para que dé su aprobación antes de firmarlo, el documento por el cual le transfiero la llave que abre la «camareta oscura» y que le hace responsable de su contenido.

El director saliente extrajo de su portafolios un contrato y se lo tendió a su colega. Éste cogió con cierto recelo la llave. Se fijó en el llavero: era de oro y en él estaban representados tres esqueletos humanos, que mantenían la misma postura que Kikazaru, Wazaru y Mizaru, los tres monos sabios y místicos, que alternativamente se tapaban la boca, los ojos y los oídos para no hablar, ni ver, ni oír. O quizá, lo cual era mucho más probable, adquirían las tres posturas primarias que, instintivamente, adopta el ser humano cuando se encuentra ante una situación de peligro o terror.

El nuevo director, tras mirar de reojo a su colega, se dirigió lentamente hacia la caja fuerte. Después introdujo la llave y la hizo girar cuatro veces a la izquierda y empujó con fuerza hacia sí. La puerta se abrió silenciosamente. Durante casi un minuto analizó, con semblante serio, el contenido de la «camareta oscura». No hizo el más leve comentario en ningún momento, volvió a cerrar la puerta, y giró cuatro veces la llave en sentido contrario.

Se dirigió, ensimismado, hacia la mesa donde se encontraba el director saliente del banco y, de pie, sin pronunciar palabra alguna, rubricó el documento que le comprometía a guardar silencio, de por vida, del contenido de la caja fuerte Star 3260 situada en el interior de la que quizás era la cámara acorazada más segura del mundo.

6

«Me espera una larga y aciaga noche», pensó Gabriel Grieg, que continuaba reflexionando sobre la sombría conversación que había mantenido hacía escasamente una hora con el reaparecido anciano en el Círculo del Liceo.

«Debo estudiar el terreno antes de acudir a la cita de la una», se dijo mientras recorría el pasillo de su casa en dirección a su estudio, sosteniendo la misteriosa caja llena de recortables infantiles que le había entregado el viejo.

Grieg estaba enfurecido, pero intentó serenarse. «¡Debo pasar página a todo este maldito asunto!» Encendió la luz del despacho, el ordenador y una pequeña máquina de café. Depositó cuidadosamente la vieja caja bajo el flexo que tenía en su mesa de trabajo y examinó su exterior.

Un risueño diablo, recortado de una de las ilustraciones francesas de
Épinal (Le diableé amp; Polichine),
estaba adherido a uno de los lados de la caja, con dos grotescos cuernos, alas de murciélago y sosteniendo un tridente mientras bailaba sobre el fuego. Parecía observar sarcásticamente todos sus movimientos, como si se estuviera burlando de él.

Gabriel Grieg dio un sorbo a su taza de café mientras esperaba que el ordenador accediese a un banco de datos para arquitectos. Su intención era analizar la disposición interna del extraño edificio al que debía dirigirse en primer lugar.

«¿Por qué precisamente aquí? —se preguntó sin dejar de examinar la distribución de las plantas y de los locales, en especial la del piso donde estaba situado el apartamento al que se dirigiría en escasos minutos—. ¿Por qué precisamente en este maldito edificio?»

Luego accedió a un fichero personal llamado «Depósito de Fotografías III» y analizó la impresionante fachada del edificio adonde debería conducir al desconocido, para hacerle entrega de la caja.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Fue hasta la estantería y extrajo de uno de los anaqueles situados casi a ras de suelo un pequeño libro, apuró su café y se dirigió hacia el desván de la casa.

Allí se topó con sus viejos proyectos de arquitectura, ya cubiertos de polvo, y con libros técnicos que a menudo eran objeto de consulta cuando se encargaba de la restauración de alguna ermita románica u otro tipo de construcción antigua. Allí también tenía almacenado gran parte del material que usaba para una de sus grandes aficiones, la escalada. Tenía cajas llenas de guías de escalada, libros especializados en alpinismo invernal y mapas de poblaciones con los que planificaba cada viaje. Junto a la ventana colgaban varias fotografías enmarcadas, donde podían observarse a los compañeros de cordada de Grieg en posturas extremas mientras escalaban.

En una de esas fotos, que había sido tomada desde el interior del teleférico que partía de Chamonix, se podía observar una impresionante vista de la cima del Mont Blanc, y más abajo el glaciar de Bossons. En otra fotografía aparecía Grieg escalando una cascada vertical de hielo mientras cubría la ruta de ascenso conocida como Trois Mont Blanc.

Apartó las cajas que contenían crampones, piolets, mosquetones, arneses y cuerdas, y extrajo las tres herramientas que supuso que le harían falta esa misma noche. Cogió un macuto negro y las introdujo en él. Se trataba de un martillo, un cortafrío y una pequeña pala.

«Conozco la sensación de extremo peligro —pensó—. Me he enfrentado varias veces a la muerte rodeado de nieve en las alturas, y siempre mantuve la cabeza fría. Debo hacer lo mismo esta noche…»

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