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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (7 page)

BOOK: El laberinto de oro
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Salió del desván y se dirigió hacia el pasillo donde había una gran estatua de yeso que reproducía a tamaño real una de sus esculturas favoritas: la Venus de Milo. Sin perder tiempo, la retiró un metro del lugar donde se encontraba y extrajo del macuto el martillo y el cortafrío. Golpeó las losas que habían servido de soporte a la estatua hasta que logró reducirlas a pequeños trozos de piedra. Luego se inclinó ante el hueco de cemento que había quedado y con ayuda de la pala retiró un palmo de tierra hasta que dio con un objeto que se encontraba enterrado en el fondo: un cofre negro de madera.

Grieg abrió la tapa y examinó su abundante contenido, formado por varios objetos debidamente envueltos en terciopelo negro y pergamino, que se encontraban entre dos docenas de libros que Grieg había estudiado a fondo tras su primer encuentro con el anciano, y que luego decidió enterrarlos para intentar olvidarse de aquel infausto acuerdo. Observó los libros, que en su mayoría eran toscos conjuntos de pliegos pegados o cosidos entre sí y formados por viejas y amarillentas fotocopias. Había también algunas ediciones originales y algunos duplicados facsímiles que reproducían los libros más secretos de la alquimia y la brujería, entre sombríos compendios y manuales relacionados con el satanismo y la invocación al diablo.

En el interior de aquel cofre se encontraba una muy rara edición, publicada en 1926, del
Compendium maleficarum,
un verdadero manual de prácticas satánicas y de pactos con el diablo donde podía seguirse,'paso a paso y en una serie de turbadores grabados, el ritual del sabbat, escrito en 1608 por el monje ambrosiano Francisco María Guazzo.

Junto a ese ejemplar también se encontraba el
Malleus maleficarum,
que posteriormente sería mucho más conocido como
El martillo de las brujas,
que era el tratado más atroz que jamás se había escrito acerca de la persecución de hechiceras y brujas. Publicado en 1486, se trataba de un detallado manual para formar inquisidores escrito por los monjes dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger. Más tarde fue remitido al papa Inocencio VIII con el título de
Informe de asesoría.

Grieg encontró la separata que estaba buscando, una traslúcida y frágil hoja de papel, entre las páginas de una reproducción facsímil del
Summis desiderantis affectibus,
escrito por Regino de Prüm por encargo del arzobispo de Trier en el año 906, y que fue el primer libro que se difundió entre los obispos, concretamente los de la Archidiócesis de Tréveris. Posteriormente, el libro se haría siniestramente popular bajo el nombre de
Canon episcopi,
ya que servía de guía para la caza de las «servidoras de Satán», de las que decían sus páginas que «volaban montadas en animales domésticos para reunirse con Diana, la diosa latina del panteón de Roma…».

Gabriel Grieg leyó la hoja que buscaba; sin duda, le sería de gran utilidad aquella noche.

El 30 de abril y el 31 de octubre son los dos días más significativos en el almanaque de la brujería. La primera fecha se denomina Walpurgisnacht o noche de Walpurgis debido a que se celebra el día de Santa Walburga, que fue una santa inglesa que murió en Alemania el año 777. La segunda fecha, y la más importante del año para nosotras, es la del 31 de octubre, y recibe el nombre de noche de Todos los Santos y tiene su principal tradición en España, donde es ampliamente celebrada por las aspirantes y las aventajadas… También se conoce como Halloween, que significa noche de brujas, y mientras dominan las tinieblas, la puerta que separa el mundo de los vivos del más allá se abre…

Grieg no necesitó llegar hasta el final del texto para darse cuenta de que la fecha en que el anciano había contactado con él no era un día cualquiera y estaba tenebrosamente relacionado con el texto que acababa de leer.

Se fijó también en otros libros que había escondido en el interior del cofre, como
La filosofía natural restituida
de Jean d'Espagnet,
Las doce llaves de la filosofía
de Basilio Valentín, el
Dogme et rituel de toute magie
de Eliphas Lévi o
Le temple de satan
de Estalisnao de Guaita. Finalmente optó por guardarse en su bolsa las fotocopias que reproducían el
Viridarium chymicum
de Daniel Stolcius, para muchos el más completo y esclarecedor compendio de alquimia. El libro incluía ciento siete grabados comentados por su autor, que revelaban todas las fases del
Magnum opus
(la gran obra). También se guardó la reproducción facsímil del
Mutus liber
de Altus en la edición original de La Rochelle de 1677, que venía a ser «el libro de los libros» para los alquimistas, y el
Malleus maleficarum.

Extrajo a continuación del fondo del cofre un paquete envuelto en un pequeño retal de terciopelo negro. El paquete contenía un tintero repleto de un líquido espeso y muy oscuro y, atado a él mediante un hilo negro, dos pergaminos muy antiguos. Uno de ellos estaba en blanco, pero en el otro aparecía escrito con tinta roja un inquietante texto que explicaba cómo se había elaborado el grimorio que estaba encerrado en el interior del recipiente:

… róbense huesos íntegros de albaricoque y póngase al fuego calcinándolos hasta que adopten una textura similar a la del carbón […] Macháquense […] humo de imprenta […] Póngase todo esto dentro de un puchero que se llenará de agua de río […] Hágase hervir en una noche de luna llena […] Quedará la tinta, apta para pactos, alistada…

Antiguamente, los presuntos pactos con el diablo se escribían siempre en pergamino de piel de macho cabrío, el mismo material en que estaban confeccionados aquellos dos.

Grieg también guardó en su bolsa una pluma blanca de oca macho, concretamente la quinta del ala derecha, además de una pequeña navaja de plata para cortar la piel y sellar el pacto con la propia sangre del pactante.

Finalmente extrajo un objeto rectangular y relativamente pesado y lo sostuvo con inquietud entre sus manos. Su mera visión volvió a producirle una inquietante sensación de peligro. Recordaba cómo aquella vez, al meterlo en el cofre que luego enterró, no se le ocurrió pensar que la visita del anciano llegaría a producirse algún día. Sin embargo, allí estaba, sosteniéndolo entre sus manos de nuevo. Grieg miró con atención el objeto, un lingote de oro puro que tenía impreso un pequeño sello circular que certificaba su ley, su extrema pureza y su peso:

1 KILO

FINE GOLD 999,9

Una característica especial lo distinguía de cualquier otro lingote. Sobre su pulidísima y dorada superficie tenía grabadas dos inquietantes figuras circulares. Una de ellas, la de la izquierda, pertenecía al Ouroboros y consistía en un símbolo ancestral, similar a un dragón-serpiente, que estaba enrollado sobre sí mismo hasta adoptar una forma circular y en una actitud de morderse la cola, y que para los alquimistas, al igual que la circunferencia, simbolizaba la unidad de la materia, el fluido universal y la renovación perpetua de los elementos.

En el relieve de la derecha se apreciaba una figura, similar en cuanto a la forma, pero que poseía un significado radicalmente opuesto a la que estaba situada a la izquierda del lingote de oro. Se trataba del Catobeplás, otra serpiente, que únicamente representaba a un animal imaginario, tan estúpido, que se devoraba a sí mismo empezando por la cola.

Y bajo ambas figuras aparecían impresas dos frases de profundo sentido alegórico escritas respectivamente en griego y en latín. Sin duda alguna figuraba allí a modo de advertencia acerca del peligroso potencial maligno que era capaz de despertar en los humanos el material con que estaba fabricado aquel lingote.

La primera frase estaba grabada bajo la figura del Ouroboros.

ev to Molv

«Hen to pan», es decir: «Todo es uno.»

Y la otra sentencia esculpida bajo el Catobeplás rezaba:

CAPUT EST TU QUCERAMUS

«Lo esencial es que indaguemos.»

Grieg, tras volver a examinar aquel lingote de oro, alzó la cabeza y miró a lo lejos, hacia el reluciente pavimento de la plaza Molina en el que se reflejaban, a causa de la fina lluvia, los árboles de la calle Balmes y las farolas de Vía Augusta. No pudo evitar sentirse profundamente preocupado. Sabía perfectamente que el territorio en el que iba a introducirse en cuestión de minutos era un mundo quebradizo y traicionero. Un terreno extraño y fascinante, pero tan falso e ilusorio como un espejismo provocado por el sol del mediodía cuando calcina la arena de los desiertos.

Abrió la bolsa que contenía todo lo necesario para su incursión en el extraño mundo que le esperaba e introdujo dos llaves oxidadas. Después se dio una ducha y cambió la ropa de gala por unos vaqueros, un jersey negro de lana y un chaquetón de piel. Cogió las llaves de su vieja moto, que estaba aparcada bajo la lluvia justo delante de su casa.

La noche más temida había llegado.

Cuando, a la una menos diez de la noche, Gabriel Grieg frenó la moto ante un semáforo en rojo situado junto al edificio de Correos y Telégrafos, la Vía Laietana mostraba un reluciente asfalto que, a causa de la perspectiva y la fina lluvia que caía sobre la ciudad, parecía hundirse en las oscuras aguas del puerto.

Por un instante, y aunque el semáforo ya estaba en verde, se detuvo a observar un gigantesco rostro femenino formado por una infinidad de puntos rojos y por grandes pinceladas multicolores que parecía flotar al ritmo del vaivén de los veleros y los yates atracados en la dársena del puerto. Se trataba de la
Barcelona´s Head,
un enorme rostro femenino creado por el maestro del
pop art
Roy Lichtenstein y realizada en piedra artificial y revestimiento de cerámica.

Grieg volvió a dudar sobre la identidad de la persona a quien debería entregarle la caja de las
auques
que llevaba en su bolsa.

Pasado el monumento a Colón, que a esa hora parecía una gigantesca y afilada columna que sostenía a un desequilibrado tratando de desafiar las leyes de la gravedad, llegó a las Ramblas. Recortada en la negrura, una inmensa mole de hormigón y cristal se elevaba hacia el oscuro cielo de Barcelona. Aquél era el lugar adonde Grieg se dirigía.

7

Una mujer miraba a través de la gran cristalera de una de las plantas más elevadas del rascacielos hacia el que Grieg se dirigía.

Tenía ante sí una vista panorámica de la fachada marítima de Barcelona en la que destacaba, en primer término, el monumento a Colón, al que los coches rodeaban con lentitud para acceder a la Rambla de Santa Mónica. Junto a la vieja aduana, las Golondrinas permanecían, inmóviles, atracadas en el muelle de Atarazanas; y a lo lejos, el mar se difuminaba entre las dos torres del teleférico: la torre de Sant Sebastià y la de Jaume I.

La mujer permanecía de pie, absorta y completamente indiferente a la panorámica que tenía ante sus ojos. Una y otra vez, lanzaba al aire una brillante moneda de treinta y cinco milímetros de diámetro y tres de grosor que había llegado a su poder hacía muy poco.

Aquella pieza no era, en absoluto, la que esperaba encontrar aquella noche. Se trataba de una insignificante bagatela, que se podía encontrar en cualquier numismática al precio de unos pocos euros. Así que distaba muchísimo de ser el objeto que supuestamente debían entregarle aquella noche de los muertos y que le conduciría directamente hasta la joya que buscaba desde hacía años.

En realidad estaba indignada. «No puedo creer que hayan sido capaces de cometer tal insolencia conmigo», se lamentaba la mujer sin dejar de observar la moneda.

De pronto, notó un zumbido procedente del interior de su bolso. Inmediatamente extrajo un diminuto teléfono móvil.

—¿Tiene en su poder el espécimen? —preguntó una voz al otro lado de la línea.

—¿Llama «espécimen» a una vulgar moneda de baratillo? —increpó la mujer—. ¿Para esto he tenido que trabajar tanto desde que se pusieron en contacto conmigo? Realmente no comprendo lo que está sucediendo aquí.

—Le repito la pregunta. ¿Tiene en su poder el espécimen? —insistió la voz.

—Sí que lo tengo… Pero eso que llama tan pomposamente «espécimen» no es más que una vulgar moneda fabricada con el peor latón de joyería, y luego chapado con oro de doce quilates. —La mujer hablaba muy rápido—. No tiene ningún valor numismático; formaba parte de una colección de baja estofa destinada al gran público, que se vendía en las numismáticas y en las filatelias en los años ochenta.

Durante unos segundos, la mujer escuchó cómo la voz intercambiaba algunas palabras con otra que parecía estar a su lado, pero no pudo entender el contenido de la conversación.

—Esa moneda… —continuó de nuevo con voz pausada el interlocutor— es la respuesta que el hombre al que sigue la pista envió por correo. La remitió cuando supo que ellos le estaban buscando y que necesitaban imperiosamente contactar con él…

—Existen cientos de piezas idénticas a la que yo sostengo en mi mano —le interrumpió la mujer.

—Esa moneda encierra las pistas que le llevarán hasta él —aseguró la voz—. Hasta ahora, nadie ha sido capaz de descifrar el mensaje que oculta, y desgraciadamente, el plazo para hacerlo expira dentro de unas horas…

—Sigo pensando que se trata de una argucia. No me extraña que nadie haya podido dar con las supuestas claves que conduzcan a su paradero. ¿Qué se supone que debo hacer?

—Ya sabe que en unos minutos vendrá alguien que le proporcionará un objeto y le conducirá hasta un lugar que le alejará del momentáneo
impasse
en el que parece sumida.

La comunicación se interrumpió bruscamente.

La mujer volvió a observar la pieza dorada y analizó sus dos caras. «¿De qué forma un aforismo tan común en los libros de alquimia como es éste, puede llevarme hacia un lugar concreto, esta misma noche de los muertos?», se preguntaba, sin ser capaz de darse un respuesta.

En el reverso de la moneda podían observarse una serie de círculos concéntricos dorados, sobre los que se superponía otra numerosa cantidad de espirales y que, según sabía, en el complejo simbolismo de la alquimia, representaban lo eterno de las rotaciones.

Le dio la vuelta a la pieza dorada y analizó el anverso, en el que se veía un volcán que expulsaba enormes cantidades de lava. Sobre él aparecía un gran sol del que surgían unos poderosos rayos.

La mujer tan sólo llegó a deducir que en el simbolismo de la alquimia el astro rey tenía múltiples interpretaciones alegóricas, la mayoría de ellas relacionadas con la esencia del
lapis
o piedra filosofal pero, fundamentalmente, cuando se representaba en solitario, simbolizaba un concepto en estado puro de la ciencia alquímica más desinteresada y altruista.

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