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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (9 page)

BOOK: El laberinto de oro
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Lorena, que se había quedado perpleja al comprobar que la moneda que esperaba encontrar aquella noche era una simple baratija, torció el gesto al ver que el fabuloso objeto que esperaba obtener del desconocido era algo envuelto en papel de regalo.

Entonces ella pensó también que necesitaba algunos minutos para tratar de adivinar quién era la persona que estaba jugando con ella de aquel modo. «¿Qué demonios está sucediendo esta noche?», se preguntó irritada.

Se acercó a Grieg y se quedó pensativa, con la concentración de un ajedrecista que valora la conveniencia de un movimiento u otro.

Gabriel Grieg, temporalmente aliviado, aprovechó la ocasión para analizar la única figura que no se contemplaba a sí misma en el espejo. Se trataba de una hidra de nueve cabezas. «La hidra es un ser fabuloso que, según la mitología griega, protegía las puertas del Inframundo. Si se le cortaba una de sus cabezas, surgían otras dos nuevas de la cercenada, volviéndose cada vez más peligrosa —recordó Grieg—. La hidra simboliza las dificultades que obstruyen el camino hacia la verdad. A la hidra no se le debe seccionar de raíz ninguno de sus alargados cuellos, hay que aturdiría golpeándola fuertemente en la mayor de sus cabezas.»

El arquitecto continuó razonando mientras observaba la gran cabeza de la hidra, que resaltaba entre las otras ocho más pequeñas y que estaba situada en la parte superior del marco del espejo, en su mismo centro, y fuera del alcance de la mano.

Luego miró el bastonero situado al lado del espejo. Extrajo un bastón más alargado que el resto, del que sobresalía un pomo cristalino con un prodigioso dibujo que parecía brillar en su interior.

—¿Qué se supone que vas a hacer? —preguntó Lorena.

11

Gabriel Grieg contempló detenidamente el interior del pomo. La imagen parecía estar relacionada con el espejo: era el
Magic mirror,
el espejo mágico, una obra creada en 1946 por el artista holandés Maurits Cornelis Escher, una muestra más de su particular universo iconográfico formado por imágenes imposibles, universos ficticios y lugares paradójicos.

En el dibujo aparecían unos inquietantes perros con alas que caminaban en círculos delante de un espejo que formaba un ángulo recto con respecto al suelo. Dos esferas colocadas delante y detrás del espejo creaban la hipnótica sensación de que los perros cobraban vida al otro lado del espejo y podían penetrar así en otra dimensión antes de regresar de nuevo a la realidad.

En ese momento Grieg se percató de un importantísimo detalle que había interpretado erróneamente. «Las figuras del marco no se están contemplando a sí mismas en el espejo, sino que están mirando hacia adentro, como si mirasen otra dimensión. En el plano que consulté en la base de datos de arquitectura, no vi que en esta planta hubiese un estudio de una sola pieza.» A continuación, intentó separar el espejo de la pared.

—¿Qué te propones? —preguntó Lorena.

—A la hidra no se le debe cortar nunca la cabeza. Es mejor golpearía hasta aturdiría —respondió Grieg con el bastón entre sus manos.

—¿Cómo dices? No te entiendo…

De repente, levantó el bastón y golpeó certeramente la cabeza central de la hidra. Un sonido grave resonó en la sala. La cabeza retrocedió un poco y permaneció en esa posición como si la retuviera un resorte metálico. Se escuchó un sonido similar al que producirían unas uñas rasgando una madera reseca, y el espejo se desplazó hacia un lado, dejando a la vista una especie de puerta que permitía el acceso a una habitación a oscuras.

Grieg metió en su bolsa la caja de las
auques
y encendió una linterna. La habitación tendría unos seis metros de lado y un elaborado y alto techo artesonado de madera. Apuntó con la linterna y vio que dos de las paredes estaban ocultas tras dos enormes estanterías atiborradas de gruesos libros de igual tamaño, refinadamente encuadernados en piel de color negro. En los lomos de los volúmenes aparecían los mismos caracteres dorados, como si fueran una enciclopedia.

Lorena entró en la habitación y encendió una lámpara de estilo
art déco
que estaba sobre una mesa auxiliar de forma hexagonal, al lado de un sillón.

—Parece la sala de lectura de un loco egregio —exclamó, mirando con verdadera curiosidad el interior de aquella insólita habitación secreta situada tras el espejo.

—Es algo muchísimo más enrevesado. Este lugar aparentemente agradable y ordenado me produce escalofríos. —Grieg observaba los libros y las ininteligibles palabras que estaban escritas sobre sus respectivos lomos—. Estos libros forman un
glossarium
de los conocimientos más secretos.

—Creo que tienes razón…

—Este lugar está cargado de una simbología extremadamente oscura. Está escondido detrás de un espejo, con todo lo que eso conlleva. En el centro, hay una mesa hexagonal. El hexágono es la figura de la muerte, pero también la forma que normalmente adquiere el centro de los laberintos profanos. Fíjate en el grabado de la mesa.

Lorena vio, tallada en la mesa de madera, la cabeza de un minotauro, el amo y señor del laberinto.

—¿Crees que en esta sala está representado simbólicamente el
Deus absconductus,
el
Mysterium magnum,
o sea, el mitológico lugar entre la tierra y los infiernos tantas veces citado en la literatura, en la filosofía y que incluso algunos trataron de emplazar físicamente?

Gabriel Grieg contempló el hermoso rostro de Lorena, que aparecía en ese instante iluminado con todos los colores del arco iris que la lámpara
art déco
proyectaba sobre ella, y no pudo evitar sentirse como el mismísimo Teseo al ver de nuevo el rostro de Ariadna.

—Exactamente —reconoció Grieg, complacido—. La persona o personas que diseñaron este lugar lo hicieron con el propósito de llegar a sentirse como si realmente estuviesen en el centro de un laberinto. Lo verdaderamente difícil no era salir de él, como ocurre en la mayoría de los laberintos, sino entrar.

—Y además, el centro del laberinto acostumbra ser un lugar muy peligroso —recordó Lorena, que seguía preocupada por lo que pudiera pasar esa noche, especialmente tras la aparición de Grieg.

—Así es. Según algunas teorías, quien sale del centro del laberinto ya nunca más vuelve a ser el mismo que era cuando entró. Me temo que no vamos a poder salir de aquí hasta que encontremos algo.

—¿Encontrar el qué?

—Aún no lo sé. Pero fíjate en lo que cuelga de esa pared.

Lorena observó la reproducción del plano original que proyectó Ildefons Cerda i Sunyer en 1863 para el Ensanche de Barcelona. Junto al plano había una sencilla cuadrícula dibujada en un pergamino de veintinueve cuadrados horizontales y diecinueve verticales, con un pequeño rótulo en la base del marco:

METRÓPOLI DE LA ATLÁNTIDA (NORTE)

LA GRAN LLANURA

«Este tipo, Gabriel, tiene razón. Todo esto es muy extraño…», pensó Lorena.

—¡Qué sitio más extraño! Aquí dentro… —Lorena interrumpió la frase al ver que Grieg torcía el gesto—. ¿Qué te ocurre? ¿Has descubierto algo?

—Acabo de descubrir algo terrible —arguyó Grieg en un tono severo.

—¿De qué se trata? —preguntó ella, verdaderamente intrigada.

—Te lo revelaré inmediatamente. Pero antes debo decirte algo muy importante, Lorena.

—¿De qué se trata?

—Aunque desconozca el motivo, estoy seguro de que buscas algo, y esa búsqueda puede ser muy peligrosa… Yo una vez me tomé a la ligera el turbio asunto en el que ahora los dos estamos envueltos, y estoy pagando muy caro mi estúpida imprudencia. Por esa misma razón deberías escucharme.

—Sigo esperando que me digas qué te ha alarmado.

—Te lo diré ahora mismo, pero antes quiero que te fijes en las frases que hay escritas en las estanterías.

Lorena alzó la cabeza y leyó lo que figuraba tallado en la parte más alta de una de las estanterías:

VERBUM PRO VERBO

A continuación leyó las palabras que estaban esculpidas en la otra estantería:

NEC NULLA NEC OMNIS

—Las dos inscripciones juntas forman la siguiente frase: «Palabra por palabra, no todas yerran el blanco» —dijo Lorena.

—Eso significa que antes de salir del centro del laberinto tenemos que encontrar la palabra que «no yerra el blanco» —dijo Grieg tajantemente.

—¡No digas tonterías! —exclamó Lorena—. ¿Cómo sabrás de qué palabra se trata?

«Tengo que atraerla definitivamente para mi causa —pensó Grieg preocupado—. Si no logro contar con su ayuda y con sus conocimientos, mi vida y seguramente también la de ella estarán en peligro.»

Tras dicha reflexión, pronunció una frase desconcertante.

—La sabré porque, antes de que pasen cinco minutos, tú misma me la dirás.

12

Lorena escuchó aquella última frase y volvió a preguntarse quién era y qué buscaba realmente aquel hombre que la escrutaba de un modo tan riguroso. Fuese quien fuese, empezaba a tener claro que no era un emisario cualquiera y parecía encontrarse, como ella, en serios apuros.

—Por favor, explícame cómo vas a lograr que yo adivine la palabra de la clave —ironizó.

—No te preocupes. Contarás con una colaboración inestimable.

—¿Qué clase de colaboración?

—Con la ayuda de una caja mágica —reveló enigmáticamente Grieg, cogiendo su bolsa del suelo.

—Vaya, parece que la cosa se anima. Ahora resulta que hasta eres mago.

—Así es. ¿No eras tú hasta hace unos minutos una bruja? Tú misma me has dicho que durante la noche de Halloween todo es posible.

Se dirigió al fondo de la sala y extrajo cinco volúmenes de las estanterías, con los que formó una especie de pequeño atril, similar al que suelen utilizar los magos en sus representaciones.

—¿Sabes por qué me entristece tanto separarme de la caja que debo entregarte?

—No —respondió Lorena.

—Porque se trata de una caja mágica —expuso teatralmente Grieg—. Pero antes de que pase definitivamente a tu poder, quiero que me realice un último y prodigioso servicio.

—¿De qué se trata, si puede saberse? —preguntó muy seria Lorena, que intentaba entender el simbolismo en lo que estaba haciendo Grieg.

—Esta caja me va a decir, primero, quién eres y qué buscas. Después te ayudará a escoger una palabra de entre todas las que componen la enciclopedia, ya sabes, la única que «no yerra el blanco».

Gabriel Grieg extendió los brazos.

—Veamos, cajita mágica. ¡Dime quién es la mujer que dice llamarse Lorena y que encontramos al otro lado del espejo! —Grieg introdujo su mano en la caja—. ¡Mira qué tenemos aquí!

El «mago» sostenía en su mano izquierda un recorte de papel que representaba una luna del tamaño de una manzana, que tenía pintados los ojos y la nariz pintada y una sonrisa de labios gruesos.

—¡Oh, gran Selene! Dinos qué busca la bruja que he encontrado esta misma noche al otro lado del espejo. —Grieg acercó la cabeza hasta colocar su oreja derecha casi rozando el recorte de papel—. Una joya… Está buscando una joya… Dime, gran y poderosa Selene, ¿qué clase de joya? ¿Una joya de oro, dices? ¿Oro? ¡Ah!, bueno, comprendo… La joya está envuelta en un gran misterio, pero tú desgraciadamente no puedes aclarármelo. Está bien. Me has sido de gran ayuda.

Grieg guardó, ante la atenta mirada de Lorena, que apretaba las mandíbulas, el recorte de la luna de papel. Extrajo otro y volvió a colocarlo sobre el improvisado atril.

Era una máscara de tragedia griega.

—Vaya, el tema se pone serio. Dinos, máscara, ¿qué tiene de especial la joya que busca Lorena? —Lentamente acercó la cabeza al recorte y la retuvo como si escuchara algo—. ¡Ah!, comprendo… Se trata de una joya llamada «la Piedra». ¿No se tratará de…? ¿La misma? La que está relacionada con la obtención de oro alquímico en Barcelona y con los asesinatos en serie que el monje bibliómano don Germán cometió en el siglo XIX… ¿Y hay algo más? Claro, pero tú no puedes…

Lorena estaba tensa, y no pudo reprimir un escalofrío cuando vio la figurilla de papel que Grieg acababa de depositar entre las páginas del libro. Se trataba de un demonio al estilo de los de las antiguas atracciones de feria, vestido con un traje rojo y luciendo barba, perilla y dos afilados cuernos.

—Ha llegado el momento de la verdad. No te molestaré en exceso, mi siempre temido Mefistófeles… —continuó el arquitecto con su particular representación, fingiendo que conversaba con la figura de papel—. ¿Cómo? ¡Por supuesto! Yo no soy un mago cualquiera, puedes conversar conmigo sin ningún tipo de escollos terrenales. Revélanos, Mefistófeles, ¿cuál es la palabra que «no yerra en el blanco» y que después nos confirmará Lorena?

Grieg, tras hacer como que escuchaba lo que le decía el recorte, cogió el libro en concreto de la estantería.

—Veamos… —Pasó las páginas y se detuvo en una—. Ha llegado el momento de la verdad, Lorena. Mefistófeles dice que la palabra es vitriolo. ¿Estás de acuerdo?

Lorena, con un temblor en los labios y una rabia contenida que hacía que se le humedecieran sus hermosos ojos negros, no pudo reprimir el grito:

—¡Ya está bien de jueguecitos! ¿Qué pretendes? Yo no voy a confirmar nada.

—Sí que lo harás. Aquí, entre la descripción del término vitriolo hay dos marcas circulares, una en cada página —afirmó Grieg, que extrajo un lápiz de su bolsa—. Eso demuestra que había un objeto circular, seguramente una moneda, y ahora mismo, rasgando con este lápiz la superficie, voy a averiguar qué tipo de moneda era.

Grieg acercó el lápiz hacia la superficie de una de las páginas, pero una mano se aferró a su muñeca para impedírselo.

—¿Cómo diablos lo supiste? —preguntó Lorena, indignada.

—Muy sencillo, el diablo me lo dijo. ¿No lo recuerdas? Se trata de la caja mágica que tengo que entregarte, por eso me duele tanto separarme de ella. —Grieg sonrió.

—En el interior de mi puño cerrado tengo la moneda que esta misma noche extraje de ese libro, pero antes de mostrártela quiero que me demuestres que no practicas un juego doble y que no sabías que estaba ahí de antemano. ¿Cómo llegaste a adivinarlo?

Él supo de inmediato que si contestaba con sinceridad a su pregunta, Lorena abriría voluntariamente el puño, le mostraría la moneda y nacería cierta complicidad.

—No te echo en cara que no me hayas dicho que estuviste antes en esta sala —confesó Grieg—. Yo tampoco iría regalando información a desconocidos, pero es fundamental que tú y yo empecemos a ser sinceros y confiemos el uno en el otro.

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