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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El legado de la Espada Arcana (5 page)

BOOK: El legado de la Espada Arcana
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—Ven a mí —indicó Mosiah—. No tu cuerpo. Déjalo ahí. Deja que tu espíritu abandone su armazón y venga conmigo.

No tenía ni idea de qué era lo que quería decir aquel hombre.

Creo que me habría echado a reír —de hecho, me temo que realmente sonreí, tal vez a causa de la tensión nerviosa— de no haber sido porque percibía su terrible urgencia. Desconcertado, permanecí tumbado en la cama, preguntándome qué debía hacer, al tiempo que me preguntaba también si mi señor sabía qué hacer. Mosiah —o tal vez debería decir la «sombra» de Mosiah— tomó forma en la oscuridad a los pies de la cama.

—Es muy sencillo —dijo, extendiendo la mano hacia mí—. Te vienes conmigo, y tu cuerpo se queda aquí. Mi cuerpo se encuentra abajo en este momento, y sin embargo me ves aquí ante ti. Imagínate a ti mismo levantándote de la cama y viniendo conmigo. Eres un escritor. Tienes que haber viajado de este modo con tu imaginación en muchas ocasiones. Cuando leí tu descripción de Merilon, pude verla de nuevo en mi mente, era muy gráfica. Eres un soñador profesional, se podría decir; de modo que limítate a concentrarte un poco más.

Y al ver que yo no me movía, el tono de su voz se tornó más áspero:

—Saryon no se irá sin ti. Lo estás poniendo en un serio peligro.

Sabía que eso me haría reaccionar. Aquello me habría hecho salir de la tumba. Cerré los ojos y me imaginé levantándome de la cama y reuniéndome con Mosiah. Al principio no sucedió nada. Me sentía tan nervioso y confuso que me resultaba difícil concentrarme.

—Relájate —susurró él en voz baja, hipnótica casi—. Relájate y deshazte de la pesadez del cuerpo que te abruma.

Sus palabras ya no ardían en mi mente, sino que parecían correr por ella como un arroyo, y sentí que me relajaba, que permitía que el agua me inundara. Lo cierto es que sentía la pesadez de mi cuerpo, tan pesado que comprendí que no podría levantarlo. Y sin embargo, ¡era necesario que saliera de allí!

Me puse de pie y avancé para reunirme con Mosiah; cuando volví la vista atrás, no me sorprendió ver a mi pesado cuerpo tumbado en la cama, en apariencia, profundamente dormido.

El asombro y la admiración me hicieron olvidar mis temores.

Empecé a caminar hacia la puerta, con la intención de cruzarla y bajar las escaleras hasta el dormitorio de mi señor, como era mi costumbre, pero Mosiah me detuvo.

—Las barreras físicas ya no son ningún impedimento para ti, Reuven. Un pensamiento te conducirá hasta Saryon.

Y no mentía. En cuanto pensé en estar junto a mi señor, me encontré a su lado. Al verme, él sonrió e hizo un gesto afirmativo y luego, vacilante, como si tuviera que volver a aprender técnicas olvidadas hacía mucho tiempo, su espíritu abandonó su cuerpo.

No me sorprendió ver que su espíritu estaba bañado por un suave y radiante resplandor blanco; todo un contraste con Mosiah, cuyo espíritu parecía envuelto en los mismos ropajes negros que cubrían su cuerpo. Me di cuenta de que aquella visión apenaba a mi señor. Y también lo advirtió el Ejecutor.

—Hubo un tiempo, ¿lo recordáis, Padre?, en que mi espíritu era brillante y transparente como el de Reuven; pero las cosas siniestras y terribles que he presenciado han dejado su huella en mí. Ahora debemos darnos prisa. Esperarán sólo hasta que crean que estáis dormidos. No temáis, no os harán daño a ninguno de los dos. No se atreven. A mí, sin embargo, me matarían sin la menor vacilación.

El Ejecutor se introdujo de nuevo en su cuerpo, y, una vez en él, pronunció una palabra, extendió la mano como si fuera a abrir una puerta invisible, empujó en el vacío, y penetró al interior.

—¡Deprisa! —ordenó—. Seguidme.

A la mente se le ocurren las cosas más curiosas en los momentos más inconvenientes, y, en mi caso, recordé, de repente, un dibujo animado de televisión que había visto de niño, en el que a un personaje —tal vez un conejo, no estoy seguro— lo persigue por el bosque un cazador armado con un rifle. El conejo acababa acorralado, en apariencia, hasta que abría un agujero en el bosque, se arrastraba al interior, y a continuación cerraba el agujero tras de sí, dejando al cazador totalmente confundido.

Mosiah acababa de hacer exactamente lo mismo. ¡Había abierto un agujero en el dormitorio y nos instaba a penetrar en su interior!

Saryon, que había vivido muchísimos años en el mundo mágico de Thimhallan, estaba mucho más acostumbrado que yo a tan arcanas manifestaciones. Penetró sin dilación en el agujero y me hizo una seña para que lo siguiera. Me dispuse a cruzar la habitación, recordé entonces que no tenía que depender de los pies para hacerlo, y deseé encontrarme junto a mi señor.

Aparecí en el agujero, y éste se cerró a mi espalda y formó una burbuja a nuestro alrededor que nos mantuvo suspendidos en el aire, flotando en algún punto cerca del techo del dormitorio.

—¿Un Corredor? —inquirió Saryon, asombrado—. ¿Aquí, en la Tierra?

Debo mencionar, por cierto, que no hablábamos, sino que nos comunicábamos mentalmente. Y se me ocurrió que, en este mundo del espíritu, yo ya no era mudo. Podía hablar y ser oído. La información me llenó de tan tembloroso júbilo y terrible confusión que me quedé mucho más mudo de lo que nunca había sido.

—No en el sentido que queréis indicar, Padre. No un Corredor en el tiempo y el espacio como los que teníamos en Thimhallan —repuso Mosiah—. Hemos perdido esa capacidad, y no hemos conseguido recuperarla. Pero poseemos la habilidad de deslizarnos al interior de uno de los pliegues del tiempo.

Debo intentar explicar la primera sensación que se tiene al estar escondido en un «pliegue» del tiempo, como lo llamaba nuestro acompañante. El único modo en que puedo hacerlo es diciendo que se parecía mucho a ocultarse tras los pliegues de una gruesa cortina; y, de hecho, empecé a sentir una sensación opresiva, casi asfixiante, que provoca, según averigüé más tarde, saber que el tiempo pasaba por mi cuerpo y que yo —el espíritu— permanecía inmóvil.

No es una sensación tan mala, según tengo entendido, para quienes penetran en el pliegue en cuerpo y espíritu, ya que sólo es necesario volver a salir para retomar el ritmo del paso del tiempo. Sin embargo, no obstante el hecho de que mi cuerpo dormía, yo empecé a sentir un pánico en mi interior parecido al que siente alguien que teme que va a perder el último tren de vuelta a casa. El tren —en este caso, mi cuerpo— seguía moviéndose, y yo corría desesperadamente para intentar alcanzarlo. Estoy seguro de que habría intentado escapar en aquel mismo instante, de no ser porque no quería abandonar a Saryon.

Más tarde descubrí que él sintió lo mismo, aunque no quiso salir debido a mí. Nos reímos de ello, pero fue una risa hueca.

—¡Chist, chist! ¡Mirad! —advirtió Mosiah.

No es que nos hiciera callar para que no nos oyeran... ya que no era posible, ni siquiera para los D'karn-darah. Nos hizo callar para que pudiéramos oírlos nosotros a ellos. Lo que oímos y lo que vimos nos dejó helados.

A pesar de que podíamos movernos a través de barreras físicas, no podíamos ver a través de ellas. Atrapados en el interior de un pliegue del tiempo, no podíamos movernos a otra parte de la casa ni ver lo que sucedía en ninguna otra parte de la casa que no fuera el dormitorio de Saryon. Pero poseo un oído muy fino, y la tensión nerviosa bajo la que estaba lo acentuaba. Escuché un leve chasquido, que era la cerradura de la puerta de la calle al ceder, y el crujido de las bisagras de la puerta (que Saryon no dejaba de pedirme que engrasara) indicó que la puerta principal se abría con sigilo. Al mismo tiempo oí deslizarse el cerrojo de la puerta trasera, oí cómo la puerta arañaba el felpudo que teníamos colocado a la entrada.

Quienquiera que estuviera afuera había entrado en la casa por delante y por detrás. Pero por mucho que lo intenté, no conseguí oírlos moverse por la parte delantera de la vivienda. Uno de ellos apareció en el dormitorio incluso antes de que me diera cuenta de que se acercaba.

Iba vestido con ropas plateadas finas como el papel que se pegaban a su cuerpo y crujían débilmente cuando se movía, despidiendo de vez en cuando diminutas chispas azules, como el pelaje de un gato en la oscuridad. Llevaba el rostro cubierto con el mismo material fino y plateado, de modo que sólo se distinguía el contorno de sus facciones: una nariz y una boca. Un tejido plateado tapaba sus manos y pies como una segunda piel.

Entró en el dormitorio y Mosiah, con un susurrado pensamiento, llamó nuestra atención hacia un extraño fenómeno: los aparatos de la habitación respondieron a su llegada.

La respuesta de las máquinas no fue evidente ni espectacular. Yo no me habría dado cuenta, si nuestro visitante no lo hubiera mencionado. La luz del techo del dormitorio, que, evidentemente, había sido apagada, parpadeó; el reproductor de discos compactos emitió un tenue zumbido, y la lámpara de lectura despidió un débil resplandor.

El D'karn-darah no hizo el menor caso de todo esto y se acercó a toda prisa al cuerpo de Saryon, que seguía profundamente dormido. Extendió una mano plateada y sacudió el hombro del catalista.

—¡Saryon! —llamó en voz alta.

A mi lado, noté cómo el espíritu de Saryon se estremecía, y me sentí agradecido, en ese momento, por la llegada de Mosiah y su oportuno aviso. Percibí un leve roce en mi hombro, y comprendí que la segunda persona, la que había entrado por detrás, había ido a mi habitación y estaba de pie junto a mi cuerpo.

El D'karn-darah volvió a sacudir al catalista, con más energía, haciendo girar el cuerpo dormido sobre el lecho.

—¡Saryon! —repitió el hombre, y su voz era áspera.

Sentí un escalofrío, pues temía que hiciera daño a mi señor. Mosiah, con un susurro, nos volvió a tranquilizar.

—No os harán daño —repitió—. No se atreven. Saben que podéis serles útiles.

La mujer que había estado en mi habitación hizo acto de presencia ahora en el dormitorio de Saryon.

—¿Lo mismo? —preguntó.

—Sí —respondió el D'karn-darah que se encontraba junto a mi señor—. Sus espíritus han huido. Alguien los puso sobre aviso de nuestra llegada.


Duuk-tsarith
.

—Desde luego. Sin duda ese que se llama Mosiah, el Ejecutor que había sido amigo del catalista.

—Tenías razón. Dijiste que lo encontraríamos aquí.

—Ha estado aquí. Probablemente sigue aquí, oculto en uno de sus malditos pliegues del tiempo, sin duda. Y los otros dos deben estar ahora con él. Es muy posible —el rostro plateado sin facciones del hombre giró y echó una ciega ojeada por la habitación— que nos estén escuchando.

—Entonces es muy simple. Tortura el cuerpo. El dolor obligará a sus espíritus a regresar. Al cabo de un rato, no tendrán ningún inconveniente en decirnos dónde encontrar al Ejecutor.

La D'karn-darah femenina levantó la mano, y donde antes había habido dedos aparecieron ahora cinco largas agujas de acero. La electricidad empezó a saltar, en forma de arco, de una a otra, y la mujer alargó las terribles agujas chisporroteantes en dirección al cuerpo indefenso de Saryon.

Su compañero la detuvo, sujetándola por la muñeca.

—Los Sabios Khandicos estarán aquí mañana, usando sus propios métodos de persuasión. Sabrían que hemos estado aquí y no les gustaría nada.

—Saben que perseguimos a ese Ejecutor. Lo buscan tanto como nosotros.

—Sí, pero tienen más interés por este catalista. —El D'karn-darah pareció irritado—. Muy bien, se los dejaremos a ellos. Es una lástima que no llegáramos unos minutos antes. Habríamos podido capturar al
Duuk-tsarith
. ¡Por el momento, nuestro encuentro simplemente queda pospuesto, Ejecutor! —El rostro plateado se volvió hacia la figura de la cama—. Te dejo esto... mi tarjeta de visita.

Abrió la palma de la enguantada mano, la introdujo en la otra palma, y tiró, liberando algo —que no conseguí ver— que luego arrojó sobre la cama, a los pies de la dormida figura de Saryon. A continuación los dos abandonaron la estancia, y salieron de la casa por la puerta trasera.

En cuanto hubieron marchado, los aparatos de la casa recobraron la normalidad. Las luces se apagaron y el reproductor de compactos dejó de sonar.

Esperamos, ocultos, un instante más para asegurarnos de que se habían ido, que no era un truco para hacernos salir de nuestro escondite. Cuando Mosiah nos permitió regresar, mi espíritu flotó de regreso a mi cuerpo. Me contemplé tumbado en la cama.

Esto era muy distinto a mirarse en un espejo, porque el espejo nos muestra lo que vemos cada día, aquello que nos hemos acostumbrado a ver. Hasta ahora, nunca me había visto con tanta nitidez; y aunque estaba ansioso por regresar junto a Saryon y tenía preguntas que hacer a Mosiah, estaba tan extasiado por esta capacidad para verme a mí mismo como lo haría un observador ocasional que dediqué unos instantes a hacer justo eso.

Conocía bien mis atributos físicos. El espejo nos los muestra. Cabellos rubios, largos, que alguien durante mi niñez había calificado de «seda color maíz»; ojos castaños bajo cejas que no me gustaban, porque eran gruesas y de un tono castaño oscuro que contrastaba sobremanera con mis cabellos rubios, y me daban un aspecto solemne y excesivamente serio. Las facciones de mi rostro eran más bien angulosas, con unos pómulos salientes y una nariz de las denominadas aguileñas, que se tornaría ganchuda con la edad.

Puesto que era joven, mi cuerpo era ágil, pero no fuerte. Los ejercicios mentales me resultaban más agradables que correr a toda velocidad sobre una máquina que no me llevaba a ninguna parte. Sin embargo, ahora contemplé aquellas manos delgadas y brazos larguiruchos con desaprobación. Si Saryon estuviera en peligro, ¿cómo podría defenderlo?

Descubrí que no podía permitirme pasar mucho tiempo con esta inspección. Cuanto más se acercaba mi espíritu a mi cuerpo, más ansiaba regresar a él, y tuve la impresión de que me zambullía en el interior de mi cuerpo desde una gran altura. Desperté, temblando, con un nudo en el estómago, como sucede cuando te despiertas de una pesadilla en la que caes al vacío. Desde entonces, siempre me he preguntado si esos sueños no son en realidad los primeros viajes vacilantes que realizan nuestros espíritus.

Me senté en la cama, sacudiéndome de encima las sensaciones de sueño que seguían pegadas a mi cuerpo y, tras coger a toda prisa mi bata, me envolví en ella, y encendiendo la luz del pasillo, corrí escaleras abajo. Salía luz del dormitorio de Saryon, y encontré a mi señor, con aspecto de estar tan mareado como yo, y contemplando con atención el objeto que los D'karn-darah habían dejado sobre la manta.

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